jueves, 20 de septiembre de 2007

Farsa y endogamia en los concursos de ensayo


Aunque en ocasiones cueste creerlo, en verdad existe una clase de personas que alguna vez han sentido el impulso discursivo de lo metafísico, que se han topado con el requisito de una verdad necesaria en la claridad de un pensamiento, o transitado los rigores de la interrogación filosófica con el fin de despejar las brumas de lo azaroso y lo enigmático que rigen nuestro mundo. Todas esas almas erráticas, que por ventura han aspirado a elevar sus reflexiones entre las alturas áridas del pensamiento impreso, suelen llegar tarde o temprano a la necesidad de darse a conocer, de dejar testimonio de sus ideas y apreciaciones en la tumultuosa arena de los libros. Afortunadamente, en nuestro país contamos con diversos mecanismos, entidades, certámenes y concursos concebidos para tender un cable a todos esos pensadores que no han logrado hacerse un hueco en el panorama de las editoriales… ¿O no es así?...

Lo cierto es que, tras una embarazosa experiencia acaecida a quien escribe estas líneas, no podría afirmar esto con certeza. He de aclarar que yo mismo he trasegado durante años con los llamados “concursos de ensayo” que ponen a disposición del ciudadano las diversas entidades culturales de nuestro país, encontrándome en ocasiones con contrasentidos y paradojas que, lejos de todo pronóstico, cuestionan seriamente las pretensiones democráticas de dichos concursos. Para ilustrar mejor el caso del que quiero hablarles, pasaré a transcribir un interesante, por cuanto que revelador “diálogo” que tuve ocasión de intercambiar vía e-mail con una de las entidades más reconocidas en el ámbito de los concursos de ensayo. La identidad de dicho organismo, que aquí llamaremos F****, tuvo la bondad de colgar las bases de su concurso como es habitual en su página oficial en Internet. Unas bases a las que, movido por las ansias de publicación comunes a todo pseudofilósofo que da sus primeros y desencantados pasos en el mundillo de los concursos, quise aspirar en su día creyéndome valedor de unas ideas propias y que pudieran aportar alguna contribución al pensamiento. He aquí sin más preámbulos la transcripción de mi breve intercambio de pareceres con los señores del F****:


6/06/2006 Estimados señores de F****:

"Me dirijo a ustedes al respecto de la convocatoria al Premio Internacional de Ensayo E****** de T*******.
Tras leer las bases, existe un punto que enturbia esta apasionante iniciativa, en concreto el requisito de presentar una carta de presentación en la que un investigador de reconocido prestigio, o bien un miembro de número de academias españolas o latinoamericanas, realice una valoración de la obra.
Este punto llama la atención, no precisamente por el acierto o desacierto de una exigencia de este tipo, sino por un simple hecho matemático, a saber: que el número de investigadores de reconocido prestigio y miembros de número de academias españolas o latinoamericanas, es un número necesariamente limitado, por no decir escaso. Asimismo, la cantidad de autores de ensayo que dichos señores pudieran conocer, dentro de su ámbito personal y/o profesional, ha de ser igualmente un número no muy elevado en relación a la cantidad de autores de ensayo potenciales en lengua española.
De lo que se sigue que la cantidad de autores de ensayo facultados para optar al premio habrá de ser igualmente reducida, lo cual mueve a pensar en un cierto elitismo que excluiría de entrada la participación de la gran mayoría de autores que no conoce a un investigador de reconocido prestigio, miembro de número de academias, etc... caso que por otro lado iría en contra de las pretensiones humanistas y desinteresadas que un organismo como el F**** sin duda representa.
Esta cláusula cercena injustamente las posibilidades de acceso que yo y aquellos que no tengan la suerte de conocer a un investigador de reconocido prestigio, miembro de número de academias, etc, pudieran tener al concurso y contribuir de ese modo a la loable tarea de la investigación científica, en especial en un tipo de certámenes en los que se abandera la capacidad humana de discernimiento y reflexión más allá de las barreras sociales.
Por todo ello les pido tengan la amabilidad de corregir o aclarar este punto, como espero y es mi deseo sea sólo un malentendido por mi parte."

Como cabía esperar, no recibí respuesta alguna a mi respetuosa y atinada misiva a los señores del F****, por lo que me decidí a plantear el asunto de forma más directa:

2/08/2006. "¿Es posible presentar un trabajo que cumpla todos los requisitos expuestos en las bases del Premio de ensayo E****** de T*******, a excepción de la carta-recomendación de un investigador de reconocido prestigio? Si no es así, ¿cabría en su lugar la recomendación de un profesor de filosofía?"

En esta ocasión, sí llegó una sucinta por cuanto que lapidaria respuesta:

3/08/2006. "Todos los requisitos deben ser cumplidos. Sí cabría la recomendación de un profesor de filosofía, siempre cuando éste fuera un investigador de reconocido prestigio.
Atentamente, F**** ."

Semejante respuesta deja a las claras un hecho que ya se hacía evidente en las bases del concurso, a saber: que, lejos de fomentar un concurso imparcial y equitativo hacia los participantes facultados en la labor de investigación, lo que promueven es un amiguismo endogámico y a las claras carente de escrúpulos, hecho que lesiona gravemente la imagen del F**** y el Premio E****** de T******* ante todas las personas de juicio recto que quedan en este país. En defensa de los lectores y miembros del jurado del F****, se aducirá que una cláusula de este tipo sirve como filtro para descartar de entrada todos aquellos trabajos que no cumplieran los requisitos necesarios de rigurosidad, pero, me digo, no es tan difícil adivinar si un texto discursivo merece atención o simplemente es la obra de un principiante, acaso con la lectura de dos o tres páginas debería bastar, más aún si tenemos en cuenta que dichos lectores y miembros del jurado cobran por hacer su trabajo. Tal cosa sería preferible, así como menos inmoral, al hecho de plantear unas bases tan abiertamente condicionantes y discriminatorias como las de este "concurso".

miércoles, 19 de septiembre de 2007

"Gram Parsons: trovador en el desierto", por Ángel J. Pereira



Tal día como hoy, un 19 de septiembre de 1973, moría a sus 26 años uno de los grandes genios e innovadores de la música tradicional americana, de una mortal combinación de alcohol y morfina en un destartalado motel cercano al Parque Nacional de Joshua Tree (California). Se trataba, ni más ni menos, que de Gram Parsons.

