lunes, 23 de mayo de 2011

Spanish Revolution y 4 libros para el desacato



El tuétano interno de las actuales manifestaciones que llenan las plazas de media España no es otro que el puro y duro deseo de cambio. La dificultad, como en todos los campos de la existencia, radica en conciliar el deseo con la realidad. Y de la realidad, de sus inextricables nexos con la vida de las ideas, es de lo que quiero hablarles hoy.

I. Constructores de realidad

A mediados de la década de 2000, columnistas y bloggers de todo el mundo se apoderaron de una expresión de nuevo cuño, la “comunidad-realidad” (reality-based-community). Éste era el término que algunos altos cargos políticos de la era Bush (Hijo) utilizaban de modo despectivo para referirse al mundo que quedaba más allá de sus despachos, el mundo de las "apariencias", por usar la vieja fórmula fenoménica, y que servía para rebajar, ya en los tiempos de Platón, la importancia de la realidad sensible. El mundo social, el mundo de los hechos, en última instancia, el mundo en el que vivimos y morimos el 99,99 % de la población mundial. Dicho término (reality-based-community) apareció por primera vez en 2004 en un artículo del New York Times, donde el periodista Ron Suskind revelaba los detalles de una significativa conversación con un alto cargo de la Casa Blanca:

“Me dijo que la gente como yo era de esos tipos ‘que pertenecen a lo que llamamos la comunidad-realidad’: ‘Usted cree que las soluciones emergen de su juicioso análisis de la realidad observable.’ Asentí y murmuré algo sobre los principios de la Ilustración y el empirismo. Me cortó: ‘El mundo ya no funciona realmente así. Ahora somos un imperio’, prosiguió, ‘y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras usted estudia esa realidad, juiciosamente como desea, actuamos de nuevo y creamos otras realidades nuevas, que asimismo puede usted estudiar, y así son las cosas. Somos los actores de la historia. […] Y a usted, a todos ustedes, sólo les queda estudiar lo que hacemos’ (Christian Salmon, Storytelling – La máquina de fabricar historias y formatear las mentes; Ediciones Península, 2010).

En el muy recomendable ensayo de Salmon que recoge esta conversación se contextualizan las tácticas de propaganda y su relación con el relato, el arte de "contar historias". En cierto momento el relato propiamente dicho dio el salto para ser adoptado por las clases políticas como simple y puro instrumento de control. No hace mucho, un comentarista de televisión se quejaba del cambio que se percibe en el (hoy más que nunca) circo político, esto es: su relación inherente con los medios de comunicación. Según aseveraba este comentarista, la principal preocupación de los partidos políticos ya no se limita a establecer y cumplir un programa determinado, sino a difundir una estudiada y minuciosa imagen mediática de sí mismos. En efecto, la clase política se ha convertido en la mayor y más prolífica factoría de contar historias, si me apuran, en competencia directa con la industria de Hollywood, con la sustancial diferencia de que estas historias que nos cuentan los políticos no se adscriben o no deberían adscribirse al mundo de la ficción; antes bien, son ideadas para ser comprendidas como realidad. Es fundamental entender esta semejanza esencial entre el discurso político y los guionistas de Hollywood, piedra de toque del storytelling político del que habla Christian Salmon en su libro. 


II. Psicoanálisis, mass-control y una caja de cigarros

A este respecto, en 2008 la editorial Melusina publicó la obra de una de las figuras fundamentales en el asunto de la propaganda y el control mediático de masas, un personaje, nunca mejor dicho, de esos ocultos “en la sombra”, pero cuya importancia en el desarrollo del siglo XX fue de un alcance terrorífico: Edward Bernays. Entre sus muchos logros, Bernays fue el inventor del término “relaciones públicas” --que ideó como sustituto de “propaganda”, término que no gozaba de buena fama en los años de posguerra--, y también fue el responsable de que a principios del siglo XX las mujeres se aficionaran al cigarrillo. Y es que Bernays aprendió mucho de las técnicas de propaganda nazi, pero su verdadera inspiración, no obstante, le vendría de un célebre miembro de su familia, un tío austriaco llamado Sigmund Freud.

