martes, 14 de octubre de 2008

El libro de Nobac


Presentamos la reseña de El libro de Nobac realizada por Ramiro Sanchiz para el periódico La Diaria de Uruguay, y que apareció en el nº 657 de dicho periódico, el 10 de Octubre de 2008.


"Una de las tantas virtudes de Philip Dick es la facilidad con que se apropia(ba) de todos los clichés de la ciencia ficción clásica para luego darles la enésima vuelta de tuerca, haciendo gala de un manejo del género que revela que todos sus temas son articulables como un lenguaje desde el que se vuelve posible “decir” lo que se quiera o explorar (como es tan común en Philip Dick) la historia de la filosofía y las creencias religiosas. Muy bien, pero ¿a qué viene esto? A que una primera impresión de lectura de El libro de Nobac, la segunda novela del escritor uruguayo residente en Barcelona Federico Fernández Giordano (1977), ganador de la edición 2008 del Premio Minotauro de Ciencia Ficción y Literatura Fantástica, sugiere que su autor acomete una tarea análoga a la Dickiana, pero con la mira puesta no en la CF sino en la tradición más clásica de la literatura fantástica.


Esta afirmación es, al menos en la superficie, muy fácil de justificar: saltan a la vista las referencias a Poe (el nombre del protagonista es Edgar Pym, aludiendo al nombre del autor de La caída de la casa Usher y al apellido del protagonista de Narrativa de Arthur Gordon Pym), a Borges y al Chesterton de las historias del Padre Brown. Asimismo la prosa alambicada remite a algunos grandes cultores de lo fantástico como Arthur Machen y Lord Dunsany, apuntando también a un uso deliberado –y por lo tanto capaz de construir un efecto de “artificialidad”- de las convenciones narrativas. Es posible entonces entender El libro de Nobac como un complejo, estratificado ejercicio de intertextualidad: La recepción de la tradición fantástica de la que hablábamos se construye desde la lectura de esa misma tradición por los escritores parodiados y pasticheados en la novela (empleando un sentido no riguroso de ambos términos), siendo en gran medida Nobac un libro sobre la literatura fantástica en su tradición clásica, más precisamente sobre la literatura fantástica como la leyeron Borges y Bioy, no (y esto me parece de gran importancia) como podrían entenderla los continuadores de Lovecraft y Tolkien, y en ese sentido es interesante leer un ejercicio fantástico contemporáneo que se instala en las antípodas de otros practicantes del género, por ejemplo el Stephen King de La torre oscura o el Neil Gaiman de Stardust o American gods.


En cuanto a las estrategias o convenciones narrativas, está claro que el eje de Nobac es, como en las ficciones de Pérez Reverte, tributario del folletín decimonónico con sus golpes de efecto, sus postergaciones, sus juegos con la expectativa del lector. Es por el uso de estas estrategias, en gran medida, que El libro de Nobac se vuelve una novela de ágil lectura, quizá un poco dispareja o asimétrica si comparamos la respiración de las dos mitades del libro, pero, en última instancia, satisfactoria. La trama involucra a un escritor amargado en busca de su primera obra auténtica, a un libro que narra la vida de su dueño a medida que éste va viviéndola, y a un misterioso científico-alquimista cuya revelación cabal es el punto al que tiende la novela capítulo a capítulo. Quizá uno de sus mayores aciertos es precisamente ese personaje y su conexión con el desenlace de la novela, no tan simple como aparenta, en la estela de aquel cuento de Borges, "Examen de la obra de Herbert Quain", en el que es comentado un relato policial cuya verdadera solución no es la descubierta por el detective sino, una vez pasada la última página del libro, por el lector perspicaz."

Ramiro Sanchiz


miércoles, 3 de septiembre de 2008

El corazón de las tinieblas


Artículo publicado en el especial dedicado a los Villanos de la revista El Duende de Madrid, nº 84, abril/mayo de 2008.

Tradicionalmente los súper-villanos han sido representados con aspecto siniestro, ubicados en lugares brumosos, castillos puntiagudos o enclaves de mal agüero, si bien es cierto que los villanos de carne y hueso no son tan fáciles de distinguir, pues suelen ser de trato amable, de apariencia políticamente correcta, habitan en casas de ladrillo blanco y van en limusina. Dejando esto de lado, ciertos personajes históricos como la condesa de Bathory, el príncipe Vlad Tepes o el barón Gilles de Rais podrían considerarse precursores del súper-villano moderno. Pero desde tiempos bíblicos el hombre no ha dejado de idear personajes fantásticos en los que proyectar su propia némesis. Llevado por su concepción dualista del mundo, se ha planteado así su propio reverso o polo negativo, equilibrando la balanza de la naturaleza humana. Uno de los conceptos más poderosos y efectivos de la moral judeocristiana no fue otro que el Diablo, seguramente el primer súper-villano conocido en Occidente. Del mismo modo, la historia de la literatura nos ofrece un nutrido conjunto de archivillanos o personajes sinuosos cuyos hechos y obras abrumaron durante siglos a la moral bienpensante, y que han servido para inspirar o encarnar las más bajas de las pasiones humanas. El fratricidio encuentra su adalid más famoso en el Caín bíblico; la traición tuvo a su hijo predilecto en el Yago de Shakespeare; genios de la doble moral fueron el Raskolnikof de Dostoievski (quizá el primer anti-héroe moderno), o el inefable oficial Javert de Víctor Hugo.
La novela popular de terror del siglo XVIII fue asimismo un caldo de cultivo en lo que a personajes de ficción inquietantes y maquiavélicos se refiere, como por ejemplo los que abundan en las historias oníricas de E.T.A Hoffman, con su famoso doppelgänger o doble fantasmal. En Hoffman, el mal viene recargado por el componente de lo sobrenatural, entroncando de paso con el relato fantástico, que a su vez daría origen a la novela gótica. Es precisamente con la novela gótica, y posteriormente con la novela policiaca, cuando el arquetipo del archivillano adquiere entidad propia, en figuras como el profesor Moriarty, el eterno antagonista de Sherlock Holmes ideado por Conan Doyle y que encarna al avieso maquinador de diabólicos ardides, antecesor de todos los villanos dotados de una inteligencia excepcional que avendrían más tarde de la mano de Ian Fleming y los creativos de Hollywood.
La novela negra, por su parte, daría cabida a otro tipo de villanos ya no tan espectaculares y sofisticados, pero de igual o mayor calado en una sociedad aterida tras las grandes guerras y desengañada del ensueño de las utopías. Nos referimos al villano/héroe de la novela negra por antonomasia: el criminal, el gángster, el crápula carente de escrúpulos y de moral ambigua que sería glorificado para siempre en las obras imperecederas del film noir, y que tuvo a sus máximos lugartenientes en los personajes de Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Cornel Woolrich y un puñado de guionistas y directores de Hollywood, cuyos personajes traen a colación “la imagen de una sociedad en descomposición sustentada en el miedo colectivo”.


Y de ese “miedo colectivo” nacería otro de los géneros insignes del siglo XX: el thriller, el cual lleva en sus genes la doble hélice del protagonista enfrentado a su antagonista, el eterno conflicto o chiaroscuro de la racionalidad confrontada al sinsentido, en este caso simbolizada por la mente distorsionada y perniciosa de un sociópata. En cuanto a tal, el sociópata es una válvula de escape, un punto de rotura en el que se condensan la brutalidad y la despiadada organización interna de nuestra sociedad. El protagonista absoluto del thriller, el psicópata social, viene a ser un ariete que dinamita la organización clásica de la novela policiaca, un chorro visceral e incoherente contra toda lógica o razón filantrópica. Con el thriller, y con el psicópata, acaban por desmoronarse para siempre las entelequias racionales del mundo, cobran protagonismo las formas más crueles e impensables, por cuanto que inexplicables, de hacer el mal al prójimo, dando lugar a la psicosis generalizada, a escenarios de inestabilidad sin parangón que reverberan en toda una nueva clase de trastornos sociológicos, en la proliferación de consultas de psicólogos, enfermedades del espíritu, ansiedades y fobias nunca antes conocidas, y el vacío echa raíces en nuestras vidas a tal punto que incluso algún escritor célebre llega a abanderarlo como buque insignia del pensamiento existencial.