Parsons pasó rápidamente de precoz y revolucionario músico a leyenda nacional. La suya fue una vida con una fugacidad típica de estrella de rock: convulsionada, llena de excesos y contradicciones a partes iguales, con unos antecedentes familiares terriblemente turbulentos y con un ansia compositiva y musical desmedida. Era un artista capaz de mezclar en un mismo disco la versión del lírico tema carcelario de Merle Haggard “Life in Prison” con la mojigatería del proselitista “The Christian Life”, de ligar la psicodelia y la apertura intelectual que supuso la década de los 60 a una música teóricamente “reaccionaria” como es el country, así como añadirle a este ‘inmovilista’ estilo muchos elementos del rock’n’roll, siendo uno de los pioneros dentro del llamado country-rock. Artista a contracorriente, habló en sus canciones de perdedores, soledad, noches agonizantes en alcohol, espiritualismo religioso o la inexorabilidad de la muerte, en una época en la que su generación intentaba revoluciones mundiales y hablaba de amor y paz universal.

Dos años después del suicidio de su padre, Parsons comienza a flirtear con el rock’n’roll en una banda que se dedicaba a versionar conocidos temas de Elvis Presley para poco después entrar en otro pequeño grupo llamado The Legends. Tras estos tímidos pasos en el mundo musical, y una vez finalizado el instituto, decide entrar en la Universidad de Harvard para estudiar Teología. Poco durarían esos místicos ímpetus, pues es allí donde entra en íntima relación con el folk americano, un idilio que duraría hasta el final de sus días. Tras la muerte de su madre en 1965 por una larga adicción al alcohol, Parsons reúne a una serie de músicos de la costa Este interesados como él por los aires musicales del Sur y forman la primera banda realmente relevante de su vida: la International Submarine Band. Con ellos graba Safe at Home, un disco que alternaba las versiones de clásicos del género como Johnny Cash o Merle Haggard con maravillas compositivas de Gram Parsons como “Luxury Liner” o “Do You Know How It Feels to be Lonesome”. Disco con un regusto añejo y tradicional, eminentemente acústico y con una presencia muy destacada de la steel-guitar a lo largo de todo el compacto. Rescatado del olvido por una reedición en 1983, el disco fue un rotundo fracaso comercial. Sin embargo, antes de que se editase, Parsons desertaría (como acostumbraría a hacer en el futuro) para entrar en un nuevo grupo.

Impresionado por su talento, Chris Hillman, miembro de los Byrds, invitó a Parsons a participar en la grabación de su nuevo disco ante la escapada de David Crosby. Los Byrds estaban liderados por Roger McGuinn, que imprimía un aire eminentemente psicodélico a unos temas con marcadas texturas folk-rock, pero la entrada de Parsons supuso un giro radical en una banda con una ya notable presencia en la escena americana. La persuasión del guitarrista supuso una orientación redirigida hacia el country clásico y las temáticas típicas del estilo. Finalmente el disco se llamó Sweet Heart of the Rodeo y contaba, además de con temas del propio Parsons, con versiones de Dylan, el recurrente Merle Haggard o Woody Guthrie. Su voz fue eliminada debido a problemas legales y regrabada por McGuinn. El producto que vio la luz fue un excelente disco grabado en la capital del country, Nashville, y donde la presencia de banjos, mandolinas y steel-guitar ofrecían un sonido con sabor tradicional y unas miradas constantes hacia atrás. Una vez más recurría a la retrospectiva en claro contraste con sus coetáneos, que por aquel año ansiaban dar un salto hacia delante en la historia a través de los sucesos de Mayo del 68.

Y es que 1968 sería un año crucial en la vida de Gram Parsons. Es en ese mismo año cuando rechaza incorporarse a la gira de los Byrds por Sudáfrica tras su oposición a las deleznables leyes “apartheid” de aquel país. Este hecho supuso el detonante definitivo para que diese por finalizada su relación con el grupo y se lanzase a un nuevo proyecto acompañado por el inseparable Chris Hillman: los Flying Burrito Brothers. Es también el año en que conoce a una de las figuras más canallas de la historia del rock y que más público ha hecho su idilio con las drogas: Keith Richards. De la simbiótica relación y la confrontación de ideas entre Parsons y la dupla Jagger/Richards surgió una de las épocas doradas de los Stones, la conformada por los compactos Let it Bleed, Sticky Fingers y Exile on Main Street, y el mejor álbum de los Flying Burrito Bros.: The Gilded Palace of Sin. Richards quedó impresionado con el estilo tradicional americano, por lo que las referencias al género se hicieron constantes en sus tres obras maestras en forma de LP’s, temas como “Wild Horses”, “Sweet Virginia”, “Dead Flowers” o “Honky Tonk Women” son muestras claras de las nuevas influencias stonianas. En un principio se rumoreó, y posteriormente los propios Stones desmintieron que este tema lo hubiese compuesto Gram Parsons. Cierto o no, lo innegable es que participó en los arreglos del tema que fue single en Reino Unido y EEUU en 1969 y su posterior versión, “Country Honk”, para el disco Let it Bleed. Por su parte, Parsons logra con los Flying Burrito Bros. la perfecta fusión entre el country y el rock melódico, con aderezos de jazz y R&B a la vieja usanza. Quizás sea ésta obra el paradigma del talento de Parsons con cortes como “Juanita”, “Sin City” o “Dark Ends of the Street”. A la larga, el disco se convertiría en uno de los más influyentes sobre el posterior country ‘alternativo’ (en artistas como Alan Jackson, Randy Travis, Steve Earle o Dwight Yoakam), adentrándose en unos terrenos que ya habían sido inspirados anteriormente por otro renovador: Buck Owens.