Según Adam Curtis, “Bernays fue la primera persona en usar las teorías de Freud sobre la mente humana para manipular a las masas. Él enseñó a las corporaciones americanas cómo podían hacer que la gente deseara cosas que no necesitaba conectando los productos de producción masiva con sus deseos inconscientes”.

Bernays fue contratado para promocionar los objetivos bélicos del Comité de Información Pública durante la II Guerra Mundial, tarea que supo desempeñar con éxito. “Cuando volví a EEUU --nos cuenta el propio Bernays-- decidí que si se podía utilizar la propaganda para la guerra, entonces también se podría usar para la paz.” Durante su estancia en París, Bernays había tenido la impagable idea de enviarle a su tío Sigmund una caja de cigarros, a lo que el neurólogo respondió con una copia de su Introducción general al psicoanálisis. Bernays leyó el libro de su pariente con fervor, y de este modo, apelando a las emociones irracionales de la psique humana, inauguró una de las más complejas operaciones de control de masas, de la cual aún hoy vivimos sus consecuencias. Su libro, Propaganda, no tiene desperdicio:

“La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país” (Edward Bernays; op. cit.). 

Como se afirma en la contraportada, el texto de Bernays podría parecer escrito por un cínico, pero nada más lejos de la realidad. Los que todavía porfían en ver el sistema y la libertad del individuo como hechos incontrovertibles, harían bien en asomarse a este libro que sigue la línea parentesca de El príncipe de Maquiavelo, y que ya en el siglo XVIII era motivo de preocupación de mentes preclaras como Jonathan Swift o Nicolás de Condorcet. 

III. Los orígenes de la debacle

Y con todo esto llegamos al verdadero fondo de la cuestión: el actual movimiento denominado del 15M o Spanish Revolution se agita y revuelve contra un fantasma, no se ha subrayado lo suficiente las verdaderas causas del problema que es la crisis, esa crisis que está en boca de todos, pero que casi nadie reconoce en su profunda medida. Esta gran crisis que asola no sólo a España sino al mundo entero tiene unos orígenes fácticos y que están al alcance de quien los quiera conocer --siempre y cuando no se apele al mero "conocimiento" de las redes y los medios--. No es nada nuevo, no vamos a revelar un secreto escondido, en la actualidad incluso es tema de moda a raíz del exitoso documental Inside job (Charles Ferguson, 2010), pero que se remonta a una larga serie de textos que desde mediados de la década pasada nos vienen bombardeando --el último de ellos, el que más suena por motivos evidentes, Indignaos de Stephanne Hessel--. Mas el mencionado documental que analiza las causas de la crisis económica mundial parece el complemento perfecto para otro texto que nos abruma, un libro titulado La catástrofe perfecta (Icaria Editorial, 2009), escrito por el profesor Ignacio Ramonet.

Es difícil no sentirse sublevado ante la lectura de un texto como éste; Ramonet señala con pelos y señales a los protagonistas y responsables todos del abominable teatro de sombras en el que se ha convertido nuestro mundo. Como marco donde estas figuras de pesadilla se aglutinan, el concepto clave y clarificador de todo este miasma es la llamada economía neoliberal o ultraliberal que viene desangrando el mundo desde finales de los 70. En concreto la primera parte, “La crisis del siglo”, con los epígrafes “Arqueología del crac” y sucesivos, encuentro que son particularmente reveladores. Desde los Tres Oráculos de la economía neoliberal (Joseph Schumpeter, Milton Friedman y Friederich von Hayek), pasando por la Escuela de Economía de Chicago, sin dejarse en el tintero la importancia de las vigentes instituciones herederas del control mundial, con el FMI, el Banco Mundial, la OMC y el OCDE como principales actores.

