martes, 26 de abril de 2016

The War Game - El apocalipsis televisado y el final de la tragedia



Artículo publicado en el nº XXIX de la revista Excodra (Marzo, 2016), dedicado a "la guerra".

Dentro del pasado ciclo de la Filmoteca de Catalunya, celebrado en noviembre de 2015, “Pensar el fin: cine apocalíptico y filosofía”, se proyectó el film de Peter Watkins, The war game (“El juego de la guerra”, 1965). Concebida como un “falso documental” para su emisión en la BBC, The war game narraba las vicisitudes de un hipotético ataque nuclear sobre Inglaterra, y debido a la crudeza de sus imágenes fue en un principio censurada y prohibida al público, a pesar de lo cual obtuvo un Premio de la Academia al Mejor Documental en 1966 y pudo relanzarse para su proyección. Cabe apuntar que la película se realiza en plena época de tensión nuclear, con la experiencia de la crisis de los misiles de Cuba todavía muy reciente, y la consecuente paranoia general en torno a la amenaza de un cataclismo en el seno de las principales potencias mundiales. Con una meritoria recreación de los daños, los heridos y damnificados entre la población civil de la ciudad histórica de Rochester, en el condado de Kent, la cinta de Watkins tenía la virtud de traer a primer plano los horrores inenarrables de la guerra, esos mismos horrores a los que hoy penosamente nos hemos acostumbrado; pero no nos hemos acostumbrado tanto al horror como tal, sino al horror en imágenes --no tanto la guerra como tal, sino la guerra como concierto de imágenes mediáticas: ése será el único patrón de veracidad en lo sucesivo, desde la aparición de los mass media y la tele-realidad, y en adelante en estas líneas. 

Pocos años después, el cineasta checo-alemán Harun Farocki iba a retomar los entresijos de la guerra para su película crítica sobre la industria del napalm y Vietnam, en Fuego inextinguible (1969), pero también en videoinstalaciones posteriores como Eye/Machine (2000-2002) y Serious Games (2010). Fuego inextinguible, aunque no fue reconocida con ningún Oscar de la academia, iba mucho más allá en la crítica del discurso televisivo y el lenguaje documental de su época. Un discurso y un lenguaje que todavía hoy se nos presenta en toda su problemática cotidiana, en la recepción de imágenes que informan el desastre cotidiano como una mercancía susceptible de ser consumida, digerida o fagocitada en su totalidad por los televidentes. Suerte de enajenación escópica que vertería los residuos de una realidad y de un desastre irrepresentables en los mecanismos de la tele-iconicidad y el culto de la imagen. 

En 1996, Jill Godmilow se atrevió con un extraño remake (“copiado” plano por plano) de la obra de Farocki, titulado What Farocki taught, y es interesante escuchar las reflexiones de la cineasta norteamericana hacia el final de la película: “We don't have a word for this kind of video(“No tenemos una palabra para este tipo de vídeo”). En esta observación se evidencia para mí una cuestión de importancia capital, aunque no siempre puesta de manifiesto en el ámbito del análisis mediático, y es que: es igualmente importante (o más) aquello que no se muestra en la imagen; que el quid del asunto se encuentra en otra parte; que no estamos tratando solamente con imágenes… Así, lo que la película de Farocki y el remake de Godmilow escondían es aquello mismo que The war game pretendía mostrar con todo su dramatismo: el delirio de la guerra, el dolor, el sufrimiento sin límites…


Ahora bien: ¿cómo casa esta vindicación de lo que no vemos de Farocki y Godmilow con nuestra moderna condición de espectadores bulímicos? ¿No es precisamente una suerte de pan-mostración, descarnada e indiscriminada, lo que en las últimas décadas parece haberse convertido en moneda corriente en nuestro mundo hiper-mediático? ¿No son precisamente las imágenes que muestran-y-dicen-todo, como la tristemente célebre fotografía del niño muerto real yaciendo en una playa, las que tienen el poder de movilizarnos y “concienciarnos” de los dramas del mundo? Es posible que sí, pero esto pasa por un elevado precio a pagar, que es el precio de la muerte de la representación (no en un sentido limitativo de “representación pictórica”, sino en el más amplio de Vorstellung).[1]