Lo desmedida y frenética que se hace su vida entra en una drástica contraposición con su carrera musical. A su conocida afición por la bebida se sumarán otro tipo de sustancias como la heroína, la morfina o el LSD. Entregado a la contemplación evasiva y al desenfreno alcohólico, el siguiente disco de los Flying Burrito (Burrito Deluxe) es más prescindible por el creciente desinterés de Parsons en la composición con Hillman, clave del anterior disco. El disco no deja de ser un álbum correcto por la aportación de nuevos y destacados músicos como Leadon (de los futuros Eagles) o Michael Clark de los Byrds, pero sin el magnetismo y la inspiración de su primer trabajo. Destaca el tema de cierre del disco, “Wild Horses”, cedido por los propios Rolling Stones. El disco supuso un nuevo bache comercial, lo que acabó por desencantar a Parsons que abandonaría el grupo. Los Burritos continuaron con un par de LP’s pero sin ninguna trascendencia en el mercado.

A mediados de 1972, un Parsons irreversiblemente adicto a las drogas y aquejado de un grave alcoholismo consigue un contrato en Los Ángeles para grabar un nuevo disco acompañado de una chica por aquel entonces desconocida, Emmylou Harris, que haría los coros de su proyecto en solitario; pocos apostaban que consiguiese siquiera editarse. Sin embargo, cuando en 1973 aparece GP, el genial compositor de Florida sorprende a propios y extraños. Rodeado por músicos de la banda de acompañamiento de Elvis Presley, como el imprescindible James Burton, o gente de Manassas o los Dillards, Parsons factura una obra imprescindible integrada por composiciones propias y ajenas. El álbum se convierte en una explosión de country-western, con letras que parecen sacar a relucir todos sus viejos fantasmas y aflicciones personales: el adulterio, el alcoholismo paterno o los amores perdidos. Su voz se vuelve quebradiza en algunos pasajes, casi como un destello de una vida desgarrada que pretendía exorcizar a través de su nueva etapa musical.

Junto a su banda de acompañamiento, los Fallen Angels, Parsons comienza a girar por Norteamérica pero, por desgracia, apenas quedan grabaciones sonoras de la época que lo atestigüen salvo un directo de 1973. Para su último y póstumo álbum, Parsons utilizará de nuevo al dúo Burton-Harris, esta última con una presencia cada vez más destacable. El conjunto es prácticamente el mismo, cambiando sólo la base rítmica de batería y bajo. El resultado es, probablemente, el álbum de mayor equilibrio musical y emocional de Parsons, a caballo entre el country y el pop-rock melódico, con dúos vocales entre Gram y Emmylou, baladas de corte exquisito como “Hearts on Fire” o “Love Hurts” y letras que reiteran las temáticas de sus anteriores trabajos. Cierra la obra “In My Hour of Darkness”, que parece prevenir sobre la dramática muerte de su intérprete.

Antes de que se edite el disco y comience la gira, Parsons retoma sus viajes en los que transitaba bajo la tutela del LSD por el desierto de Joshua Tree pretendiendo avistar OVNIS y adentrándose en alucinógenos viajes astrales. Esa excursión fue la que firmó su epitafio vital: dos días antes de partir moría fruto de los excesos, una vida errática y viajes a ninguna parte con los que siempre pretendió evadir sus tormentos.

Ya convertido en mito, su leyenda se incrementó cuando su cuerpo, que iba a ser transportado a Louisiana para ser enterrado, desaparece en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Algunos dicen que el robo se debió a la promesa de su manager, Phil Kaufman, de cumplir su última voluntad: ser incinerado y esparcir sus cenizas por el desierto de Joshua Tree.

viernes, 14 de septiembre de 2007

Tras la pista del arte autorreferente


Dentro de las tendencias, estilos y formas que componen el corpus del arte occidental, existe un aspecto que probablemente sea uno de los más fecundos, a la vez que inquietantes, entre los fenómenos que dicho corpus pudiera llegar a concebir. Nos referimos al aspecto autorreferencial del arte; ese insólito momento en el cual la mirada se vuelve para mirarse el espinazo, y cobra conciencia de sí misma. A través del sutil juego de espejos de las autorreferencias, se pone de manifiesto la difícil y oscura relación entre la realidad y las representaciones que nos hacemos de esa realidad. Toda vez que el golpe de efecto de la Crítica de la razón pura (1787) de Immanuel Kant y la concurrencia de pensadores como David Hume, Francis Bacon o los nominalistas medievales sería de gran importancia en el progreso de una concepción crítica de la razón, la autorreflexión y criticismo propios del género que nos ocupa pueden rastrearse asimismo en obras del Renacimiento o la Reforma, si bien ésta es una forma discursiva que prendería con toda su fuerza en los albores del siglo XX.


Casos seminales de autorreferencia (en el sentido moderno del término) los encontramos en la literatura de los diálogos platónicos, en la obra satírica escrita por Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura (1509), así como en Shakespeare y Cervantes. Jonathan Swift desarrollaría un peculiar estilo crítico basado en la primera persona del narrador, a quien otorgaba las mismas cualidades que quería poner en tela de juicio. Ejemplos de esta técnica predilecta de Swift, “el uso de la razón para confundir a la razón”, se dejan entrever en Cuento de una barrica (1704) y las corrosivas cartas reunidas en Una modesta proposición (1729).


Pueden encontrarse otros precedentes del género autorreferencial en algunas pinturas renacentistas, pues éste es un campo que no ha sido ajeno a la mirada pictórica. En El matrimonio Arnolfini (1434), Jan Van Eick plantea una imagen insólita, por cuanto que lateral y oblicua, del célebre matrimonio a través de un espejo convexo. En Retrato de una mujer de la familia Hofer (1470), el autor anónimo de esta obra pintó una mosca posada sobre la parte superior de la tela. En El arte de la pintura (1666), Vermeer se pinta a sí mismo de espaldas mientras trabaja en un retrato. Pero quizá la pintura antigua que mejor acusa una intención autorreferencial sea el Autorretrato (1670) de Murillo, en el que vemos al artista sacando una mano por encima del marco, a la vez que dirige al espectador una mirada frontal y reflexiva.