La caída del Telón de Acero terminó de abrir las puertas a la estampida de democratización y a las medidas de política neoliberal que desde el Banco Mundial y el Consenso de Washington se propagarían a lo largo y ancho del planeta en cuestión de décadas, los Diez Mandamientos a los que a partir de entonces deberá plegarse todo gobierno que quiera ser acogido en la Comunidad Internacional.*

“Estas nuevas Tablas de la Ley conforman el núcleo de la doctrina neoliberal, el ‘modelo’ a seguir. Obligatoria, pues ‘no hay alternativa’ (Theres is no alternative), como afirmara Margaret Thatcher. Poderosos vectores de difusión (la prensa económica, el sector empresarial, una parte de la universidad, círculos de reflexión y estudio, escuelas de comercio, etc) van a reproducir, transmitir y propagar este pensamiento que pronto se convertirá en ‘único’” (Ignacio Ramonet, op. cit.)


El FMI será el encargado a partir de entonces de inocular a escala planetaria --en ocasiones con el consentimiento de las naciones que alegremente le abren sus puertas al predatorio sistema de mercado--, bajo el nombre de "ajustes estructurales", con frecuencia recurriendo a la fuerza o a los llamados “asesinos financieros”.** Es imposible no reconocer en ello las verdaderas causas de lo que ha ocurrido en nuestro país y gran parte del globo en los últimos tiempos. Los países piloto vendrían, comandados por los teóricos de la escuela monetaria de Chicago, de la mano del general Suharto en Indonesia, Augusto Pinochet en Chile, e inmediatamente después Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Washington. Les seguirían el gobierno de Carlos Ménem en Argentina y por toda Asia Oriental, forzando a los estados de Corea del Sur, Japón, Taiwán, Hong-Kong, Singapur, Tailandia, etc; también caerían el gobierno de Felipe González en España, Laurent Fabius en Francia, Bettino Craxi en Italia, Tadeus Mazowiecki en Polonia, Boris Yeltsin en la Federación Rusa, y más allá, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, que dejó un balance de 2.000 muertos durante la opresión a las revueltas, y así…

“Davidson Budhoo, economista principal del FMI que preparó programas de ajuste estructural para América Latina y África a lo largo de los años ochenta, confesó más adelante: ‘Todo el trabajo que realizamos después de 1983 descansaba en el sentimiento de la misión que nos animaba, el Sur tenía que privatizar o morir. Para eso, creamos el ignominioso caos económico que marcó a América Latina y África entre 1983 y 1988’” (Ídem).

Esa misión revivificadora, una vez traducida al pueblo llano, no era otra que la apertura a la socialdemocracia. Un discurso a lo “cortina de humo” que entronca con los estudios llevados a cabo por la periodista canadiense Naomi Klein en los que se ocupa del comportamiento de las corporaciones multinacionales. “Esta tendencia –nos dice la autora-- se resume en que las corporaciones estarían cada vez menos interesadas en vender productos, sino que lo que venden son modos de vida e imágenes.” Y lo mismo puede decirse de los partidos políticos. Ya sea por las tesis de Bernays sobre la manipulación de masas, ya sea por mero descuido, el movimiento 15M o Spanish Revolution no tiene en cuenta, o lo hace de un modo lateral, este verdadero habitat Minothauri que es el meollo del asunto; todo el marasmo de injusticias sociales, bien que palpables, que tenemos delante de las narices no proviene de ningún gobierno; no proviene, como nos ha venido atornillando la derecha a través de un caso de manual de storytelling bernaysiano, de la mala o buena gestión económica de un gabinete político. Pues paradójicamente esta supuesta Realidad en la que nos hallamos sumidos parece ser un reflejo nada realista de lo que ocurre por debajo, como si en efecto nos hubieran excluido del tapete de juego que pertenece al 0,1 de la población mundial, y que “dan la espalda no sólo a la realpolitik, sino al mero realismo, para convertirse en creadores de su propia realidad, maestros de las apariencias, reivindicando lo que podríamos llamar una realpolitik de la ficción” (Christian Salmon, op. cit.).


