martes, 24 de noviembre de 2015

"The war game" y el apocalipsis televisado (o la importancia de lo irrepresentado)


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Vuelvo de ver The war game (Peter Watkins, 1965), dentro del ciclo de la Filmoteca "Pensar el fin: cine apocalíptico y filosofía", y me reitero en las palabras del buen Farocki (ver entrada del 2 de noviembre).

Farocki realizó su documental de ficción, Fuego inextinguible, unos años después de The war game, y, aunque no fue reconocido con ningún Oscar de la academia, iba mucho más allá en la crítica del discurso televisivo y el lenguaje documental de su época. Un discurso y un lenguaje que todavía hoy se nos presenta en toda su problemática cotidiana. Jill Godmilow, en 1996, se atrevió con un "remake" de la obra de FarockiWhat Farocki taught, y es interesante escuchar las reflexiones de la cineasta norteamericana hacia el final de la película ("We don't have a word for this kind of video"), así como la recreación plano por plano de Fuego inextinguible. Toda una experiencia de re-cover, o de repetición de lo distinto, que hará las delicias de cualquier gramatólogo derridiano. Lo que el vídeo de Farocki y Godmilow esconde es aquello mismo que The war game pretende mostrar con todo su impacto y dramatismo. 

Ahora bien: ¿cómo casa esto con nuestra moderna condición de espectadores bulímicos? ¿No es precisamente esa pan-mostración, descarnada e indiscriminada, lo que en las últimas décadas parece haberse convertido en moneda corriente en nuestro mundo hiper-mediático? ¿No son precisamente las imágenes que muestran-y-dicen-todo, como la tristemente célebre fotografía del niño muerto real yaciendo en una playa, las que tienen el poder de movilizarnos y "concienciarnos" de los dramas del mundo? Es posible que sí, pero esto pasa por un elevado precio a pagar, que es el precio de la muerte de la representación (no en un sentido limitativo de "representación pictórica", sino en el más amplio de Vorstellung).

En su lugar, tenemos una suerte de presentación omnisciente, o totalidad omnicomprensiva, suerte de crisol aléphico en donde se muestra la realidad del mundo en su totalidad de efectos inmediatos, pero no hay allí ninguna lógica de la presencia como tal; no hay allí ninguna dialéctica de la diferencia, del cuerpo o de la perspectiva geométrica. Todo es un experienciar adulterado por la autogénesis de lo virtual y la auto-referencia tautológica. Una inter-periencia que no se fecunda en ninguna relación o delación con lo representado, que ya ni siquiera subsiste gracias a una referencia con lo representado, sino en tanto a su propia mismidad indiferenciada (su "desemejanza interiorizada", en palabras de Deleuze).

Desemejanza, pues, que no se limita a tomar por referente un motivo trascendental (el mundo, la Historia, lo real...), sino a producir y verificar su propia inhibición autorrecursiva, en la metaficción pura de un discurso sistémico que sólo habla de sí.

Pues lo que allí verdaderamente ocurre, en las imágenes de la realidad mediática total e inmediata, es la producción de una serie de miradas (miradas-producto) que se concitan al unísono en lo decible y lo visible, y que no darían crédito siquiera a lo escondido y lo irrepresentado (lo que no se dice en los medios informativos), pues todo allí es dicho y presentado.

La presentación de aquellas imágenes o mensajes irrepresentables, pues, como la del niño Aylan muerto en la playa, es la manera que el propio aleph del sistema panosférico global tiene de descongestionarse, de producir una falla por la que todo el sistema de signos reconocibles accede a su verdadera desmesura, su verdadera irracionalidad y su anti-idea. Se destituye así la noción de un espacio crítico capaz de tomar conciencia de lo que hay allí todavía no representado, no dicho (a saber: las verdaderas causas de la catástrofe), y ya nadie podrá buscar, cuando todos seamos satisfechos observadores de esa pan-realidad “totalosférica”, los elementos que faltan, ni las claves silenciosas, ni los mecanismos ocultos. Es precisamente nuestra conciencia soberana, la que se deriva de la concepción escéptica y realista del mundo (“el mundo es así o asá, pero es tal como yo lo veo”), la que nos descontextualiza de nuestra auténtica dimensión crítica, en la burda anulación del fenómeno en favor de la (supuesta) realidad

"We don't have a word for this video" ("No tenemos una palabra para este tipo de vídeo"), dice Godmilow de la obra de Farocki, en la sospecha de que eso es precisamente lo que ocurre con la realidad: que no tenemos una palabra para ella (o la tenemos, pero siempre es una palabra hueca). Y asimismo, cuando sometemos lo fáctico y lo fenoménico a la espectralidad radical de la hiper-mirada; lo que es esencialmente incomprensible y monstruoso a la inteligibilidad de una simple mirada descriptora del mundo.