Sin embargo, todos estos precedentes poseen un carácter de excepción y no son necesariamente representativos de las corrientes de su tiempo. Antes bien, el estilo autorreferencial es un estilo genuinamente moderno, ligado a los cuantiosos cambios y renovaciones que se sucedieron en Occidente durante los últimos años del siglo XIX y la primera mitad del XX. Durante esa etapa, las líneas maestras del mundo clásico comenzaban a ceder terreno a las formas y representaciones de la nueva era. Ideas hasta entonces generalizadas como Dios, Historia, Conocimiento o Individuo vieron cómo sus cimientos comenzaban a reformularse y en muchos casos a socavarse. Las escuelas de pensamiento finiseculares venían derivando hacia “un intento de aprehender la realidad desde múltiples puntos de vista, subrayando la imposibilidad de su captación total”, como también harían los pensadores estructuralistas, los pintores cubistas o los poetas imaginistas. En 1930, Kurt Gödel publica sus famosos “Teoremas de incompletitud, inconsistencia e incoherencia”, que asestan un golpe sin precedentes a la supuesta cohesión del pensamiento racional. En el campo de la ciencia, nacen las geometrías no-euclidianas, la Teoría cuántica de las partículas, el relativismo social y epistemológico, Wittgenstein conmociona los Principia Mathematica, Jan Lukiasewicz desmonta el Principio del tercero excluso, mientras que pensadores como Émile Cioran “niegan la posibilidad de exigir un pensamiento capaz de integrar armónica y sistemáticamente el universo”, como a su vez haría la psicología de la Gestalt alemana, o Alfred Binet, que reivindicaba “la pluralidad de conciencias y estratos conscientes e inconscientes que pueden convivir dentro de un individuo”.


Dentro de este magma de convulsión y cambio, el conflicto del yo aparece como objeto central de un nuevo arte marcado por la autocrítica y la reflexión puesta en los aspectos formales. “La doble vía de la persona y el personaje, el turbador cruce entre la realidad y la ficción” pasa a desempeñar un papel de relevancia en la literatura y el teatro, como ejemplifica la novela de Luigi Pirandello, El difunto Matías Pascal (1904), en la que su personaje acaba desdoblándose literalmente en otra persona. Más tarde, en su obra teatral Siete personajes en busca de autor, Pirandello ahondaría en las relaciones inextricables que existen entre creador y obra, entre autor y personaje, realidad y ficción, etc.


La literatura del noveau roman despuntaría precisamente como alternativa a la novela clásica debido a sus esquemas y planteamientos laberínticos, terreno abonado para las autorreferencias, y por su fuerte posicionamiento en torno a la interpretación subjetiva del mundo, la imposibilidad de una realidad objetiva y totalizadora. Pero hubieron otras formas narrativas próximas a una visión reflexiva de la realidad, caso del recurso antiguo del  mise en abyme que vemos en Las mil y una noches, y las novelas calidoscópicas, como la precursora La piedra lunar (1868) de Wilkie Collins, ejemplo victoriano de una historia contada desde la pluralidad de perspectivas, o el famoso cuento del japonés Ryunosuke Akutagawa, En el bosque (1922). Lo mismo ocurre con la novela epistolar, que recurre al juego de perspectivas, en Drácula (1897) de Bram Stoker, La estafeta romántica (1899) de Benito Pérez Galdós, o más recientemente La pesca del salmón en Yemen (2007), en la que su autor Paul Torday sustituye la carta por e-mails y fragmentos de diarios, en una arquitectura coral que resulta tan delirante como inasible a la justa interpretación .

Otros autores se han centrado en la problemática de la identidad desde un punto de vista no menos fragmentario. El detective Jacqes Moran de la novela de Samuel Beckett, Molloy (1951), acabará por transustanciarse y confundirse, en un impensable proceso circular, con el mismo hombre a quien debe encontrar. Las gomas (1952), primera novela de Alain Robbe-Grillet, plantea una investigación policiaca en la que investigador y asesino, realidad e hipótesis terminan siendo una. En La máscara de Dimitiros (1939), el best-selling Eric Ambler narra la escrupulosa, casi quirúrgica investigación tras la pista de Dimitrios Makropoulos, bosquejando los entresijos de la identidad a través de pistas desligadas, fragmentos minúsculos, cabos sueltos y referencias que contribuyen a erigir una imagen indirecta y multiforme del personaje retratado. J. K. Huysmans, William Faulkner o Raymond Roussell practicaron también sus particulares estilos de autorreferencia. Y, retomando el caso de Luigi Pirandello, en el drama titulado Así es (si os parece), dos personajes otorgan diferentes personalidades a un tercero, quien acabará confesando: “Soy aquella que crean que soy.”

Una cuarta corriente de literatura autorreferencial sería la del texto impostado, al que se adscribe el mencionado Elogio de la locura de Erasmo y las obras de Swift, y que posee incontables muestras en la literatura como Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804) de Jan Potocki, numerosos cuentos de Borges y Bioy Casares, Lolita (1955) de Nabokov, y un larguísimo etcétera. Esta tendencia vivió un notable revival durante la primera mitad del siglo XX, lo cual es comprensible ya que desde principios de este siglo las ciencias relacionadas con el historicismo, la hermenéutica y la veracidad histórica eran sometidas a profundas revisiones y relativismo. El pensamiento estructuralista, la "conciencia inmediata" de Joyce o Virginia Woolf, la narración autocrítica en Durrell, Robbe-Grillet, Auerbach, etc, son asimismo variaciones o ahondamientos técnicos sobre el mismo tema de la autoría creadora.

Por último, encontramos el claro sesgo de lo autorreferente en la narración recursiva, en el círculo sin fin de la metaficción. Personajes conscientes de su propia limitación, como los que prefiguraba la escritora británica Mary Ann Evans bajo el seudónimo de George Eliot; diálogos que no avanzan y no llevan a ninguna parte, como los de Ulyses o las novelas de Samuel Beckett, que producen el efecto de detener el tiempo, interrumpiendo, cuestionando la linealidad de la narración. Se busca violentar la atención del lector, forzarle, obligarle a contemplar las vísceras sucias del artefacto narrativo, desvelarle sus secretos más recónditos y primigenios. Lo que antes era mero andamiaje para la novela, privilegio de los secretos demiúrgicos del creador, se convierte con este proceso en objetivo principal de estudio, la forma salta al primer plano, trasladándose a la posición que tradicionalmente se otorgaba al contenido, y viceversa. El discurso que vuelve una y otra vez sobre sí mismo, hasta lo obsesivo, lindando lo enfermizo, como ejemplifica el creciente uso en el siglo XX de la frase subordinada, en verdad una búsqueda velada de lo infinito, en las narraciones de Thomas Bernhard o David Foster Wallace. Las imágenes de Escher, los juegos de perspectiva de Magritte, el expresionismo cinematográfico de Robert Wiene, Jean Cocteau, los planos de referencia proyectados al infinito en Dalí, en Max Ernst, en Frank Lloyd Wright

En este ambiente de desdoblamiento y autorreferencias constantes, de espejos y ambigüedades, se definiría claramente la imagen del antihéroe moderno, en contraposición al héroe clásico: mientras el héroe de la tragedia clásica actuaba en un esquema del mundo organizado y ajeno a él en cuanto que delimitado por el fátum, el destino o la voluntad de los dioses, el héroe de la tragedia moderna es plenamente consciente de los límites y mecanismos que componen ese esquema, y por tanto su acción se convierte en reflexión. La mirada se vuelve entonces sesgada, analítica, oblicua e incluso neurótica, muy lejos de la ilusión de objetividad propia del racionalismo clásico.