Para terminar, quiero incluir en la lista de libros aquí comentados uno de diferente especie, si no por el espíritu, sí por la forma: T.A.Z. - Zona temporalmente autónoma, del poeta "anarquista-ontológico" Hakim Bey, una de las obras más singulares con las que he topado. Es conocida la vertiente inclasificable, como de terrorista-intelectual-posmoderno, de este autor neoyorquino así como su cualidad de gurú de los hackers y antisistema de todo el mundo, pero hay algo en su escritura, en la pulsión permanentemente metafórica y enconada de su lírica, que lo hace diferente del resto de intelectuales que se mecen en política. Porque de algún modo la obra de Bey trasciende el mundo de lo político para adentrarse en una vigorosa poética apocalíptica; este rara avis de las letras contiene un parentesco lejano con el conde de Lautreâmont, con Baudelaire, con el Tristan Tzara del manifiesto o con André Breton; la brusquedad en la elección de los vocablos, su particular yuxtaposición de lo real con lo imaginario, lo alejan de todo símil convencional. Y ya que hablamos del divino Tzara, no está de más decir que tal vez fueron ellos, los poetas, pero también los combativos, los trovadores, los pensadores, los que se detuvieron siquiera un segundo a hilvanar secretos ríos ante las llamas de la hecatombe, quienes alguna vez lograron sacar un poquito de Verdad (así, en mayúsculas) de este mundo henchido de inmundicia.


* Según el citado libro de Ramonet: 1. Disciplina en materia de déficit público; 2. redefinición de las prioridades en materia de gasto público; 3. reforma fiscal (reducción del impuesto al ingreso); 4. liberación de las tasas de interés; 5. adopción de tasas de cambio competitivas; 6. liberación de los intercambios comerciales internacionales; 7. liberación de las inversiones directas extranjeras; 8. privatización de las empresas públicas y el sector público; 9. desregulación de los mercados y supresión de las barreras aduaneras; 10. protección de los derechos de propiedad.

** La conocida "terapia de shock", y que se compone de las siguientes constantes: 1. devaluación de la moneda nacional; 2. reducción del presupuesto público; 3. despidos masivos de funcionarios; 4. aumento de las tasas de interés; 5. bloqueo de los salarios; 6. restricción del crédito; 7. eliminación de las subvenciones, incluidos los productos alimenticios; 8. aumento de las tarifas fijas por parte de las empresas estatales de energía, agua y telefonía; 9. refuerzo de las exportaciones; 10. privatización de las empresas del sector público.

jueves, 19 de mayo de 2011

"El fuego central", por Jonio González



Es un placer para Saturnalia contar con la colaboración de nuestros amigos, que de vez en cuando nos dejan perlas como la que nos ocupa en esta ocasión. Escrito por Jonio González para Revista Ñ, y publicado por la misma en mayo de 2011, este sustancioso artículo analiza algunas de las claves del jazz.  

Quizá sea cierto, como cuenta la leyenda y tan bellamente ha descrito Michael Ondaatje, que el jazz lo inventó Buddy Bolden una noche en que, particularmente dolorido e inspirado, de su corneta comenzó a brotar “un blues y un himno más triste que el blues, y después un blues más triste que un himno. Fue la primera vez que oí un himno y un blues juntos”. Quizá sea cierto también que han sido las grandes individualidades, de Louis Armstrong a Ornette Coleman, pasando por Coleman Hawkins, Charlie Parker, Thelonious Monk o John Coltrane, quienes han hecho crecer por impulsos (de genio, de trabajo, de búsqueda) nuestra música preferida. Sin embargo, ésta nació “de un grupo en el que todos los ejecutantes pueden improvisar juntos aportando cada uno algo personal a un constante efecto colectivo”, como ha escrito Alan Lomax. (El crítico Frank Tirro nos recuerda, a propósito de ello, que el que cada componente de la orquesta desempeñara un papel específico facilitaba esa improvisación colectiva: cada voz encontraba su sentido en una voz mayor que la incluía.) Y es precisamente ese aporte personal al proyecto colectivo, esa individualidad que se afirma en la medida en que contribuye a la identidad (el bien) común, lo que hizo desde sus comienzos del jazz una expresión artística tan original y, sobre todo, democrática en su apelación a la responsabilidad y la solidaridad.