En la película de Watkins, en definitiva, se echa en falta cierta mirada crítica sobre el propio aparato filmante, sobre el propio lenguaje operativo y por extensión sobre la realidad así contada. Pero ésa, desde luego, hubiera sido otra historia. 
         

*Vídeo: What Farocki taught, de Jill Godmilow (1996)    

Documentos relacionados: 

Jill Godmilow, "What's wrong with the liberal documentary?"
http://www3.nd.edu/~jgodmilo/liberal.html

Jill Godmilow, "Kill the documentary as we know it"
http://artsites.ucsc.edu/faculty/Gustafson/FILM%20170B.S10/GODMILOW_kill_the_docume_2D.pdf
  

viernes, 20 de noviembre de 2015

Miradas, dispositivos y conciertos. Lo que pensé con Gwyn Ashton.



Anoche, mientras veía a Gwyn Ashton en el Rocksound, entre tema y tema, iba sacando tiempo para mirar por encima de mi hombro y me percaté de una curiosa (o no tan curiosa) circunstancia: durante todo el concierto, y entre una audiencia que no superaría las cincuenta o sesenta personas, había más gente en el público grabando o sacando fotos que simplemente mirando. A lo mejor es que estoy fuera de circuito, y la verdad es que hacía bastante tiempo que no iba a un concierto. Pero se acabó contemplar la música en directo, pensé. Ahora si no tienes interpuesto un objetivo o una pantalla entre tu ojo y lo que pasa en el escenario, es como si no estuvieras allí, ¿verdad? Yo echaba ojeadas de vez en cuando y veía que éramos unos pocos los que asistíamos sin necesidad de aparatos. Había algo de efigies antediluvianas, de fósiles arqueológicos, de rituales de una época olvidada, en la pose de esos pocos que asomábamos la cabeza sin mediación de dispositivos. No es nada nuevo: Vilém Flusser ya señalaba a mediados de los ochenta la preeminencia del acto de grabar sobre el acto de experimentar. Y Comolli dice que todas esas imágenes no se hacen para ser miradas. ("Si todos graban, ¿quién mirará las imágenes?", algo así viene a decir. El mundo se convierte así en una gigantesca cámara-filmante-ciega, valga la paradoja, pero dejemos eso por ahora.) El hecho es que en un momento del concierto Ashton sacó una lap steel slide guitar y yo me quedé embobado, mirando aquello como si fuera un artefacto sobrenatural. Los que miraban con sus objetivos o con sus móviles veían lo mismo, pero con el añadido del encuadre y el foco, el ángulo y la duración del corte, etc. Se diría que el sonido de aquella lap steel podía deconstruirse en un código cubista generado desde arreglos ópticos, prótesis incestuosas de materia orgánica y dispositivos digitales. Lo importante aquí es el medio, el sistema operativo situado "en" y "entre" la representación y lo representado. El tiempo de la imagen del mundo definitivamente ha acabado, y me acuerdo de aquella pieza de Gil J. Wolman: The time of poets is finished, today I'm sleeping”. Así que en realidad ya no queda nada de esa noción "incestuosa" de la desnaturalidad tecnológica. El fusionamiento maquínico de Cronenberg era el resultado de un “choque”, de un proceso de asimilación en el que los viejos paradigmas cedían con tortuosa complacencia a las erotizaciones de lo tecnológico. Hoy por hoy, sin embargo, ya no hay atisbo de “forzamiento”, ni de violencia; el maridaje es total y perfecto, los natos digitales (nacidos en la era digital) ya no perciben esa tensión dramática que se encontraba en el fetichismo maquínico. The time of poets… La experiencia de la no-experiencia, decía. La inter-periencia. El acontecimiento por fin liberado necesariamente de la representación y el concepto. El acontecimiento puro, el no-acontecimiento, aquel que no acontece en la representación, sino en la mismidad de su propia identidad indivisa, etc. Yo pensaba en los pioneros del Delta blues y en sus conocidos cánticos en torno a la religiosidad y la vida errante. Lejos de apagarse, ese mundo se metaboliza en una nueva cosa. La función del nuevo paradigma no es tanto cortar con el pasado, ni borrarlo, ni transformar el mundo en algo distinto, sino absorber lo ya existente, reproducirlo, invadirlo, sintetizarlo. Todo ello se ramifica en un mecanismo tentacular adiposo, reflectante, fecundante. La cultura del injerto plantífero, del grano transgénico, consiste en emular a su predecesor; como la acción del murciélago chupóptero, la elaborada técnica del Sistema (ver entrada más abajo) consiste en alimentarse de su presa sólo hasta el punto preciso en el que ésta piensa que no está sirviendo de alimento. El fusionamiento de los moluscos a la roca, o de los parásitos a su huésped, es un mecanismo parecido, con la salvedad de que el parásito no termina con su huésped. El sonido de aquella guitarra era algo increíble. Se traducía en mis oídos con una verdad irrefutable. Y esto es así porque la música es el único arte en el que el acontecimiento es también liberado de la representación y el concepto. Tal vez por eso casan tan bien los conciertos con las miradas-objeto de los dispositivos tecnológicos. Puede encontrarse allí un perfecto maridaje entre realidades puras, esto es: desprovistas de referente dialéctico. La música no necesita mantener esa dialéctica con nada, ésa es la clave de su fuerza; y el espectro unidimensional de la mirada-producto, la mirada que con Comolli no cumple ni tan siquiera la función de representar, de guardar o de registrar, sino del solo mirar, nos coloca de sopetón en un absoluto irrepresentado/irrepresentable. Se acabó representar. Pero se acabó también el secreto poder iconoclasta (y hasta ahora exclusivo) de la música. 