La cultura de masas no es ajena a “las apologías estéticas del carácter destructivo”, y el hombre sigue sintiéndose atraído por el imparable batir del corazón que late despavorido, por la misteriosa materia negra que intuimos habita no sólo en los callejones oscuros, sino en lo más recóndito de nuestra alma. Desde las figuraciones monstruosas de El Bosco, el tenebrismo de Grünewald y Caravaggio, el oscurantismo de Goya o el delirio sublunar de Füssli, el hombre ha buscado representar, experimentar e incluso emular aquello que más teme, tal vez para exorcizarlo de sí mismo, o para efectuar el gesto vacilante y oblicuo que terminará acercando su espíritu al corazón del abismo.


jueves, 17 de julio de 2008

Desorden



"--Carlo --digo--, ya está lista.

Y él se sobresalta. ¿Qué está listo? Nada está listo nunca, todo se halla en un estado de eterna inconclusión. ¿Quién está listo? Nadie está listo nunca, a todos nos pilla por sorpresa. Las cosas empiezan a superarte de joven, pero tú las ves pasar y piensas que todavía tienes tiempo de volver a echarles el guante. Y no es cierto. Haces algunos intentos y quizá llegas a verlas de nuevo allí a lo lejos, inalcanzables, y entonces te abandonas, rompes el paso resollando. A veces ocurre que las cosas toman caminos equivocados, que como Winnie the Pooh dan tres o cuatro vueltas alrededor del mismo arbusto hasta que se dan cuenta de su error. De improviso, si la fortuna ha decidido premiarte, te la encuentras de cara y la agarras. Así me he convertido yo en un arquitecto paisajista reconocido y buscado, mientras que mi hermano, a los cuarenta y tres años, renquea en la universidad sin esperanza."

Andrea Canobbio; en El natural desorden de las cosas.

miércoles, 9 de julio de 2008

El loco de Chesire






"Pero ¡ponte la camisa de fuerza de la lógica!"

Lewis Carroll; "Lo que la Tortuga dijo a

Aquiles"; en El juego de la lógica.

Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), mundialmente conocido por el seudónimo que aparece en el no menos conocido Alice in Wonderland, era el paradigma del inglés culto y refinado, con toda la solemnidad que otorga el saberse afianzado en el trono de uno de los imperios más imponentes y vastos de la historia. Niño precoz, tartamudo y religioso, Carroll dio clases como profesor de matemáticas durante cuarenta años en Oxford. Tradujo a Tertuliano e hizo carrera dentro de la Iglesia anglicana, llegando a ostentar el título de archidiácono. Más tarde, por causas no del todo claras, Carroll renunciaría al cargo de sacerdote. Semejante dechado de virtudes podría hacernos pensar que se trataba de un hombre común y cabal, pero lo cierto es que escondía un lado aún más fantasioso, si cabe, que los universos matemáticos. Alice in Wonderland, libro de cabecera de cualquier escuela de infantes, alberga una reflexión sobre la lógica que termina por convertirse en no-lógica. Casi sin proponérselo, la obra de Carroll terminaría por convertirse en una nada desdeñable crítica a la razón. Y cierto es que el tiempo acabaría dándole la razón, pues no transcurrirían muchos años para que el mundo se sumiese en una de las épocas más siniestramente delirantes de la historia. 

La lógica de Carroll se nos plantea en forma de cuento, en forma de juego, un juego aparentemente inocente, pero que se desvela corrosivo al tomar conciencia de que nuestra realidad es incapaz de funcionar coherentemente. La verdad, planteada por Carroll y posteriormente desarrollada por lógicos matemáticos de toda especie, es que la lógica representa un gran enredo sin solución, y tal vez cuando un lógico matemático llega a esta conclusión, la reacción más lógica sea la locura.



Debajo de esa imagen de solidez y sobria pulcritud victoriana, debían de latir sin duda las pulsiones propias del espíritu humano, que no son otras que el deseo, el caos, el desacuerdo y el continuo conflicto con las fuerzas en desorden que rigen el mundo. En la figura de ese hombre gris y paradigmático, el prototipo de una forma de ver el mundo consensuada por el racionalismo anglosajón, que todo lo mide en sus balanzas y que todo lo mesura con sus medidas, pesos y distancias; cuyos esquemas conciben y organizan la totalidad del cosmos, dentro de la cual se diría que nada escapa al férreo control de las leyes causales; en ese ámbito casi divino de perfección geométrica, debía de abrirse paso sin embargo la sensibilidad de un hombre atormentado por las continuas basculaciones de la psique indómita, por las pasiones desaforadas de la sangre y las motivaciones, siempre irracionales, del alma humana. Sí, el apacible y correcto ciudadano de la metrópolis romana, de la urbe colonial, de las ciudades de todos los tiempos, escondía en el cajón de su dormitorio un certificado médico con prescripción de enajenación mental.


Pocas cosas cabe destacar de la vida personal de este modesto profesor, aparte de su presunta adicción al láudano, sus pinitos como mago, su renuncia al sacerdocio y su afición por la fotografía de niñas, de la cual se conserva hoy un nutrido museo. Tal vez, decía Borges, esa niña que vemos correr desorientada y siempre al borde de la enajenación en Alice in Wonderland no sea otra cosa que una alegoría de la cultura victoriana, una cultura por ende demasiado rígida y encorsetada en sus propias convicciones, por añadidura, la cultura occidental. Tal vez ese libro “para niños” y las otras obras menos conocidas del autor (El juego de la lógica; La caza del carabón; el compendio de relatos, cartas y poemas intitulado Mathesis demente; o su exquisita versión de "Aquiles y la Tortuga") traten de mostrarnos una evidencia que, más allá de la intencionalidad que pudiera tener o no tener Carroll al escribir su obra, podría ser el centro nodal de una cuestión tan importante como imperceptible a la mente despierta: la prueba de que lo ilógico, lo irracional, es tan necesario y afín a nosotros como la propia naturaleza ordenadora, y cómo esta última termina desvelándose sesgada e imperfecta en sus más elementales convicciones. Tal vez por eso tituló la segunda parte de su obra más famosa con una frase que recuerda a aquella de san Mateo en su Carta a los corintios, manida por los filósofos escépticos y nominalistas para referirse a las limitaciones del conocimiento: “A través de espejo; en total oscuridad.”


miércoles, 18 de junio de 2008

La excomunión del beat, por Manuel Carballo


Asombrosamente, en este sofisticado e hipertecnologizado siglo XXI en el que vivimos, todavía tienen cabida ciertas actitudes más propias de la más contumaz e intransigente sociedad medieval. Evidentemente, para que estas oscurantistas prácticas llamen la atención del observador, deben darse entre personas occidentalmente civilizadas, puesto que es notorio que otras culturas todavía están disfrutando de su particular Edad Media, por lo que, cuando dichas conductas se dan en su seno, son observadas con la displicencia habitual con la que el progreso mira por encima del hombro a quien no ha sabido conquistar aún la modernidad. De entre todas estas reacciones hay una que, dado el objeto que pretende anatematizar, mueve a la perplejidad, cuando no directamente a la máxima hilaridad. Nos referimos a las voces que señalan al rock’n’roll -y todos sus derivados- como el instrumento utilizado por Satanás y su perverso espíritu para enseñorearse de las almas de los incautos jóvenes que han poblado estos últimos cincuenta años, utilizando para ello acechantes mensajes subliminales, ritmos paganos de inspiración primitiva y tribal –“no acuñados antes por un pueblo civilizado”-, y aquelarres multitudinarios –conciertos- en los que se fomenta el uso de drogas, alcohol y la promiscuidad sexual desatada.