Es cierto, considerando lo anterior, que con Louis Armstrong la polifonía –que alcanza su punto culminante con la orquesta de King Oliver (estructurador de la improvisación colectiva)– da paso a la monodia y a la preminencia de la voz solista. Basta escuchar para ello la grabación que hizo el 7 de mayo de 1927 con sus Hot Seven de “Wild Man Blues”: merced a su control del ritmo, a su variación a voluntad del tempo , a sus acentuaciones inesperadas, a su potencia y flexibilidad, Satchmo –sobrenombre con que se conocía a Armstrong– soñaba con cosas que sus compañeros apenas podían vislumbrar. Es cierto asimismo que, al menos hasta la última etapa de su carrera, más centrada en la estructura orquestal, Duke Ellington construyó su universo sonoro basándose en unos arreglos que se ajustaban a las características de cada uno de sus músicos. Componía pensando en todos y cada uno de ellos (“Componer música es como jugar al póquer”, solía decir, “siempre hay que saber cómo juega el que deberá ejecutarla.”): en Lawrence Brown al componer “Never No Lament”, en Rex Stewart al componer “Boy Meets Horn”, en Barney Bigard al componer “Clarinet Lament”, en Cootie Williams al componer “Concerto for Cootie”, etc. Era la voz de todos estos artistas, su forma personal e intransferible de expresión, lo que inspiraba a Ellington. Tal vez su sonido no hubiera sido el mismo sin gigantes de la talla de Johnny Hodges, Ben Webster o Cat Anderson, tampoco sin la habilidad de músicos que, como Bubber Miley, en lo poco en que destacaban eran maestros consumados, pero, ¿habría evolucionado por ello menos su obra, habrían perdido belleza sus composiciones, acaso no seguiríamos recordándolas como verdaderas experiencias que siquiera por minutos hicieron que nos sintiésemos mejores personas? Sí, el jazz creció gracias a las individualidades, pero también, de algún modo, fueron éstas, a partir de un momento, las que lo alejaron del gran público. No arriesgamos esta opinión con la amargura con que lo hacía el poeta y crítico británico Philip Larkin en sus reseñas para el Daily Telegraph , donde expresaba su rechazo visceral hacia Charlie Parker o John Coltrane, y sin embargo algo se perdió cuando el músico de jazz prefirió expresar su yo sin condicionamientos a brindar felicidad a la gente; algo se perdió cuando la voz colectiva dejó de ser vehículo para transformarse en obstáculo.

La mirada del otro

El protagonista de El hombre invisible , la novela de Ralph Ellison, uno de los grandes escritores negros que ha dado la literatura estadounidense y un gran escritor a secas, afirma: “Sólo seré libre cuando descubra quién soy.” El jazz fue la primera forma de expresión de los de su raza que adquirió un carácter masivo, lo cual significa, por un lado, que fue aceptada, y apropiada, por los blancos (de hecho, fue una orquesta de blancos, la Original Dixieland Jazz Band, la primera que realizó grabaciones comerciales del género), y, por otro, que dotó a aquellos de la visibilidad que éstos le negaban.

Esa visibilidad, no obstante, implicaba la necesidad de la mirada de otro ajeno a la propia comunidad, y es por ello por lo que artistas como Duke Ellington o, más tarde, Anthony Braxton, se mostraron renuentes a emplear la palabra “jazz”, con el argumento de que significaba un límite impuesto a lo que consideraban, sencillamente, música.

Cuando Dizzy Gillespie y Charlie Parker crean el bebop, buscan algo “que los músicos blancos sean incapaces de tocar”, esto es, buscan una identidad distinta de la adjudicada por quien dicta las normas y, con ellas, los modos de mirar. La apropiación antes mencionada llegó al punto, ha escrito el crítico y poeta Amiri Baraka (antes LeRoi Jones), de que la música negra “señaló la existencia de una música estadounidense”. Y fueron en este sentido, y principalmente, individualidades como Cecil Taylor, Albert Ayler, Archie Shepp o el citado Coltrane quienes, en busca de esa identidad cooptada, comenzaron a hacer de su música la manifestación de una “actitud” (política, social, cultural, humana) capaz de prescindir de todo lo aprendido en tanto herramienta de control. ¿Y el público? Ya no contaba, o contaba en la medida en que compartiera con el artista una visión particular del mundo.