Más recientemente, el cine ha absorbido este tipo de dobleces y autorreferencias. En la película de Woody Allen La rosa púrpura del Cairo (1985), un espectador de cine contempla cómo los personajes de la gran pantalla, cansados de su vida en el celuloide, deciden cruzar al mundo real. En Más extraño que la ficción (2006) de Mark Frost, un hombre anodino descubre un buen día que es un personaje creado por una novelista de éxito, quien para más inri vive en la misma realidad que él. En Buscando a Marlowe (1998) de Daniel Pyne, film que recupera el formato documental para contar una historia de ficción (lo que se ha dado en llamar "falso documental" o mockumentary), una pareja de documentalistas emprende un reportaje sobre la vida de dos detectives privados, pero a medida que la historia los envuelve, los propios documentalistas se convierten en personajes de su película, al punto de no saber si el documental cuenta la historia de dos detectives, o bien la historia de dos documentalistas que quieren contar la historia de dos detectives… Otra muestra de género decididamente autorreferencial es el film de Spike Jonze Adaptation (2002), cuyo protagonista es el propio guionista, Charlie Kaufman, y su peripecia es precisamente escribir el guión de la película.


“El arte [moderno] se concentra por entero en sí mismo. Su pureza, su purismo, su radicalidad, consiste en que toma por objeto sus propias formas y las sigue desarrollando hasta sus últimas consecuencias. La realidad ha dejado de ser un punto de referencia para el arte (...)”, escribe Konrad Paul Liessman en Filosofía del arte moderno (1999).


En definitiva, la falta de una perspectiva totalizadora y homogénea, como era el caso de los esquemas clásicos del arte, ha generado como resultado un enigma irresoluble, un continuo vaivén de perspectivas que alcanza toda su fuerza y expresividad en el análisis autorreferencial. Con esta nueva oleada de artistas y pensadores, el modo previo de interrogar al mundo pasa necesariamente por la forma, por el lenguaje. Todo signo remite a otros signos. El lenguaje remite al lenguaje; el arte remite al arte... Ese bucle que se repite hasta el infinito, expresado en las ilustraciones de Escher, en las paradojas de Lewis Carroll, en las repeticiones de Buñuel o las monoprints de Andy Warhol proyectadas hasta la saciedad, nos devuelve nuestra imagen, el eco de nuestras propias palabras, como ocurría en el castillo de Macbeth. Porque, como dijera Gérard de Nerval: “Inventar, en el fondo, es volver a acordarse.”


miércoles, 12 de septiembre de 2007

Giordano Bruno


"Ni bajo los brazos desidiosos ante el trabajo que se presenta;
ni vuelvo la espalda desesperado ante el enemigo que ataca;
ni deslumbrado aparto los ojos del divino objeto."


Si las teorías filosóficas y científicas de Francis Bacon fueron las grandes olvidadas en favor del racionalismo cartesiano del siglo XVII, otro tanto ocurre con las teorías físicas de Giordano Bruno (1548-1600), que concebían un universo orgánico y vitalista en contraposición al mecanicista en boga a partir de Descartes. Kepler, diez años después de que Bruno ardiese en la hoguera, confesaría a Galileo sus temores de que las teorías del nolano fuesen ciertas. Ciertas o no, las ideas de este gran revolucionario son de una claridad y certeza que se adelantan en mucho a su tiempo. Las garras de la Inquisición no dudarían en caer sobre el ex sacerdote con toda su furia y de forma traicionera, como era su costumbre, sin duda ya irritados con el pensador desde que éste demoliese perfectamente las teorías de Aristóteles sobre el movimiento, el espacio homogéneo y la potestad divina, con todas las repercusiones filosóficas y lógicas que esto conlleva, en lo que fue sin duda una de las gestas más audaces del librepensamiento contra el dogmatismo de la Escolástica, y que dicha institución no estaba dispuesta a admitir de buenas a primeras.


Cuando este inflamable personaje entró en escena en el Londres de 1584, con la publicación de La cena de le ceneri, De la causa, principio e uno, De l’infinito universo e mondi y Spaccio de la bestia trionfante, a nadie pudo pasársele desapercibido. Aunque es cierto que tamaña producción literaria en espacio de un año no hubiera sido posible sin el favor del embajador francés Michel de Castelnau, también lo es que la obra de este fecundísimo autor no desmerece una sola página de esa producción, por más que sus contemporáneos y sucesivos tratasen de enterrarlo por todos los medios. El nolano hizo méritos en vida para adjudicarse todas las injurias posibles de su tiempo, tras atacar a la Reforma protestante, al cristianismo, a Cristo (a quien Bruno llamaría “impostor”, cuya divinidad es reconocida por “ciegos mortales”, “enmascarado y no reconocido en su verdadero ser”), y al sacerdocio del que él mismo formaba parte. Asimismo, fue acusado de espionaje al servicio del gobierno inglés, identificado en la figura de Henri Fagot, un sacerdote de la embajada francesa conocido por sus furibundas ideas contra el papado y la iglesia católica en general. Desde luego, una trayectoria digna de un papel destacado en los más espectaculares de los thrillers históricos.


Pero sin duda su obra más importante es De l’infinito, universo e mondi, donde, en su habitual forma de diálogo, combate contra el propio Aristóteles y su De caelo et mundo. Su estilo, espléndido y medido por la métrica precisa de sus hexámetros, tiene como precursor palmario la obra de Lucrecio, por la que el filósofo italiano sentía gran admiración, y es, junto a Dante, uno de los exponentes de la alta poética medieval.