Los heraldos de tamaña estupidez sostienen que la música rock es el centro energético de una revolución invisible, sin líder, manifiesto o ideología, que tiene como fin último lavar el cerebro a los que la escuchan, y destruir la moral y el espíritu de la sociedad a través de su eslabón más débil, sus cachorros. Leyendo en las entrañas de nuestra aldea global, estos pacatos arúspices de la era moderna, vaticinan que el triunfo de esta revolución de nefandas raíces -que sobrevendrá de forma inevitable si no recuperamos, entre otras, la práctica de rezar el rosario, ya sea de forma individual o, más recomendablemente, en familia-, nos abocará irremisiblemente al suicidio masivo, la locura criminal y a una sangrienta revolución que subvertirá todos los valores sobre los que se afianza la solidaria y educada sociedad actual, alcanzada tras denodados esfuerzos, y que nuestros inmediatos ancestros tuvieron a bien legarnos desprendidamente.


Como demostración fehaciente y paradigmática de esta disparatada teoría suelen aducirse casos como el de Richard Ramírez -aka “The Night Stalker” (“el Rondador Nocturno”-, un serial killer capturado tras asesinar a 19 personas, que explicó a las autoridades cómo durante las noches en que salía de “caza”, escuchaba indefectiblemente el tema “Night Prowler” en el radiocasete de su, es de suponer, siniestro automóvil, canción que cierra el por otro lado magnífico disco Highway to Hell del grupo australiano AC/DC. Supeditar la conducta homicida de un psicópata a los devaneos diabólicos del grupo de los hermanos Young, revela la misma y estulta lógica interna que nos podría llevar a pensar en la directa culpabilidad de Rouget de Lisle, compositor de La Marsellesa, en las sucesivas campañas napoleónicas. En este sentido, es palmario que múltiples Raskolnikov habitan y habitarán el mundo, muy a pesar de Dostoievski.

Es flagrante, también, la absoluta falta de perspectiva histórica de tales argumentos cuando son enarbolados por fanáticos católicos, al parecer ajenos a las despiadadas prácticas del Santo Oficio, que según algunas fuentes ejecutaron, por mor de la recta conducta, y sólo en España, a entre 4.000 y 30.000 supuestos herejes, sin rubor alguno, como no fuera el arrebol provocado por las ominosas hogueras en los satisfechos rostros de los inquisidores. Aunque semejantes teóricos no pueden caer en la anacronía, teniendo en cuenta el marco ideológico-dogmático en el que se circunscriben, ya que el mismísimo Papa Benedicto XVI, cuando era conocido por el nombre, harto menos enjundioso, de cardenal Ratzinger, expresó, en referencia al proceso que la Iglesia siguió contra Galileo y sus teorías heliocéntricas, que “en la época de Galileo, la Iglesia fue mucho más fiel a la razón que el propio Galileo. El proceso contra Galileo fue razonable y justo.” (sic), opinión, ésta, que sin duda proporciona subterráneo pábulo a todas estas apocalípticas paparruchas. A día de hoy, desconocemos las muertes que podrían atribuirse, sin ningún género de dudas, al rock’n’roll y sus variadas manifestaciones, pero, sin desatender a la verdad, pueden contarse por decenas de miles las imputables a las campañas geopolítico-evangelizadora-petrolíferas de los nuevos adalides del catolicismo neo-con más exacerbado y menos musical.

La esencia ultraconservadora de semejantes desatinos aflora alegremente a la superficie cuando leemos, textualmente, que “incluso para los mismos comunistas esta revolución puede ser indomable si no se toman medidas como por ejemplo las adoptadas en China, cuando se canceló la retransmisión televisiva de un concierto de Bob Geldof, que fue sustituido por un par de películas...”, una de las cuales llevaba por primoroso título Vida cultural: poemas de la montaña de Huangshang. Tácitamente, la conducta de los contraprogramadores mandarines legitimaba, mediante una sana brisa silvestre, la ingente cantidad de víctimas provocada por la Revolución Cultural, pura bagatela en comparación al profundo y devastador mal que podrían haber engendrado los rasgueos del concienciado melenudo en su aparición catódica. Y es que sólo Lucifer, o su alter-ego musical, el dios Pan pertrechado con su rockera flauta de siete tubos, tienen el poder de hacer bailar al mismo son a los impíos comunistas de ojos rasgados y a los fervientes y alertados católicos de inquebrantable fe.

Tras saber que los equipos Hi-Fi no son otra cosa que altares dedicados a Satán, y enterarnos de que la música rock es "un ciclón, una corriente de maldad en trance de barrer a las naciones y a sus habitantes", ver cómo la generación que creció al amparo del florido manto de Woodstock, esa misma generación que aprendió la suerte del contoneo incitador bajo el magisterio de Mick Jagger, y que supo del ancestral e hipnótico poder del alarido vocal y eléctrico a través de idólatras como Robert Plant y Jimmy Page, y comprobar después, que esas supuestas huestes luciferinas son ahora recatados editores progresistas, morigerados padres de familia o trasnochados líderes ecologistas, no podemos hacer otra cosa que esbozar una proba y sosegada sonrisa, asumiendo con beatitud que, de momento, el mefistofélico y rítmico master plan ha fracasado.

Para volar más alto aún: http://ar.geocities.com/catolicosalerta/rock/rock.pdf



miércoles, 30 de abril de 2008

Josep Herrera: Filósofos y presidentes


Continuando con nuestra animosa difusión de artistas y creadores de toda especie, tenemos el gusto de incluir a un nuevo adepto a las Saturnales, Josep Herrera, y una muestra de sus trabajos realizados recientemente. Las imágenes de Josep Herrera están hechas desde la sencillez y la carencia de pretensiones (el autor dice haber realizado sus imágenes mientras “practicaba” con su programa photo-shop), pero también denotan una interesante capacidad para el discurso visual, así como un claro sesgo creativo que desde Saturnalia alentamos a no desfallecer. Josep Herrera se define a sí mismo como “un improvisador de primer orden, anárquico indagador de herramientas informáticas para plasmar ideas visuales o musicales, inquieto empedernido, aprendiz de todo, filosofía, literatura, tecnología, ciencia… Lo que se diría un José Luis Moreno autista a lo underground, abierto a la verdad y dispuesto a aprender de todos (vengan de donde vengan) si tienen algo bueno que aportar”.