Cómo significar algo


En 1931 una canción de Ellington nos recordaba que “no significa nada si no tiene swing”. Fletcher Henderson, Benny Goodman, Jimmie Lunceford, Count Basie o Woody Herman, como más tarde las grandes bandas de la Costa Oeste, de Pete Rugolo a Doc Severinsen, respetaron esta regla al pie de la letra. Y la letra afirma, nos recuerda el poeta y crítico Jacques Réda, que el swing “nace de las condiciones creadas por el uso de compases de dos y cuatro tiempos, así como de la acentuación típica de tiempos débiles”. No obstante ello, cualquier persona con una mínima sensibilidad musical advertirá de inmediato que una canción posee swing, y lo expresará balanceando la cabeza, por ejemplo, lo que prueba mejor que nada el aserto de Armstrong: “Si necesitas que te lo expliquen, es que nunca lo entenderás”. Como quiera que sea, las orquestas mencionadas más arriba contaban a estos fines con artistas de enorme calidad, como Willie Smith, Lester Young o Stan Getz, muchos de los cuales se convertirían en figuras fundamentales del género, pero también con jefes de filas excepcionalmente carismáticos y arreglistas como Sy Oliver, Don Redman, Bill Holman o Benny Carter, quienes les proporcionaron una voz propia hasta el punto de hacerlas reconocibles de inmediato. Miles Davis, uno de los grandes revolucionarios del jazz (al menos mientras hizo jazz), fraguó su mito en las bandas de Gil Evans, pero el mérito de éste no fue sólo permitir a aquél exponer toda su maestría, sino introducir estructuras armónicas inéditas hasta entonces, y lo habría hecho con Miles o sin él. Cabe preguntarse si Davis habría creado Kind of Blue sin la experiencia que supuso su paso por la formación de Evans. Al respecto, Ornette Coleman, creador del free jazz y máximo responsable de lo que Carlos Sampayo define como “disolución de las formas”, lo tenía claro: en su busca de la libertad volvió la mirada hacia la improvisación grupal, hacia la alegría (enmascaradora a menudo del dolor) del jazz primitivo, hacia su energía y solidaridad. Ningún solista (y hablamos de artistas tan personales y hasta peculiares como Freddie Hubbard, Don Cherry o Eric Dolphy) se impone al resto, pero cada uno, con su propio lenguaje, con su propio discurso, contribuye a la coherencia, paradójicamente heterogénea, del conjunto. ¿Habría sonado igual el disco Free Jazz con otros músicos? Seguramente no, pero no por ello Coleman se habría amilanado.

Constituye casi un tópico decir que el instrumento de Ellington era su orquesta, especialmente si no se tiene en cuenta su faceta de pianista, pero podría decirse lo mismo de músicos tan opuestos a priori como Count Basie y Sun Ra, por no mencionar a Gerry Mulligan, cuya orquesta fue definida como “laboratorio de experimentación” y poseía, sin embargo, una cualidad y un sonido eminentemente clásicos. Así pues, lo que la afirmación acerca de Ellington encierra, en realidad, es el hecho de que su genio necesitaba las voces del grupo para expresarse. Una personalidad tan contundente (y salvaje) como Charles Mingus entendió esto muy bien en el momento de encarar sus obras para orquesta, ensayando con ésta las estructuras armónicas y las texturas musicales que luego trasladaría a sus pequeñas formaciones: las individualidades están siempre al servicio de un proyecto mayor, la composición, que se enriquece con aquéllas a la vez que las libera ofreciéndoles un espacio de expresión infinito en su acotamiento (cuyo equivalente en literatura sería el soneto), la voz se construye y logra su peculiaridad en contacto e interacción con otras voces, el caos, arriesga quien esto escribe, es un camino posible hacia una forma capaz de armonizar el yo individual con el colectivo. Y ese modo de armonización lo encontró Mingus en la tradición. La gran enseñanza del (literalmente) extraordinario contrabajista y compositor de Nogales fue, en este sentido, que la tradición no son las formas antiguas, no es la esclerosis de la imaginación, no es una forma de vasallaje, sino la preservación de lo que Julio Cortázar llamó “el oscuro fuego central olvidado”, esto es, el arte como memoria y comunión.