El infinito sería la nueva verdad llamada a alumbrar una nueva era de conocimiento, en contraposición a la finitud aristotélica y ptolemaica del universo. Bruno parte de las tesis realizadas por Copérnico, pero es cierto que el propio Copérnico no hubiera puesto la mano en el fuego para defender sus teorías de la forma en que el sabio de Nola lo hizo.

De este modo, el universo monista aristotélico se enfrenta a uno de sus primeros y más vehementes opositores. Bruno también anticipa el nominalismo, el cálculo infinitesimal, y se sitúa ya muy por delante de los idealistas alemanes, con las conclusiones que se extraen de sus teorías acerca de la potestad divina. De un modo heroico, Bruno se coloca al frente del antiaristotelismo, y por extensión del anticristianismo, así como del antirreformismo. En la época de Bruno, mantenerse en una posición semejante equivalía a un suicidio político e intelectual. Sea por la necedad de su tiempo o por la terquedad y rectitud de su naturaleza, siempre inclinada hacia la claridad de un auténtico espíritu libre, Bruno caminó siempre en tierra de nadie. Odiado por todos, tuvo que escapar de la ira irracional de la Iglesia y de sus contemporáneos, al ser cesado de su sacerdocio, lo cual no impidió que fuese apresado en Venecia en 1592, y finalmente condenado por un tribunal de la Inquisición a morir en la hoguera en 1600. Por una de esas ironías de la historia, ese mismo año marcaría la apertura de la Edad Moderna, y con ella la ascensión progresiva, aunque lenta y dificultosa, del cientificismo sobre la faz del mundo.

viernes, 7 de septiembre de 2007

"Novela con cocaína", por Ángel J. Pereira


“Tras largos días y largas noches pasados en la habitación de Yag bajo el efecto de la cocaína, empecé a pensar que lo más importante para el hombre no son los acontecimientos que rodean su vida, sino el reflejo de éstos en su conciencia. Los acontecimientos pueden cambiar, pero mientras ese cambio no se refleje en su conciencia, la transformación es nula, absolutamente insignificante. Así, por ejemplo, un hombre que se enorgullece de su fortuna, sigue sintiéndose rico mientras no sabe que el banco en el que conserva su capital ha quebrado. Así, un hombre que tiene un hijo, no deja de sentirse padre hasta que se entera de que el niño ha sido atropellado y está ya muerto. De ese modo, el hombre vive no los acontecimientos del mundo exterior, sino el reflejo de éstos en su propia conciencia.”

En 1994 por fin se conseguía desvelar un enigma en torno al que giraban un sinfín de habladurías, bulos infundados o sospechas aproximativas. Se trataba de la autoría de Novela con cocaína firmada, en un principio, por un tal M. Agueiev.

Publicada por vez primera en 1936, la novela había sido previamente enviada a una revista parisina controlada por emigrantes rusos, Cifras, y ésta la fue distribuyendo en pequeñas entregas hasta su compilación definitiva. El éxito de la novela se fue acentuando con el paso del tiempo no sólo por su calidad literaria, sino por la añadidura del misterio que rodeaba a la figura de M. Agueiev. Las hipótesis se fueron sucediendo desde las más esperpénticas hasta las más imaginativas llegando al punto de atribuir de forma más o menos consensuada su autoría al también ruso Nabokov. Con el desmentido taxativo de la esposa de éste, la situación volvía a su punto de inicio. La rumorología entraba de nuevo en escena, pero la falta de datos llevó al desinterés generalizado por hallar el auténtico autor de la obra. Finalmente, en 1994 el exhaustivo estudio documental de archivos de la época conseguía afirmar con un mínimo margen de error que el auténtico creador era Marko Levi. El nombre, desgraciadamente para algunos, abortó la morbosidad inherente a este tipo de incógnitas y produjo una ligera decepción: no se conocía ninguna otra obra del autor, que había muerto en 1973, tras una vida a caballo entre Rusia, Alemania y Turquía. El dato biográfico más destacado de Levi es que fue deportado de Turquía a la URSS en relación a un intento de atentado contra el embajador alemán en Turquía.

Incógnitas literarias al margen, la novela aborda de forma autobiográfica la vida de un joven de instituto en la Rusia prerrevolucionaria dividida en cuatro partes a modo de evolución vital del mismo. Desde su vida de instituto hasta su enamoramiento, su caída en el aislamiento y el oscurantismo de la drogadicción anfetamínica y una última etapa a modo de epílogo con una serie de pensamientos caóticos y entrecruzados. A pesar de lo convulso de la época, y concretamente en su país, la realidad histórica es a penas un marco espacial en el que sitúa Agueiev la novela pero en el que no incide excesivamente sobre los acontecimientos. Si por algo destaca la obra es por la visión crítica con la que el joven desgrana su entorno, de una forma descarnada, donde mezcla el escarnio con los juicios valorativos más sinceros pero también más duros. Con una frialdad que en ocasiones resulta incómoda para el lector por lo directo y, en ocasiones, moralmente reprobable de las aseveraciones, la obra se asemeja en algunos de sus pasajes a la pluma del gran Marcel Proust.