Por fortuna para nosotros, la creciente accesibilidad de las nuevas tecnologías pone de manifiesto un panorama en el que todo parece posible y, lo que es mejor, en el que todas las ocurrencias creativas y/o artísticas tienen cabida, verbigracia de esa ductilidad y pluralidad de medios que las nuevas tecnologías ponen al alcance de todos. En la actualidad, cualquier hijo de vecino es capaz de convertirse en un creador sin más elementos que un ordenador, un módem, una tarjeta gráfica o un programa de montaje, en un fenómeno que ha dado en una cierta “democratización” de las posibilidades técnicas y por extensión creativas. Por doquier abundan los aspirantes a compositores o músicos que, sirviéndose de un pro-tools, un teclado y poco más, son capaces de inaugurar su propio estudio de grabación "made-at-home", así como de acceder a una efectiva red virtual de distribución a través de Internet. Un ilustrador o diseñador gráfico puede hacer lo propio sin levantarse de su butaca frente al ordenador, y hasta los más corrosivos y cáusticos de los pensadores tienen la oportunidad de ver satisfechas sus ansias de expresarse, de modo que sus opiniones ya no han de caer necesariamente en el anonimato. Nadie sabe qué habría pasado si los artistas “universales” del Renacimiento hubieran tenido acceso a semejante panorama de herramientas de creación y difusión, pero es muy probable que esto mismo hubiera ejercido un cambio cualitativo de tal envergadura que el resultado no sería el mismo. Cuando los medios evolucionan o se alteran, el producto resultante se ve intrínsicamente modificado e incluso condicionado, en un proceso semejante a lo que los científicos atribuyen al Principio de Incertidumbre. En otras palabras: el proceso altera el significado, y, de la misma manera, un conjunto determinado de técnicas dará lugar a un (in)determinado conjunto de creaciones, con sus leyes, características y estilos propios, por ende diferenciadas de todas aquellas que no compartan esas mismas técnicas. Todo esto no es más que una manera de decir que el arte de todas las épocas está intrínsicamente ligado a la técnica, y que sin la una no existiría la otra. Tal vez hayan pasado los tiempos en que el arte era cosa de unos pocos privilegiados que tenían acceso a los mejores estudios y escuelas, fenómeno al que han contribuido la cultura de masas del siglo XX, la diversificación de técnicas y la denominada “cultura pop” de nuestros antecesores. De manera que, para bien o para mal, podemos ser testigos aquí y ahora de todos esos creadores potenciales o de hecho de los que, sin la difusión internáutica y la diversidad de medios antes mencionada, tal vez nunca sabríamos nada. Bienvenido, Mr. Herrera.





















Las imágenes aquí expuestas pertenecen a las series "Filósofos" y "Presidentes USA" realizadas por el autor entre 2007 y 2008.

Contacto: giuseppe166@hotmail.com

Queremos animar a otros creadores a que nos envíen sus trabajos (sean de vídeo, fotografía, diseño, pintura o cualquier otra forma de expresión) y así poder exhibirlos en Saturnalia de manera absolutamente desinteresada, pues es nuestro deseo dar lugar a toda clase de colaboraciones o experimentaciones artísticas afines a la consigna del "arte por el arte". Para enviar vuestros trabajos podéis dirigiros a saturnalia.blog@gmail.com
Atme, la redacción.

lunes, 28 de abril de 2008

The White Stripes y el blues posmoderno


Desde la aparición de sus primeros discos en 1999 y 2001, The White Stripes ha devenido una de las bandas más populares de la escena musical contemporánea. Sin embargo, en este artículo no queremos centrarnos en las cualidades que han hecho de los Stripes un fenómeno de súper-ventas internacional, o como mínimo un fenómeno destacado entre la turba de jóvenes consumidores de rock alternativo bajo todas sus formas. Tampoco vamos a ocuparnos de reseñar u opinar sobre sus postreros trabajos, ya que éstos no podrían encasillarse de forma tan clara en ese aspecto que es la mejor y más original aportación de sus obras debut, es decir, su explícito acercamiento a la música blues y la tratativa de cierta renovación dentro de un género que invariablemente se resiste al paso del tiempo y que, a día de hoy, sigue dando muestras de vitalidad. Y es que este carismático dúo de Detroit esconde tras su envoltorio, por lo demás juvenil y mercantilizado, un planteamiento musical que acaso sea más reflexivo de lo que parece, y por el que su música supone no sólo un feliz torrente de composiciones originales, sino también un giro o tendencia hacia lo que podríamos llamar una cierta posmodernidad dentro de la evolución de la música blues.

Desde el replanteamiento que supuso el punk y las corrientes denominadas post-punk (corrientes que tal vez hayan resultado positivamente más productivas que su epígono original), la música rock sufrió una importante modificación técnica: desde principios de los 70, pasando por los 80 y entrando de lleno en la década de los 90, las nuevas bandas parecen reticentes a la sofisticación técnica característica de los estandartes del rock al uso como Led Zeppelin, King Crimson, Jethro Tull, etc, en lo que ha sido una progresiva inversión o distanciamiento del virtuosismo y las posibilidades técnicas de individualidades prodigiosas. Por el contrario, el post-punk y el grunge, herederos destacados del sonido llamado “garaje”, prefieren explorar los terrenos anímicos de ritmos contundentes y esquemas reducidos, en prior de una sencillez que busca su aliento en la autenticidad y la pureza de sonidos, hecho que podría equipararse a una especie de “Reforma del rock”. Este fenómeno ha despertado las reservas de puristas y academicistas del género, y es cierto que su legado no ha supuesto una superación efectiva de los fundamentos establecidos durante los años 60-70 por los patriarcas absolutos del rock, pero no obstante los tiempos cambian, y el rock también cambia.

Los dos álbumes debut de los Stripes, The White Stripes y DeStijl respectivamente, obras que parecen sacadas de la misma sesión de grabación, beben directamente de la reforma musical antes mencionada, pero asimismo poseen un rasgo que los hace sumamente interesantes no sólo para los nuevos y en ocasiones descerebrados fans del punk-rock, indie y similares, sino para cualquier amante del rock tradicional, y es que ambos discos son un patente tributo al blues. El blues, uno de los puntales que componen la matriz musical del siglo XX junto al jazz y el rock’n’roll, es el auténtico espíritu de una obra eminentemente posmoderna como son estos discos de los Stripes. Un tributo, para más inri, a la faceta más primitiva y vetusta del blues, aquella que, como en el caso de autores post-punk al estilo de Lou Reed, Nick Cave o PJ Harvey, ponía el acento en la afectación del hombre solitario, una guitarra azarosamente rasgueada y la morosidad de arreglos u ornamentos. Signos evidentes de esta recuperación del blues de la mano de los Stripes son la adaptación del clásico de Robert Johnson, “Stop breaking down”; la versión “Death letter” de Son House, y “St. James Infirmary blues” de J. Primrose; el abuso de guitarra slide y el acuso de sonoridades típicas de dicho género en temas como “Little bird”, “Sister, do you know my name?”, “A boy’s best friend”, etc… O menos explícitos en ocasiones, como el estribillo del tema “Cannon”, que clama a John The Revelator, uno de los padres del folk blues. El primer disco de los Stripes está dedicado a Son House, y el segundo a Blind Willie MacTell, otro bluesman a quien rinden homenaje con la versión folk-tune de “Your southern can is mine”.

Por otro lado hay que resaltar la influencia del rock de sesgo más tradicional en la obra de los Stripes. Amén de la consabida deuda que todas las bandas de rock-garaje parecen haber contraído con los Stooges de Iggy Pop, así como de toda una estela de bandas que asimismo han integrado o tendido un puente de transición entre el sonido garaje de los 80 y los géneros tradicionales como el blues y el rock, hallándose estos últimos en proceso de desintegración a finales de los 70, dando lugar a bandas más o menos minoritarias como The Gun Club, The Beat Farmers, The Fleshtones, The Cramps, etc, y que podrían representar antecedentes de esa fusión entre tradición y ruptura, la concepción armónica y vocal de los Stripes posee también retazos de los Rolling Stones de los 70, el capitán Beefheart, y por supuesto Bob Dylan, cuya canción “One more cup of coffee” versionan en el primer disco (sin ir más lejos, la utilización y sonoridad del piano que los Stripes incluyen en sus composiciones más reposadas me recuerda poderosamente al piano de “Ballad of a thin man”…). No es descabellado decir que los White Stripes, al igual que otras bandas contemporáneas cultoras de la misma estela como los también norteamericanos The Black Keys o Soledad Brothers, plantean una concepción musical semejante al Dylan de “Subterranean homesick blues” y sus obras eléctricas de 1965, en las que, como hemos señalado anteriormente, la concepción del rock barroco y estilizado se invierte por la de un sonido minimalista que reduce los elementos técnicos a su menor exponente: emoción y palabra.