jueves, 19 de noviembre de 2015

¿De qué hablamos cuando hablamos del Sistema?



A día de hoy, parece bastante seguro que hablar del "Sistema" equivale a hablar de una instancia imprecisa, de un ideal abstracto en el que caben las cientos de miles de pluralidades de la ergonomía social y económica. Hablando con la gente, todavía parece que es una palabra que se pronuncia con ironía, con la conciencia sobria de alguien que cree haber dejado atrás un concepto manido y anticuado, con la mirada desengañada de quien posee un conocimiento realista de las cosas, cuando no es tomada como un signo de conspiranoia. Y no les falta razón, a quienes dictaminan que el Sistema es una entelequia, sólo que esto es así por motivos distintos de los que damos por realistas.

Hay una falta de confianza (natural, escéptica, laicodemocrática) hacia aquello que consideramos que no pertenece al espacio de lo tangible (se podría añadir, de lo visible), y es precisamente esta distinción, tan prolija y cabal, entre lo designable como “cosa” y lo indesignable como tal, la que prescribe el juicio ontológico. El Sistema debe ser necesariamente una entelequia, pero no porque en su lugar haya un espacio reservado para “algo” concreto. Muy al contrario, ese “algo” concreto participa de una cualidad inconcreta, a saber: la pertenencia a un conjunto de cosas indeterminado; el conjunto de todos los entes en el orbe de lo posible concreto, sin una causa ni una finalidad específica. Ese conjunto de lo posible concreto (el mundo como la totalidad de los hechos) es pues una physis indeterminada, polimórfica, sin centro, sin anatomía, sin todo (“el todo es lo Abierto”, diría Deleuze), ni suma de las partes. No existe Forma (eidós) capaz de pensar esa suma irracional, el Sistema, y tampoco morfología (morphé) en donde ésta se verifique como realidad concreta. 