Considerada una de las grandes obras rusas del siglo XX, Novela con cocaína aborda el tema de la droga y la drogadicción en un momento histórico donde éste comienza a ser un tabú moralista y generalizado. Es difícil encontrar libros que hablen de una forma tan directa sobre un tema de tal controversia en la época, de ahí la valentía de abordarlo (o la cobardía de ampararse bajo un pseudónimo, según como se quiera ver). Para otra ocasión quedarán los análisis de otros antiguos clásicos centrados en el mundo de los estupefacientes como Confesiones de un ingles comedor de Opio (1821) de Thomas de Quincey o La Lechuza Ciega (1936) del iraní Sadeq Hedayat.

jueves, 6 de septiembre de 2007

El sueño de Bird


A pesar de que los beatniks no quisieran oír hablar del asunto, de que Miles y Monk torcieran el gesto ante tamaño desatino y de que, en general, a sus fieles aún hoy les cueste entender, la mayor aspiración de Charlie Parker, el gran poeta maldito del jazz, era interpretar música “seria”, música con mayúscula, música más elevada y de infinita mayor belleza que el oscuro torrente de rabia y pasión que él mismo y sus compinches producían en los clubes de la calle 52. Nada de extraño habría en esta aspiración de perfección, consustancial a todo artista, si no fuese porque Bird encontró dicha “elevación” en los arreglos de cuerdas más edulcorados y simplonamente ornamentales que quepa imaginar. Y sin embargo el resultado, tachado por sus coetáneos de comercial e impropio del mago del bop, marcó un hito en las escabrosas relaciones entre los arreglos de cuerdas y el jazz. Ambos son como el agua y el aceite, e intentar mezclarlos no suele dar frutos perdurables. Así lo demuestran los intentos de Ben Webster, Stan Getz y tantos otros. Sin embargo, para Bird era su peculiar camino de redención: si lo lograba, durante un instante eterno todo cuajaría armoniosamente por fin, en especial él mismo consigo mismo.


Tras su engañosa timidez y sencillez, Parker era una especie de torbellino primigenio a través del cual la vida se manifestaba brutalmente, consumiéndolo en cuerpo y alma. Todo era desmesurado en él: música, sexo, drogas y comida constituían las estaciones de su calvario privado en busca de ese otro mundo que está en éste. Sólo anhelaba ese momento de paz y plenitud que le otorgaría esa perfección imposible. Su música encarnaba toda la imperfección de la vida y el mundo, y por eso mismo era perfecta para todos menos para él. Necesitaba tocar el cielo con las manos. Lo sorprendente es el modo en que lo consiguió: con una actitud genuinamente näif, dejándose arrullar por los tópicos más vanos de la música ligera de entonces.


En las grabaciones a que nos referimos, convencido de estar dando un paso de gigante en su arte, quizá rozando ese sueño de un todo armonioso donde él ya no sería un outsider sino un miembro más de la comunidad, Bird toca con una enjundia y un sentimiento extraordinarios que por reflejo redimen la artificiosa decoración orquestal. Pero el quid es que no la redimen intentando “mejorarla”, fallo habitual en esta clase de apareamientos forzados, sino dejándola en su sitio para, así, meciéndose en ese cielo relamido y afectado, impulsarse a las alturas de unos solos magistrales. Y aquí radica el meollo de esta combinación irrepetible, combinación que ningún músico de valía se hubiese planteado en serio, sólo un genio a su pesar como Bird: en el logro de una unión de los contrarios, me atrevería a decir, única en el arte del siglo XX -paradójicamente por carecer de pretensión vanguardista y espíritu renovador-, en la absoluta pureza kitsch de las cuerdas y la absoluta pureza visceral del saxo, que se vuelca y entrega como muy pocas veces. En el polo opuesto del músico-intelectual-comprometido al estilo de Mingus, Parker ni siquiera intuyó la extraña catarsis que estas grabaciones dejarían para la posteridad como ejemplo palpable del misterio que mueve al ser humano.


Realizadas entre 1949 y 1952 (y en nuestro país recogidas por Blue Moon en el CD Charlie Paker with Strings-The complete sessions, 1995), superan, por el camino más insólito, el irreductible antagonismo entre arreglos de cuerdas y jazz, uniendo los contrarios de un modo que ni siquiera los trágicos griegos hubiesen creído posible. Toda una experiencia musical, desde luego.

La corrupción del lenguaje


En su libro Después de Babel, el venerable George Steiner habla de la importancia de que una lengua se mantenga “sana”; de la impronta negativa que la contaminación del lenguaje conlleva a los órdenes no solamente culturales sino también políticos de una nación, aduciendo ciertos pasajes de Herder y las gramáticas místicas de los libros sagrados. Confieso que tales apreciaciones me llenaron de sorpresa y turbación, por provenir de una eminencia en el ámbito de la lingüística como Steiner. Hay que resaltar que su libro es una verdadera fuente de información provechosa y pensamiento profundo, pero, como diría el analista pop Raúl Minchinela, su alegato nos plantea muchas preguntas. Principalmente porque el intercambio gramatical nos parece algo insoslayable dentro de la evolución de los lenguajes, lo cual hace todavía más incomprensibles este tipo de alegatos, si no es por un romántico concepto de pureza que se ajusta muy poco a la realidad.


Comparada con otras culturas totémicas o milenarias, cuyas formas y expresiones son profundamente reacias al cambio, Occidente se ha distinguido desde el Renacimiento por el continuo cambio de perspectivas, la incansable búsqueda de formas nuevas y el intercambio obsesivo de maneras de ver, decir o representar los mismos objetos. El lenguaje, por provenir y ser de uso común de los seres vivos, contiene sus mismos rasgos de variabilidad, falibilidad, prueba y error (en última instancia, la concepción de un lenguaje hierático e inmutable contravendría la definición misma de un estado librepensante y laico, desde que en Occidente separamos lo sagrado --lo inmutable-- de las esferas intelectuales y vitales del hombre).

Por cierto que éste es un tema que continuamente vuelve al candelero de la opinión pública, con todas las revisiones y ampliaciones que la Real Academia de la lengua española viene atornillándonos con denodado fervor de purista. Asistimos a una de las tantas y cada vez más frecuentes recapitulaciones de nuestros doctos ante el eclecticismo gramatical que inevitablemente nos aqueja, no sólo a raíz de la globalización cultural y los movimientos de inmigración, sino de nuestro propio papel dentro de los nuevos escenarios sociales, y tal vez éste sea un fenómeno cuyas intrincadas causas no permiten afianzarse en posturas intransigentes. Por un lado nos informan de que teléfono también se dice “celular”, y que un coche es un “carro”, mientras por otro nos recalcan que “spot” es “anuncio” y “windsurf” debe decirse “tablavela”.