Es obvio que nadie buscará en los White Stripes la cúspide del genio academicista al que estamos acostumbrados desde los tiempos del proteico Mozart, pero ésa parece ser precisamente la intención de estos dos músicos de, como mínimo, cuestionable habilidad técnica. La desaguisada y comúnmente desafinada voz de Jack White es una clara muestra de ello, por no hablar de la ejecución impensable de Meg White a la batería, que en ocasiones llega a servirse sólo de bombo y platillo… La sola propuesta de un grupo compuesto únicamente por guitarra, voz y batería, como es el caso de los Stripes, parece ir contra toda convención o sentido común musical, especialmente en un terreno tan abigarrado, tendente al refinamiento y obsesionado con la originalidad como es el rock moderno. Sin embargo, esta digresión técnica esconde un profundo esquematismo del género rock que merece toda nuestra atención. Los temas de los Stripes son esqueletos desnudos de lo que, en manos de una banda convencional, probablemente serían portentosas composiciones de estruendosos acordes y grandilocuentes atmósferas melancólicas. Ellos no; los Stripes prefieren ofrecer un bosquejo, un dibujo deliberadamente deslavazado de canciones que reúnen las mejores cualidades de la tradición rock (y es que, si bien la complejidad técnica hace tiempo que rompió sus relaciones con la música de masas, los Stripes aún practican el viejo gusto por la “canción” pura y simple).

En definitiva, los White Stripes son un vivo exponente de la cultura pop de principios del siglo XXI, así como uno de los más controvertidos ejemplos de la música tradicional americana. Su escucha puede que deje indiferentes a aquellos oídos refinados y habituados a las exquisiteces del tecnicismo, pero eso no quita que algunos aún podamos desconectar por un rato nuestra mens rationalis para disfrutar, sin rubor y sin complejos añadidos, de una música cuya efectividad emocional es directamente proporcional a su sencillez, a su absoluta e inusual inocencia, en el sentido de que carece por completo de pretensiones, huye de los alardes y la sofisticación, para consolidar un inesperado por cuanto que honesto y directo discurso de integridad musical.

lunes, 17 de marzo de 2008

Del misticismo en el racionalismo occidental (Parte 2)



Karl Barth, y antes que él los luteranos, sostuvieron que la religiosidad entendida en el catolicismo es “un esfuerzo, en definitiva pelagiano, para la autoelevación del hombre hasta Dios” (J. L. Aranguren; en La crisis del catolicismo). Esa tendencia “ascendente” es la que fundamenta el pathos religioso del hombre, en la misma medida que fundamenta la intuición o idea del conocimiento como figura trascendente. De hecho, el conocimiento humano está sujeto a un factor que tradicionalmente los gentiles y filósofos han atribuido a la religión, pero que no obstante aparece como punto de apoyo entre aquellos aspectos del conocimiento que no están del todo claros o no son consistentes. Nos referimos al artículo de arbitrariedad que a menudo existe en el proceso racional, o lo que es igual, a la fe en ciertos supuestos axiomáticos de carácter universal. Es más, el carácter presuntamente “infalible”, por cuanto que lógico-matemático, del conocimiento deductivo es susceptible asimismo de ser contemplado como una especie de arbitrariedad, un conjunto de normas de juego que nosotros mismos hemos precisado, a raíz de la observación y la experiencia en algunos casos, pero a través de la mera especulación teórica en su mayoría, actuando como una argamasa aglutinadora que se extiende sobre las grietas y huecos del conocimiento, como un arquitecto enajenado recubriría sus estructuras tambaleantes y resquebrajadas de modo que adquiriesen la apariencia de sólidas y bien cimentadas.

Bajo esta luz, la teoría del conocimiento se desvela un juego amañado, como si dijéramos un “yo me lo guiso, yo me lo como”. Es el culto, indistinto de lo religioso, a un noúmeno inexpresable contenido en el conocimiento y más concretamente en los razonamientos formales, de forma similar al rol que una verdad trascendente desempeña en los cuerpos religiosos. Se intuye que hay una Verdad, inapelable por la lógica y la experiencia, sólo mediable a través de la fe, como en el caso de los protestantes radicales, para los cuales, según J. L. Aranguren, “religión es culto a esa x, de la que nada con sentido podemos decir, cuya función sería la de tapar los agujeros de nuestro conocimiento (...)”.

La verdad, la causalidad, los elementos fundamentales de la lógica aristotélica y de la docta scientia escolástica -con la que los teólogos-filósofos creían acercarse a Dios-, son rasgos propios del racionalismo occidental hasta nuestros días, como una suerte de amuletos o “ideas sortilegio” ante las cuales el oscuro universo cobra su significado. Incluso el pensamiento lógico, hasta la fecha la mejor y más eficaz herramienta conocida para despojar al universo de sus secretos, fundamenta la validez de sus presupuestos a través de “proposiciones de verdad” que en el mejor de los casos serán tomadas como pruebas de falibilidad, pero que no obstante corren el peligro de magnificarse y devenir en nuevas formas de idolatría.

Del nominalismo lógico de Ockham a los “juegos del lenguaje” de Wittgenstein se sigue la misma línea escéptica-racional que se detiene en lo “mistico”, en ese punto allende el cual no es posible afirmar nada con seguridad, y que, expresado en términos más acordes con el método racional, se traduce en el postulado de “indecibilidad” acuñado por Kurt Gödel para el cálculo algebraico aunque extensible al pensamiento lógico-deductivo. Pero tal vez no exista un lenguaje no-místico, porque toda expresión simbólica es una expresión de algo intuido por la razón abstracta. La constatación científica no dice nada en favor de la universalidad de sus resultados. Por eso todo lenguaje es alegórico, simbólico, y por extensión místico. De ahí también el carácter oscuro de los textos religiosos y sagrados, la impermeabilidad de las paradojas lógicas o el hermetismo de las revelaciones mesiánicas. Y todo científico sabe que un problema pierde su atractivo una vez ha sido resuelto. Por eso, “lenguaje místico” es todo aquel que construye un sistema formal a partir de meras intuiciones (como intuiciones podríamos admitir tanto la existencia de una inteligencia suprema religiosa como la de una verdad trascendente filosófica), y nuestro ensalzado pensamiento racional no ha de escapar a esta categoría.


Hasta tiempos recientes, se quería que el conocimiento fuera un universo en orden y estructurado óptimamente, como algo divino o perfecto en su ecuanimidad. ¿Qué queda de ese ensueño tras poner en entredicho los pilares del pensamiento? ¿Qué nueva dilatación del intelecto será necesaria para describir lo que carece de toda forma y medida? Nuestro mundo racional salta en desbarate al llegar a este punto, y “culmina con el diseño de una proposición formal que, convenientemente interpretada, afirma de sí misma su indemostrabilidad” (Kasner y Newman; en El teorema de Gödel).

martes, 19 de febrero de 2008

Exit Book nº 8


Como cada año por estas fechas, ha salido a la calle el nuevo número de Exit Book, que vuelve a presentarse como revista semestral tras sus inicios en forma de anuario, manteniendo por tanto el mismo precio (15 euros) y misma extensión que en su anterior tirada (sobre 150 págs). Lo que sí se mantiene intacto como el primer día es la altísima calidad y nivel de sus contenidos y artículos, todos ellos de un rigor y agudeza dignos de encomio. No en vano, Exist Book es una revista especializada que se dedica a analizar y reseñar las novedades en libros de arte, aunque también se la conozca por sus tiradas temáticas, más asequibles aunque también menos suculentas que este formato semestral que como siempre viene atiborrado de textos sesudos y extensos.


