miércoles, 3 de septiembre de 2008

El corazón de las tinieblas


Artículo publicado en el especial dedicado a los Villanos de la revista El Duende de Madrid, nº 84, abril/mayo de 2008.

Tradicionalmente los súper-villanos han sido representados con aspecto siniestro, ubicados en lugares brumosos, castillos puntiagudos o enclaves de mal agüero, si bien es cierto que los villanos de carne y hueso no son tan fáciles de distinguir, pues suelen ser de trato amable, de apariencia políticamente correcta, habitan en casas de ladrillo blanco y van en limusina. Dejando esto de lado, ciertos personajes históricos como la condesa de Bathory, el príncipe Vlad Tepes o el barón Gilles de Rais podrían considerarse precursores del súper-villano moderno. Pero desde tiempos bíblicos el hombre no ha dejado de idear personajes fantásticos en los que proyectar su propia némesis. Llevado por su concepción dualista del mundo, se ha planteado así su propio reverso o polo negativo, equilibrando la balanza de la naturaleza humana. Uno de los conceptos más poderosos y efectivos de la moral judeocristiana no fue otro que el Diablo, seguramente el primer súper-villano conocido en Occidente. Del mismo modo, la historia de la literatura nos ofrece un nutrido conjunto de archivillanos o personajes sinuosos cuyos hechos y obras abrumaron durante siglos a la moral bienpensante, y que han servido para inspirar o encarnar las más bajas de las pasiones humanas. El fratricidio encuentra su adalid más famoso en el Caín bíblico; la traición tuvo a su hijo predilecto en el Yago de Shakespeare; genios de la doble moral fueron el Raskolnikof de Dostoievski (quizá el primer anti-héroe moderno), o el inefable oficial Javert de Víctor Hugo.
La novela popular de terror del siglo XVIII fue asimismo un caldo de cultivo en lo que a personajes de ficción inquietantes y maquiavélicos se refiere, como por ejemplo los que abundan en las historias oníricas de E.T.A Hoffman, con su famoso doppelgänger o doble fantasmal. En Hoffman, el mal viene recargado por el componente de lo sobrenatural, entroncando de paso con el relato fantástico, que a su vez daría origen a la novela gótica. Es precisamente con la novela gótica, y posteriormente con la novela policiaca, cuando el arquetipo del archivillano adquiere entidad propia, en figuras como el profesor Moriarty, el eterno antagonista de Sherlock Holmes ideado por Conan Doyle y que encarna al avieso maquinador de diabólicos ardides, antecesor de todos los villanos dotados de una inteligencia excepcional que avendrían más tarde de la mano de Ian Fleming y los creativos de Hollywood.
La novela negra, por su parte, daría cabida a otro tipo de villanos ya no tan espectaculares y sofisticados, pero de igual o mayor calado en una sociedad aterida tras las grandes guerras y desengañada del ensueño de las utopías. Nos referimos al villano/héroe de la novela negra por antonomasia: el criminal, el gángster, el crápula carente de escrúpulos y de moral ambigua que sería glorificado para siempre en las obras imperecederas del film noir, y que tuvo a sus máximos lugartenientes en los personajes de Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Cornel Woolrich y un puñado de guionistas y directores de Hollywood, cuyos personajes traen a colación “la imagen de una sociedad en descomposición sustentada en el miedo colectivo”.


Y de ese “miedo colectivo” nacería otro de los géneros insignes del siglo XX: el thriller, el cual lleva en sus genes la doble hélice del protagonista enfrentado a su antagonista, el eterno conflicto o chiaroscuro de la racionalidad confrontada al sinsentido, en este caso simbolizada por la mente distorsionada y perniciosa de un sociópata. En cuanto a tal, el sociópata es una válvula de escape, un punto de rotura en el que se condensan la brutalidad y la despiadada organización interna de nuestra sociedad. El protagonista absoluto del thriller, el psicópata social, viene a ser un ariete que dinamita la organización clásica de la novela policiaca, un chorro visceral e incoherente contra toda lógica o razón filantrópica. Con el thriller, y con el psicópata, acaban por desmoronarse para siempre las entelequias racionales del mundo, cobran protagonismo las formas más crueles e impensables, por cuanto que inexplicables, de hacer el mal al prójimo, dando lugar a la psicosis generalizada, a escenarios de inestabilidad sin parangón que reverberan en toda una nueva clase de trastornos sociológicos, en la proliferación de consultas de psicólogos, enfermedades del espíritu, ansiedades y fobias nunca antes conocidas, y el vacío echa raíces en nuestras vidas a tal punto que incluso algún escritor célebre llega a abanderarlo como buque insignia del pensamiento existencial.

La cultura de masas no es ajena a “las apologías estéticas del carácter destructivo”, y el hombre sigue sintiéndose atraído por el imparable batir del corazón que late despavorido, por la misteriosa materia negra que intuimos habita no sólo en los callejones oscuros, sino en lo más recóndito de nuestra alma. Desde las figuraciones monstruosas de El Bosco, el tenebrismo de Grünewald y Caravaggio, el oscurantismo de Goya o el delirio sublunar de Füssli, el hombre ha buscado representar, experimentar e incluso emular aquello que más teme, tal vez para exorcizarlo de sí mismo, o para efectuar el gesto vacilante y oblicuo que terminará acercando su espíritu al corazón del abismo.