En su lugar, tenemos una suerte de presentación omnisciente, o totalidad omnicomprensiva, suerte de crisol aléphico en donde se mostraría la realidad del mundo en su totalidad de efectos inmediatos, pero no hay allí ninguna lógica de la presencia como tal; no hay allí ninguna dialéctica de la diferencia, del cuerpo o de la perspectiva geométrica. Todo es un experienciar adulterado por la autogénesis de lo virtual y la auto-referencia tautológica. Una inter-periencia que no se fecunda en ninguna relación o delación con lo representado, que ya ni siquiera subsiste gracias a una referencia con lo representado, sino en tanto a su propia mismidad indiferenciada (su "desemejanza interiorizada", en expresión de Deleuze).

Desemejanza, pues, que no se limita a tomar por referente un motivo trascendental (el mundo, la Historia, lo real...), sino a producir y verificar su propia inhibición autorrecursiva, en la metaficción pura de un discurso sistémico que sólo habla de sí mismo.

Pues lo que allí verdaderamente ocurre, en las imágenes de la realidad mediática total e inmediata, es la producción de una serie de miradas (miradas-producto) que se concitan al unísono en lo decible y lo visible, y que no darían crédito siquiera a lo escondido y lo irrepresentado (lo que no se dice en los medios informativos), pues todo allí es dicho y presentado.

La presentación de aquellas imágenes o mensajes irrepresentables, pues, como la del niño Aylan muerto en la playa, es la manera que el propio sistema panosférico-aléphico global tiene de descongestionarse, de producir una falla por la que todo el sistema de signos reconocibles accede a su verdadera desmesura, su verdadera irracionalidad y su anti-idea. Se destituye así la noción de un espacio crítico capaz de tomar conciencia de lo que hay allí todavía no representadono dicho (a saber: las verdaderas causas de la catástrofe), y ya nadie podrá buscar, cuando todos seamos satisfechos observadores de esa pan-realidad “totalosférica”, los elementos que faltan, ni las claves silenciosas, ni los mecanismos ocultos. Es precisamente nuestra conciencia soberana, la que se deriva de la concepción escéptica y realista del mundo (“el mundo es así o asá, pero es tal como yo lo veo”), la que nos descontextualiza de nuestra auténtica dimensión crítica, en la burda anulación del fenómeno en favor de la (supuesta) realidad

“No tenemos una palabra para este tipo de vídeo”, dice Godmilow de la obra de Farocki, en la secreta sospecha de que eso es precisamente lo que ocurre con la realidad: que no tenemos una palabra para ella (o la tenemos, pero siempre es una palabra hueca). Y asimismo, cuando sometemos lo fáctico y lo fenoménico a la espectralidad radical de la hiper-mirada; lo que es esencialmente incomprensible y monstruoso a la inteligibilidad de una simple mirada descriptora del mundo.


En la película de Watkins, en definitiva, se echaba a faltar cierta mirada crítica sobre el propio aparato filmante, sobre el propio lenguaje operativo y por extensión sobre la realidad así contada. Las investigaciones de Farocki en torno a las “imágenes operativas” y las phantom shots de los misiles-cámara en la Guerra del Golfo, o sus acercamientos al sistema lúdico ideado para el entrenamiento de las tropas norteamericanas en Serious games –en el que la conducción de un tanque o de un vehículo armado puede ser concebida como la acción de un (video)juego--, sin olvidar las alusiones en torno al símbolo en Fuego inextinguible (“Un cigarrillo arde a 200 grados, el napalm arde a 1.700 grados”), o al propio sistema lúdico en piezas como Palabras y juegos (1998) y Juego profundo (2007), acometen el cuestionamiento del lenguaje tele-mediático por el camino inverso al de las representaciones realistas: en ellos no se intenta una recreación teatral, ni una puesta en escena de nada, sino que es esa misma supuesta representación del lenguaje telemático la que es suplantada por una suerte de denegación de lo representable mismo.