Como ya es costumbre, la editora Rosa Olivares abre el volumen con sus interesantes opiniones, en esta ocasión con una voz de alarma ante la creciente caducidad y mediocridad de la cultura entre los actuales medios de difusión. Dos entrevistas: la de la analista del arte Mieke Bal (catedrática de Teoría de la Literatura en la Universidad de Ámsterdam y directora fundadora de ASCA [Amsterdam School for Cultural Análisis], cuya “amplia obra […] se ha acercado a los objetos culturales a través de una perspectiva transdisciplinar en la que se dan la mano la teoría literaria, la semiótica, el feminismo, la historia del arte, los estudios culturales o la teoría postcolonial. Esta entrevista –escribe Miguel Á. Hernández-Navarro— se centra en su transición a través de las disciplinas y en su interés en la cultura visual, la figura del espectador y su experiencia ante las imágenes”); y la del escritor Gerardo Mosquera (“autor de numerosos libros, ensayos histórico-críticos y escritos de teoría del arte, fundador de la Bienal de La Habana, curador del New Museum of Contemporary Art de Nueva York y consejero de la Rijksakademie van Beeldene Kunsten de Ámsterdam”, cuya reciente obra, Copiar el Edén. Arte reciente en Chile, “analiza las producciones artísticas contemporáneas del país transandino”, y que asimismo esgrime un dinámico análisis en torno al marco sociocultural en América latina).


El elenco de articulistas que componen este octavo número de Exit Book (Fernando Castro Flórez, Rocío de la Villa, Patxi Lanceros, Antonio Weinritchter, Antón Patiño, Alberto Sánchez Balmisa, Glòria Picazo, Celia Díez, Santiago García Navarro, Eugenio Cano, Laura Bravo, Felipe Hernández Cava, Guillaume Désangres, Pedro A. Cruz Sánchez, Castro Flórez, Francisco Javier San Martín, Andrea Giunta, Pablo Llorca, Claudia Laudanno, Manuel García, Anna Maria Guasch, Ana Martínez Collado, Martí Peran, Néstor García Canclini, José Luis Brea, Rafael Jackson, Amparo Lozano, Martín Prada, Ángel Kalenberg, Laura Baigorri, Chus Tudelilla, José Luis Pérez Pont, David Pérez y Seve Penelas) no es menos estimulante y como es habitual cada uno de ellos ofrece una excepcional capacidad para el análisis cultural, artístico, literario, etc. Entre los libros reseñados cabe destacar El asalto a la nevera. Reflexiones sobre la cultura del siglo XX de Peter Wollen; el libro II de las Obras completas de Walter Benjamin; Bajo el signo de Saturno de Susan Sontag; Historia de la fealdad de Umberto Eco; El canto de las sirenas. Argumentos musicales de Eugenio Trías; La leyenda del artista de Ernst Kris y Otto Kurz; The exiles of Marcel Duchamp de T. J. Demos; Beckett. El infatigable deseo, de Alain Baidou; Gestas y opiniones del doctor Faustroll, Patafísico, de Alfred Jarry; Fellini. La vida y las obras, de Tullio Kezich, así como las conversaciones con el mismo cineasta de Constanzo Constantini; De la ruptura al “cul de sac”. Arte en la 2ª mitad del siglo XX, de Thomas McEvelley; …dontstopdontstopdontstopdontstop (sí, así es el título) de Hans-Ulrich Obrist; un artículo especial dedicado al recientemente fallecido Jean Baudrillard; Cultura Ram de José Luis Brea; Cibercultura. La cultura de la sociedad digital, de Pierre Lévy; y un largo etcétera donde no se quedan en el tintero casi ninguno de los usos artísticos y/o tecnológicos contemporáneos, desde la arquitectura hasta la fotografía, el land art y el arte medioambiental, el minimalismo, el arte conceptual, urbanismo, tratados sobre paisaje, videojuegos, crítica social, museos…


Si tenemos en cuenta que la mayoría de nosotros no seríamos capaces de invertir el tiempo y dinero (sobre todo dinero) suficientes para comprar y asimilar todos estos libros, la tarea de análisis realizada por Exit Book y publicaciones similares se desvela merecedora de nuestros mejores elogios. Pese a ello, y como por desgracia cabría pensar, una revista como Exit Book no la encontrará el lector en un quiosco cualquiera, sino que es entre las librerías especializadas donde deberá buscar a fin de hacerse con tan enjundioso compendio de textos. Y así es como, tras el ruido y la furia de una sociedad que progresivamente se sume en el lodo del espectáculo y la noticia fácil, tras la necedad y la estulticia galopantes con que los medios de comunicación sabotean y embotan nuestra capacidad de raciocinio, mientras la cultura mediática avanza hacia un sumidero ético y estético sin fondo, de esta manera, pues, todas esas publicaciones, webs o blogs culturales a día de hoy prosiguen la terca pero necesaria tarea de conocer a fondo los mecanismos del hombre y su mundo.

"El libro de Lucrecio", por Ángel J. Pereira


En el año 97 a. C. nace el poeta Tito Lucrecio Caro, el cual, después, trastornado por un bebedizo amatorio, tras haber compuesto a lo largo de los intervalos de la insania algunos libros, que después Cicerón enmendó, se mató por su propia mano en el año 44 de su edad.”

Con esta parquedad descriptiva llegan hasta nuestros días, gracias a una traducción de San Jerónimo, las Crónicas de Eusebio, una de las pocas reseñas biográficas que se conservan del desdichado poeta romano Lucrecio. A pesar de su simpleza, esta referencia nos vale para situar a Lucrecio en una época romana de enorme convulsión (s. I a. C.): resquebrajamiento civil de la República por las contiendas entre Mario y Sila hasta la muerte de Clodio y las posteriores con César, los albores del comienzo del totalitarismo imperial y la consiguiente caída irrefrenable de los valores democráticos republicanos. Una época oscura, violenta y abigarrada la que toca a Lucrecio vivir (y quizá sufrir) y que éste burla para llevar a buen término una de las obras fundamentales de la Antigüedad: De Rerum Natura, quizá la única obra de fe en la razón y la ciencia que nos ha llegado de aquel período. Una obra que es prácticamente única en su especie, pues no existía demasiada tradición latina en la épica didáctica, y mucho menos existía la voluntad lucreciana de crear un tratado científico sobre la base sistemática de un hilo argumental lógico-deductivo que abarcase toda la realidad, es decir, la voluntad de crear un tratado cerrado con aspiración a la totalidad.

Gracias a esta obra podemos deducir que es Lucrecio un gran deudor de la filosofía de Epicuro (considerados sus seguidores sectarios en aquella época) y se especula, sin pruebas fidedignas, que el propio poeta haya viajado a Grecia para cultivarse en el estudio de la filosofía helénica (algo bastante típico entre los patricios romanos) con Zenón, que era quien dirigía la escuela por aquellas fechas. Poco más podemos sonsacar de tan misterioso personaje, lo que quizá lleve a alguno a plantearse la contradictoria pregunta: ¿cómo es posible que uno de los principales arquitectos de la Ciencia antigua permanezca durante siglos en un inexplicable silencio y bajo el manto, prácticamente, del anonimato?