Si bien la labor de la Academia es loable como forma de salvaguardar el patrimonio lingüístico del imperio donde nunca se ponía el sol, éste es un fenómeno que al llegar a las masas se traduce en cierta lexicofobia, en concreto por el rechazo subrepticio hacia todo lo que se halle remotamente relacionado con angloparlantes en general, ya no digamos si provienen de Norteamérica. El horror de los puristas por la intromisión de términos como “on-line” o “flashback” es semejante al que debieron de sentir los acartonados españoles de la Edad Media ante la absorción de más de 6.000 vocablos árabes, que aún hoy seguimos utilizando sin que a nadie le importe un comino. Asimismo, la cantidad de palabras tomadas del francés, el italiano, el portugués, el vasco o el catalán hacen del castellano un idioma tan heterogéneo y multiforme como puede serlo cualquiera de los idiomas romances.

El caso de Steiner y su insensata apología de la lengua germana es un ejemplo de cómo a veces perdemos de vista las complejas causas de un fenómeno de uso cotidiano, aunque no por ello simple, como puede serlo el lenguaje. El germen léxico de los antiguos germanos, el idioma de los Nibelungos, se parecería muy poco a las frases elaboradas y manieristas del doctor Fausto, por no decir bastante más rudas que las del afectado Werther, de manera que la Original-und-Nationalsprache no existió como tal hasta los siglos precedentes al romanticismo y nace por tanto como consecuencia de un largo desarrollo lingüístico. Incluso una lengua más sofisticada que el alemán, la lengua de los literatos latinos, era una fase ya avanzada dentro de la evolución del latín, cuyos primeros balbuceos habrían de buscarse en el siglo VI a. C. cuando la magnífica Roma no era más que un pantano. Por “fase avanzada” queremos decir que una lengua ya ha alcanzado su madurez, que ha vivido y transcurrido lo suficiente para haberse modificado de mil maneras diferentes, en definitiva, que ha perdido su “virginidad”. Y los puristas de la lengua serían entonces como desfasados padres celosos obstinados en proteger a sus hijas en una torre de marfil.

Pero el lenguaje no ha sido nunca una doncella etérea; es bien palpable, hay una vitalidad en todos sus rasgos que los parlantes le imprimen según sus usos y costumbres. El lenguaje, coloquial o literario, no es un compendio de palabras estáticas. El Quijote, o cualquier obra de Shakespeare, por citar ejemplos clásicos, abundan en neologismos, expresiones y figuras arriesgadas, refundando el uso convencional del lenguaje para un nuevo uso (que no "mal uso") al que bien podríamos tildar de experimental. Si bien parece cierto que somos esclavos del lenguaje lógico-formal, también es posible el adagio nietzscheano de “bailar en cadenas” dentro de ese formalismo. El tradicional poidere ha devenido en un creador secular, consciente de que no hay nada sagrado y de que el hombre es libre de transformar su medio -y por consiguiente, sus medios de expresión.

Tenemos noticia de monjes brahmanes que en la India guardan el sánscrito de los libros sagrados vedas. Estos “hombres santos” han encontrado una manera inmejorable de preservar intacta la lengua de sus ancestros, del mismo modo que el conservador de un museo arqueológico cuida de sus momias. Pero la conservación arqueológica no está al servicio de las personas y sus necesidades, sino de los muertos y sus fósiles. Una lengua que no contemple la diversidad de usos, el continuo fluir y refluir de expresiones gramaticales, está destinada a sucumbir. Por ello, la “corrupción del lenguaje” es un hecho perfectamente necesario, incluso deseable, ya que el lenguaje debe estar al servicio de los hombres, y no al revés.

Para Ambrose Bierce, el diccionario es un “malévolo instrumento literario destinado a impedir el desarrollo de una lengua y hacerla rígida e inflexible”. Gilbert K. Chesterton afirmaba que gran parte de los problemas del cristianismo son de origen lingüístico, y lo mismo puede decirse de muchos de los problemas que aquejan a nuestra sociedad. En ocasiones, la disputa por la definición de un simple término puede promover conflictos y guerras sociales de profundo calado (el cisma del arrianismo se produjo a partir de un vocablo, y es posible que las religiones monoteístas nacieran a su vez de un capricho de la gramática), ya que a menudo los hombres utilizan palabras idénticas para referirse a cosas bien distintas.

En la actualidad, la controversia por las implicaciones y potestades que la palabra “nación” conlleva no es menos dificultosa, y uno se pregunta si no se estará cometiendo el proverbial error de querer aplicar una palabra vieja a un concepto nuevo, y si una cierta reestructuración no bastaría para dar legitimidad y cabida a ese nuevo concepto... Dicho de otro modo: a cada nueva nominación corresponde una nueva realidad, como sabían Leichhardt y los aborígenes australianos. A ese político crispado, que desde la torre de su ostracismo ha olvidado las herramientas útiles y transparentes que hay en el lenguaje y que cada día aparece en nuestros televisores lanzando sediciosos salivazos verbales, no podemos sino recordarle que, para modificar el mundo, es preciso modificar primero el lenguaje.

martes, 4 de septiembre de 2007

Juan Urbieta: la mirada crónica


Saturnalia se complace en dar la bienvenida a un nuevo colaborador, Juan Ignacio Urbieta, creador visual que apenas armado con una cámara digital se las ingenia para pergeñar inquietantes historias que tratan de ahondar en los mecanismos ignotos del hombre contemporáneo, así como en los medios propios de la narración con imágenes para llegar a una suerte de búsqueda del sentido que en su obra se convierte en no-sentido. Juan Urbieta desarrolla sus historias con los escasos medios a su alcance, esto es, la mencionada cámara digital, un sencillo programa de montaje por ordenador, el hábitat natural que eventualmente le corresponde (su piso o el piso de sus amigos, las calles de la ciudad...), y por lo general él mismo multiplicándose y desempeñando los roles de guionista, cámara, actor y músico/compositor de sus vídeos.

Sirva como primera muestra este corto titulado "El guión", realizado en el verano de 2007 en Barcelona, al que el lector/espectador puede acceder clicando la imagen bajo la cabecera de Saturnalia.


Con esta nueva categoría queremos animar a otros creadores a que nos envíen sus trabajos (sean de vídeo, fotografía, diseño, pintura o cualquier otra forma de expresión) y así poder exhibirlos en Saturnalia de manera absolutamente desinteresada, pues es nuestro deseo dar lugar a toda clase de colaboraciones o experimentaciones artísticas afines a la consigna del "arte por el arte". Para enviar vuestros trabajos podéis dirigiros a saturnalia.blog@gmail.com
Atme,
la redacción.