La tragedia, el drama infernal de la guerra de Siria y los mal llamados refugiados son percibidos, ahora sí, y de una vez por todas, como la presentación ilusoria de algo que ya no ocurre tras las barreras de lo simbólico y lo imaginable, sino que es ella misma, tras la desintegración irreductible de esas fuerzas que componían la jerarquía de la escena y lo real, la que se ha trasplantado al espacio privado del espectador: el sujeto es en sí mismo su propio creador de espectáculo, y como tal un eficiente productor de anti-producción. Es ella misma (la guerra) un ente baladí y post-real, una realidad sin real, pura hegemonía de lo virtual en la que el mero acontecimiento ya no es susceptible de ser aprehendido fuera de lo lúdico --como en el caso de los militares de Serious games, concentrados en sus pantallas de realidad virtual, que sólo muy lejanamente y de forma accidental, ciertamente de forma post-real, pueden identificarse con el origen de la tragedia material.


La tragedia es así trascendida y superada, en tanto que ya no hay un real mismo al que ahora representar. Muerta la representación, muerto lo real, muerta la tragedia. Y eso, a su vez, constituye la mayor y más desastrosa de las tragedias: no tanto la desaparición de los signos, pero sí la modificación de nuestra manera de relacionarnos con los signos. El desastre, presentado en ausencia de su dialéctica, presentado en el relato unívoco de un story-telling de magnitudes globales, no puede sino desprenderse de su propia carga, del peso que todavía lo sujetaba a su referente ontológico, a su suelo trágico, para acceder a una orbitalidad de gestos vacíos y poses. Gestos sin representación, poses sin cuerpo ni sustancia. Pura cadencia de una nueva música del final de los tiempos, para la que no parecen haber suficientes apocalipsis.      



[1] Según la traducción mas aceptada, el Vorstellung, tal como lo entiende Hegel en la Fenomenología del espíritu, se correspondería con “pensamiento mediante imágenes”; pero también como Das vorstellende Denken (“el pensar representador”, o “pensamiento como representación”). 


martes, 19 de abril de 2016

Recuerdos de Berlín



Una de las pinturas que más me impresionaron del Hamburger Bahnhof (uno de los tantos museos de arte contemporáneo que hay en Berlín) fue la Lucha de osos y lobos de Hans Grundig. Realizado en 1938, el cuadro es tenido por una obra profética, anticipándose a la guerra mundial que por aquellos años comenzaba a prepararse. Grundig fue perseguido por su afiliación al partido comunista, sus obras figuraron en la feria del "Entartete Kunst" ("arte degenerado") de los nazis, y de 1940 a 1944 pasó recluido en un campo de concentración. 

Datos biográficos aparte, la tela me dejó fascinado. En la línea de la pintura expresionista alemana más intensa, la obra presenta una mirada entre irónica y siniestra, y, desde mi particular punto de vista, contiene un secreto humorismo (muy propio de la pintura de la época de entreguerras, por otra parte) que se hace aún más incisivo en el contraste con lo salvaje de la escena. No hay en ella un ápice de heroísmo, ni de romanticismo, ni mirada benevolente sobre las fuerzas oscuras de la naturaleza. Hay que ver ese manto de lomos de lobos, verduzcos, mortecinos, delirantes, hacinándose en torno a los dos osos a su vez enloquecidos en el centro de la reyerta. El cuadro es una explosión de fuerzas aniquiladoras. Pocas veces la bestialidad y el conflicto han sido pintados con mayor ironía y sagacidad como en esta pequeña fábula satírica.  


PD: Para mi sorpresa, el cuadro no abunda en Google imágenes; la única pic que he encontrado es esta de aquí arriba, con el logo de una web de viajes, recortado y con los tonos totalmente alterados. Una pena para quienes piensan que todo se encuentra en Google, pero un privilegio para los visitantes del museo. 

Bajo estas líneas: el cuadro de Grundig, a la derecha, junto al Flanders de Otto Dix, en la sala dedicada al Entartete Kunst del Hamburger Bahnhof.