Cualquiera que se atreva a asomarse a la poética científica de Tito Lucrecio encontrará entre sus páginas la respuesta a la lógica de esa duda razonable: no son las enseñanzas de Lucrecio concesivas con la Verdad única transmitida por los filósofos, eruditos y políticos romanos. Más al contrario, está en la voluntad didáctica del poeta latino el levantar el velo de la ignorancia de las masas, busca cortar esa tupida red que interesadamente tejieron los grandes poderes fácticos de la sociedad romana para gobernar a sus huestes bajo el yugo del miedo y la superstición. De esta forma, Lucrecio se desmarca radicalmente, siguiendo la rama negacionista epicúrea, de la ciencia convencional o aristotélica, consensuada hasta entonces por aquellos que tenían en su poder las herramientas del conocimiento. Así se atreve a negar el dualismo del alma platónica (“Ni el árbol en el aire, ni las nubes en el profundo mar, existir pueden (…) tiene lugar cierto cada ser donde crezca y donde exista: no puede el alma así nacer aislada (…) Afirmaremos que no pueden nacer y durar fuera”) y su inmortalidad (“…de cualquier modo el alma puede perecer: no se han cerrado las puertas de la muerte para el alma”), a evitar el pánico mortal a la muerte (“La muerte nada es, ni nos importa, pues es de mortal naturaleza”) y afirmar que es fruto de la ignorancia; a rebelarse contra las deidades y su divina providencia (“Fingen ser ellos obras de los dioses y producción divina todo esto: muy engañados van en su sistema (…) con la vista al cielo comprobarte y con otros fenómenos que el mundo no ha sido por los dioses fabricado pues es tan deficiente e imperfecto”), a explicar la formación del mundo sobre la base de la conjunción de pequeñas partículas denominadas “átomos” (“la extremidad de un átomo es un punto tan pequeño, que escapa a los sentidos, debe sin duda carecer de partes; él es el más pequeño de los cuerpos”) e incluso a criticar la religión y sus crímenes, a través de una analogía de la mitología griega en la que se sacrifica a Ifigenia por una guerra religiosa, para terminar con una alegoría desgraciadamente actual: “¡Tanta maldad persuade el fanatismo!”. En los seis libros de los que consta la magna obra, Tito Lucrecio se encarga de disipar temores nacidos de la ignominiosa superstición, así como tratar de aproximarse al origen de los cuerpos y nuestras sociedades o explicar fenómenos como los rayos, los días y las noches, la agricultura, la música o el lenguaje, todo ello atribuido antiguamente a la voluntad arbitraria de los dioses paganos.

Expuesto a grosso modo el hilo argumental de la épica lucreciana, obtendrá el avispado lector la respuesta a la duda que enunciábamos en líneas anteriores. Lucrecio, como tantos otros infatigables luchadores contra la insidia de su tiempo, permaneció recluido en el rincón de la Historia reservado al silencio; el rincón donde se alojan las verdades incómodas que se anticipan a la evolución del pensamiento en que les toca vivir. Es Tito Lucrecio un hombre solitario, pensador incansable y demente en sus últimos días, el perfecto vocero para anticiparnos el “infierno existencial” sobre el mítico “supraterrenal”: el dolor, la aflicción, el desamparo y el desarraigo no hay que buscarlo atravesando el río Aquerón, sino en las relaciones humanas, en las guerras, en la mentira, en la traición. En sus propias palabras: “Es aquí, en este mundo, donde la vida de los necios se convierte en un verdadero infierno”.


martes, 29 de enero de 2008

Ana Fernández y el arte de mil caras


La interacción entre distintas disciplinas y técnicas se ha desvelado un pilar fundamental del arte contemporáneo, un arte que parece rehusar toda noción de globalidad para tender fervorosamente, en ocasiones no carente de cierto estrépito, hacia el eclecticismo. Incluso la figura del artista como criatura especializada se ha modificado en nuestros días por la de un creador múltiple, que abarca y combina distintas facetas de expresión.

Dentro de ese magma de creadores polifacéticos encontramos una nueva horneada de autores tales como Ana Fernández, joven artista barcelonesa que se ha prodigado en campos diversos como pintura, vídeo-art, animación 3D y documental.

Tras completar su formación en bachillerato artístico se decantó por los estudios audiovisuales en la Universidad de Barcelona, a la par que distintos cursos de aprendizaje en 3D y efectos especiales entre otros. Para sus creaciones plásticas Ana Fernández utiliza técnicas acuosas como guache, témpera, tinta china o acuarela, sirviéndose por lo general de soportes de madera. Sus pinturas y/o dibujos basculan o se ven influenciados por géneros diversos como constructivismo, expresionismo abstracto, futurismo, abstracción, etc, en un crisol carnavalesco de estilos variados cuya deliberada mixtura parece poner de manifiesto el deseo de la autora por hallar una voz propia. Para Ana Fernández, la pintura es una “terapia”. Saltando de una técnica a otra en función de cada obra, se sirve del collage y la mezcolanza, “enganchando elementos”, ideas o sensaciones, “por lo que en muchas ocasiones el espectador que ve mis cuadros no decodifica lo mismo que yo he codificado. Y eso es lo que más me gusta”, asegura.

Ana Fernández ha desarrollado su vena audiovisual en documentales y cortometrajes, de la que ofrecemos una muestra basada en un poema de su creación en la BARRA DE VÍDEO bajo la cabecera de Saturnalia.

Autores polifacéticos, contumaces o felizmente extraviados, los actuales son creadores en los que ante todo prima la variedad de intereses, en los que, para bien o para mal, confluye la denostada “cultura de masas” o globalidad cultural, resultando en ocasionales portentos de inquietudes artísticas que relativizan, yuxtaponen y fusionan los acartonados dogmas del convencionalismo.

Desde aquí queremos animar a otros creadores a que nos envíen sus trabajos (sean de vídeo, fotografía, diseño, pintura o cualquier otra forma de expresión) y así poder exhibirlos en Saturnalia de manera absolutamente desinteresada, pues es nuestro deseo dar lugar a toda clase de colaboraciones o experimentaciones artísticas afines a la consigna del "arte por el arte". Para enviar vuestros trabajos podéis dirigiros a saturnalia.blog@gmail.com
Atme,
la redacción.

jueves, 17 de enero de 2008

"Cronolgía de Michael Haneke", por J. I. Urbieta


En el año 1989, cuando el cineasta austriaco Michael Haneke (Munich, 1942) debuta en la pantalla grande con la desoladora Der 7 Kontinent (“El 7º continente”, 1989), deja de manifiesto que su narrativa cinematográfica estará lejos de hallarse entre los estándares del mercado comercial. La historia: una familia de clase acomodada a la que le va todo a las mil maravillas; se ve envuelta inconscientemente en ciclos autodestructivos, sin razón aparente y a intervalos meticulosamente descritos con maestría y frialdad. El tema principal en este documento turbador es sin duda la cosificación del individuo contemporáneo, la alienación y el sinsentido de una vida virtual y premeditada. El resultado es una obra implacable. Haneke no repara en la excesiva duración de las secuencias, buscando la exasperación del espectador. Los fundidos a negro (elemento muy utilizado en sus películas) están profundamente relacionados con los trasfondos psicológicos que viven sus personajes. Inclusive es capaz de usar medios crueles para lograr su cometido (el lento agonizar de unos pececitos que expiran en el suelo, luego de que su pecera ha sido destruida). En la secuencia final, irremediablemente incapaz de volver atrás, la familia comienza a destruir todo cuanto representó su artificial vida; lo hacen con la misma serenidad y conformismo que manifestaron en el desempeño cotidiano. El film constituye una amarga interrogación a los planteamientos básicos de la sociedad contemporánea.