Como en la criatura viscosa y amorfa de The Blob (Irvin Yeaworth, 1958), el protoplasma trascendental del Sistema no tiene localidad, no tiene sujeto, no tiene siquiera un contexto especificable. (“El terror no tiene forma”, rezaba el subtítulo del remake de 1988.) Pero ocurre que pensamos erróneamente el Sistema en términos objetuales, ontológicos (lo que es y lo que no es), términos que nada saben de esa ambigüedad caracterológica. El Sistema (lo amorfo, lo inefable, lo indecidible en términos ontológicos) es allí analizado, categorizado, delineado, y finalmente descartado por objeto imposible. Siempre hay un momento de exceso en el que el Sistema deviene pesadilla, deviene mutación o proliferación metastásica, escapando con ello a la retención ontológica de lo que es concreto o inconcreto. El Sistema ni siquiera tiene algo que ver con el orden de lo secuenciable, lo delineable, lo positivamente pensable, o lo posible. El orden de lo pensable y lo posible, si me apuran, es el verdadero lugar fantasmal y abstracto, y analizarlo desde nuestro común espacio antropológico, nuestro espacio realista de lo concreto y empírico, no resuelve nada. El Sistema no sería así distinto de lo que Lacan denominaba lo Real, o Spinoza la substancia: un no-dios, un anti-concepto, una idea suicida que se autorrevoca, en el doble proceso que va de su unicidad a su indeterminación mundana. 

Así, lo Real (el Sistema) se apoyaría en su misma falta de centro, en su misma negatividad, para excretar la efectiva existencia de la presencia positiva. Aquí es donde aparece una modificación de tintes hegelianos del esquema spinozista: todo lo que es sensible, positivo, materializable o aparente, participa de lo ininteligible o lo indeterminado. Así todas las imágenes de híbridos mitológicos, o el pathos de lo siniestro, son especulaciones de esa totalidad abierta o realidad monstruosa (la monstruosidad de lo Real) que se resuelve como pulsión erótica, como mutación mitocondrial y como genética promiscua (y la misma “transformación” del mundo, en Marx, era vinculada con el “terror”). Parafraseando a Derrida y su taxonomía del espectro, podríamos decir que el Sistema es siempre --y ahí está esa reciente moda por el engendro lovecraftiano, el horripilante Cthulhu, como intuición certera del exceso y lo ilegible que son inherentes a toda idea de Sistema--. En el árbol genealógico de las monstruosidades, sin duda no faltaría el ancestral Tifón, la Esfinge o la Quimera, pero no menos el intolerable Sistema, el cual es ubicuo e irrepresentable. Con su comportamiento predatorio, salvaje, desordenado, excesivo, el Sistema es la verdadera Cosa inespecularizable (“Indescribable!… Indestructible!… Nothing can stop it!”); situada más allá de las seguridades lógicas, más allá de las instancias dialécticas, la suya es una idea única indestructible que fagocita todo lo vivo (lo inteligible, lo positivo) sumiéndolo en la oscuridad y la podredumbre. “El terror no tiene forma”… Hay una gran verdad escondida en ese eslogan publicitario de la TriStar Pictures, y que podría resumirse en un mantra muy lacaniano: lo Real no tiene forma


 "¿De qué hablamos cuando hablamos del Sistema?" resulta así una pregunta engañosa, pues el mero acto de mencionarlo (al Sistema) ya consiste en el proceso inverso de desaprenderlo, de negarle a la Cosa-Sistema su ilegibilidad y su intrascendencia. No puede negarse lo que ni siquiera puede pensarse, y en consecuencia no hacemos sino hablar de lo mismo, "hablar de naderías", cuando creemos que hablamos en términos positivos. Afirmar el estado positivo de las cosas, ¿no es darle a la Bestia su carnaza, el sacrificio sagrado de la Palabra?; pero la cosa de John Carpenter no se "nadifica", no se crea ni se destruye, no se niega ni se afirma, tan sólo se hace irreconocible en su devenir desontológico. A su modo, se oculta. El Sistema es entonces una categoría trascendental, pero que, por la acción biunívoca del ocultamiento/desocultamiento, vomita su propia eyección monstruosa, su anti-paradoja, su Identidad pura. Un replegarse aporístico que se manifiesta en la materia desechable en forma de residuos, como masa fecal u orgánica, desperdicios escatológicos, tecnológicos y biomecánicos, invirtiendo el papel tradicional de la materia: lo artificial, lo residual y lo muerto ya no se contemplan, con este proceso, como antagonistas de lo inteligible, sino como su raíz y más esencial sustento. El Sistema devuelve así lo vivo a su cosidad, a su estado pre-simbólico y pre-natural, su estado de muerte fundamental. 

domingo, 15 de noviembre de 2015

Anti-Éxtasis, de Federico Fernández Giordano


Sinopsis de Anti-Éxtasis - Autorreferentes y apocalípticos
Género: Ensayo / Filosofía
Publica: Editorial Excodra
Fecha de lanzamiento: Diciembre, 2015 
Foto de portada: Raquel Calvo
Blog del libro: http://anti-extasis.blogspot.com.es/

Según una conocida tesis, vivimos en la sociedad del éxtasis. El éxtasis del consumo, el éxtasis de las máquinas, el éxtasis de la información, el éxtasis de la actividad… Pero, sobre todo, el éxtasis de las imágenes. Mediante una poliédrica aproximación al fenómeno de la mirada, el presente ensayo elucida la cultura de la imagen en torno al sujeto autorreferente, la psicología de la visión y el espectro mediático.  

El “ek-stase”, que en la tradición neoplatónica definía al sujeto que vive “fuera de sí”, habría revertido en una inquietante lasitud de pensamiento y en una fascinación por el Sistema que, a la manera de un Gran Espectro, fagocita y redefine nuestra manera de ver el mundo. El Sistema-Espectro, como generador de miradas-producto, se constituye en “motor inmóvil”, supremo hacedor omnisciente, moderno ideal numinoso en el que se aglutinan las condiciones materiales de existencia. 

Anti-Éxtasis propone una doble ontología del espectro (espectro analítico / espectro dialéctico) para acometer una crítica política del signo en la que se entremezclan la historia del arte, la cultura de masas, el cine y la literatura, planteando por el camino una relectura trágica sobre las potestades del deseo, el ser y la nada. La existencia espectral es esta especie de éxtasis, en la que Baudrillard consignaba su tesis de la comunicación (“Ya no estamos en el drama de la alienación, sino en el éxtasis de la comunicación”), pero que a la postre de desvela desprovista incluso de ese éxtasis de lo infinito, desprovista de su paradoja y de su mitología abisal. La finitud del deseo, la necesidad del azar, el discurso del silencio, entre otros elementos descongestionantes, se revelan agentes propiciatorios de una nueva mirada que ya no busque la mera auto-gratificación del sujeto, sino el verdadero fondo anti-abismático en el que, contra todo pronóstico, tiene lugar el “salir y sostenerse del ente”.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Fuego inextinguible




Harun Farocki en "Fuego inextinguible” (Nicht löschbares Feuer, 1969):

“Si les mostramos fotos de daños causados por el napalm cerrarán los ojos. Primero cerrarán los ojos a las fotos; luego cerrarán los ojos a la memoria; luego cerrarán los ojos a los hechos; luego cerrarán los ojos a las relaciones que hay entre los hechos. Si les mostramos una persona con quemaduras de napalm, heriremos sus sentimientos. Si herimos sus sentimientos, se sentirán como si hubiéramos probado el napalm sobre ustedes, a su costa. Sólo podemos darles una débil demostración de cómo funciona el napalm.”

[Después de esto Farocki baja la mirada, coge un cigarrillo encendido que hay fuera de cuadro y lo apaga sobre su antebrazo. Una voz en off pronuncia la famosa frase: "Un cigarrillo arde a 400 grados. El napalm arde a 3.000 grados"]

“Si los espectadores no quieren tener responsabilidad alguna frente a los efectos del napalm –dice la voz en off-, ¿qué responsabilidad podrían asumir respecto a las explicaciones sobre su uso?”

[Cámbiese “napalm” por “genocidio”, “invasión militar”, “expolio”, "saqueo financiero", o lo que se prefiera, y el sentido es el mismo]

“¿Así que no quieren asumir ninguna responsabilidad? -escribe Didi-Huberman en Cómo abrir los ojos-. Entonces también es un problema de saber/conocimiento (knowledge; connaissance), de ignorancia/desconocimiento (acknowledgement; méconnaissance). Pero ¿cómo impartir conocimiento en alguien que se niega a conocer? ¿Cómo abrir los ojos? ¿Cómo desarmar las defensas, las protecciones, los estereotipos, la mala voluntad, las políticas de avestruz de quien no quiere saber? Es con esta pregunta siempre en mente que Farocki considera el problema de toda su película. Es con esta pregunta en mente que su mirada vuelve a la lente de la cámara.”