Benny’s video (“El vídeo de Benny”, 1992) constituye la segunda parte de la trilogía que el maestro austriaco despliega sin concesiones. Nuevamente la familia en primer plano, en este caso un adolescente inmutable resultado de la más reveladora destrucción comunicativa. El hincapié hanekiano en catapultar a la familia burguesa a los abismos de la abstracción espiritual llega a su punto culminante en esta cinta. Los progenitores, lejos de reprimir las “fechorías” de su prole, las encubren con sistemática mesura. El controversial director exprime al máximo el intenso adiestramiento adquirido en sus estudios de filosofía y psicología. Empero, su severa crítica a la televisión está profundamente basada en su experiencia personal como director televisivo.

71 Fragmente einer Chronologie des Zufalls (“71 fragmentos de una cronología del azar”, 1994) cierra la trilogía acerca de la violencia en la sociedad contemporánea. Desde el primer fotograma, Heneke nos da una posible pista: de ahí en adelante un verdadero rompecabezas se despliega en la pantalla. Ininterrumpidamente, secuencias aparentemente inconexas se van entretejiendo hasta (como no podía ser de otra manera) desembocar en un sangriento final.


El aparato de televisión (figura irremplazable en las películas de Haneke) nuevamente regurgita a intervalos regulares información confusa, banalidades de turno, en contraste con el trasfondo de la Guerra de los Balcanes. No en vano la carrera de Haneke se iniciaría como director de televisión en 1973, medio que criticará ávidamente en varias de sus películas.

Funny games (1997) es sin duda una de las películas más provocativas de los últimos tiempos, y que debe su excesiva repercusión a un recurso que en la mayoría de los casos fue malinterpretado. En palabras del propio director, la película es una crítica directa al espectador aficionado a la violencia extrema en el cine. Atrevida como pocas, abucheada en el festival de Cannes, Funny games es un claro ejemplo de cómo el director austriaco no pretende lograr la atención del espectador, sino trastocarlo en su intrínseca sensibilidad. Haneke puede vanagloriarse a sus anchas debido a que el film consigue lo que pocas películas han buscado: Que el espectador abandone la idea de verla. “Si necesitas la película, la verás hasta el final, si no, simplemente te vas”, advertía el director en una de sus entrevistas, y lo cierto es que Funny games es una objetiva representación de la violencia en el cine.

Si no había ya suficiente polémica con esta obra, debe sumársele un extra: su remake norteamericano en 2007. Podemos asistir a las divergencias de voces que aluden a una tentación económica, o a una especie de broma del mismo Haneke. Parece más factible la hilaridad dado que el austriaco dio el visto bueno al proyecto con la condición de que se respetara hasta la última coma del guión. Quizá el público norteamericano, poco acostumbrado a leer subtítulos, necesitase la película hablada en inglés o simplemente no la entendió.

Das Schlob (“El castillo”, 1997) En esta ocasión, Haneke propulsa la novela homónima de Franz Kafka. El protagonista, Josef K, interpretado por el fallecido Ulrich Mühe (que también participó en Funny games y Benny’s video), se verá envuelto desde el comienzo en una vorágine de eventos extraños y sombríos. La simbiosis de las naturalezas “hanekiana” y “kafkiana” no podría haber dado un resultado alentador, sin duda.

Justo es mencionar el extremo cuidado puesto en la fotografía de esta obra. Siniestros personajes gesticulan desde las sombras en una atmósfera de frustración desoladora. En el final, y respetando su “entusiasmo” con las comas, se ha respetado el abrupto e inconcluso manuscrito original del propio Kafka.

Code Inconnu:Recit Incomplet De Divers Voyages (“Código desconocido”, 2000) El tema aquí tratado es el de una hiriente incomunicación, mejor dicho, el fracaso de todo intento comunicativo en la sociedad contemporánea. En el contexto puede percibirse también el desarraigo y la dureza de la inmigración en Francia, centro de puntual interés del director. Con una sublime actuación de Juliette Binoche, el largometraje se recrea en los enfrentamientos inevitables de individuos que poseen una lengua en común, y sin embargo parecieran más atender al impulso de sus traumas que a la exposición y solicitud del prójimo.

La Pianiste (“La profesora de piano”, 2001). Isabelle Huppert logra una interpretación soberbia como Erika en esta adaptación de la novela de Elfriede Jelinek. Una vez más Haneke sacude las butacas brindándole al público una fuerte dosis de violencia y voyeurismo. La historia gira en torno a una obsesiva profesora de piano de costumbres extravagantes y su esfuerzo por mantener sus más perversos deseos ocultos. Reptando por la burguesía vienesa, Erika lleva sus depravaciones al plano de la autoflagelación. Contraponiendo su pasión desmesurada por el espíritu de Schubert, converge el encuentro de Walter (Beinot Magimel) quien le enseñará las revelaciones que puede tener la agitación de un alma aparentemente “normal”. Se esboza también en este film la represión infligida por la madre (Annie Girardot), quien también diera muestras de un excepcional talento en Caché, 2005.

Le Temps du Loup (“El tiempo del Lobo”, 2003) Nuevamente tenemos en el escenario principal a una familia burguesa, y como no podía ser de otra manera, Haneke ataca.

El tema principal de este film se centra en la exposición y enfrentamiento de sus protagonistas contra una realidad que los ha dejado solos e indefensos. Una fatalidad los despoja del padre protector, y a partir de ahí se deslizaran sobre la brutal toma de conciencia de cuán indefensos e inútiles se encuentran ante su realidad inmediata. Cierto que Haneke los ha ubicado geográficamente en un aislamiento total para acentuar los defectos y la adicción a elementos que se consideran propios por naturaleza, como son el agua potable, la energía eléctrica, alimentos, etc, y que en realidad son artificiales.

Caché (2005). En este thriller psicológico el austriaco pone de manifiesto la culpabilidad en la naturaleza humana. Como en Funny Games, sobre el contexto de la familia planea el acechar de una fuerza malévola y desconocida, ante la cual la sociedad (simbolizada en este caso por las fuerzas del orden) no puede hacer nada para salvaguardarla. La intensidad provocadora e irritante de esta realización se incrementa al enfrentar a sus personajes contra el atolladero del racismo y las diferencias sociales. El protagonista recibe cintas anónimas en su domicilio, y que constantemente son proyectadas en primer plano, en un hábil recurso cinematográfico que a la par genera la permanente duda de si lo que se está viendo es producto de dichas proyecciones, o si por el contrario es parte auténtica de la película.

Sus películas exigen al espectador su participación a un alto coste: la ininterrumpida generación de interrogantes que con desesperación y desaliento hay que descodificar.
Sus películas se caracterizan por actuaciones grandiosas, soberbias, sin posibilidad de brechas en complejos desarrollos narrativos. La desesperación, la alienación, la incomunicación, la violencia, la cosificación del individuo y la manipulación de la televisión con la inmediatez de su versión de la realidad, son algunos de los temas que aborda corrosivamente. El cine de Haneke no es para disfrutar; es para presenciar, para reflexionar de la manera más cruda y palpable; es un gigantesco espejo que comienza a resquebrajarse sobre nosotros, sobre nuestros principios, nuestros ideales.

Es más, para aquellos de nosotros que pudiéramos sentirnos ofendidos o ultrajados, ya sea por la deliberada extensión de sus secuencias, por el enfoque de temas tabúes o por la aparente “provocación” que esgrimen, sin duda haríamos bien en reflexionar un instante y atender a lo que el propio Haneke dice: “Quiero establecer una relación idéntica entre el espectador y lo que ocurre en la pantalla: es la propia experiencia de cada cual la que se refleja. En otras palabras, cada uno ve en mis películas lo que lleva dentro.”
Juan I. Urbieta