miércoles, 12 de septiembre de 2007

Giordano Bruno


"Ni bajo los brazos desidiosos ante el trabajo que se presenta;
ni vuelvo la espalda desesperado ante el enemigo que ataca;
ni deslumbrado aparto los ojos del divino objeto."


Si las teorías filosóficas y científicas de Francis Bacon fueron las grandes olvidadas en favor del racionalismo cartesiano del siglo XVII, otro tanto ocurre con las teorías físicas de Giordano Bruno (1548-1600), que concebían un universo orgánico y vitalista en contraposición al mecanicista en boga a partir de Descartes. Kepler, diez años después de que Bruno ardiese en la hoguera, confesaría a Galileo sus temores de que las teorías del nolano fuesen ciertas. Ciertas o no, las ideas de este gran revolucionario son de una claridad y certeza que se adelantan en mucho a su tiempo. Las garras de la Inquisición no dudarían en caer sobre el ex sacerdote con toda su furia y de forma traicionera, como era su costumbre, sin duda ya irritados con el pensador desde que éste demoliese perfectamente las teorías de Aristóteles sobre el movimiento, el espacio homogéneo y la potestad divina, con todas las repercusiones filosóficas y lógicas que esto conlleva, en lo que fue sin duda una de las gestas más audaces del librepensamiento contra el dogmatismo de la Escolástica, y que dicha institución no estaba dispuesta a admitir de buenas a primeras.


Cuando este inflamable personaje entró en escena en el Londres de 1584, con la publicación de La cena de le ceneri, De la causa, principio e uno, De l’infinito universo e mondi y Spaccio de la bestia trionfante, a nadie pudo pasársele desapercibido. Aunque es cierto que tamaña producción literaria en espacio de un año no hubiera sido posible sin el favor del embajador francés Michel de Castelnau, también lo es que la obra de este fecundísimo autor no desmerece una sola página de esa producción, por más que sus contemporáneos y sucesivos tratasen de enterrarlo por todos los medios. El nolano hizo méritos en vida para adjudicarse todas las injurias posibles de su tiempo, tras atacar a la Reforma protestante, al cristianismo, a Cristo (a quien Bruno llamaría “impostor”, cuya divinidad es reconocida por “ciegos mortales”, “enmascarado y no reconocido en su verdadero ser”), y al sacerdocio del que él mismo formaba parte. Asimismo, fue acusado de espionaje al servicio del gobierno inglés, identificado en la figura de Henri Fagot, un sacerdote de la embajada francesa conocido por sus furibundas ideas contra el papado y la iglesia católica en general. Desde luego, una trayectoria digna de un papel destacado en los más espectaculares de los thrillers históricos.


Pero sin duda su obra más importante es De l’infinito, universo e mondi, donde, en su habitual forma de diálogo, combate contra el propio Aristóteles y su De caelo et mundo. Su estilo, espléndido y medido por la métrica precisa de sus hexámetros, tiene como precursor palmario la obra de Lucrecio, por la que el filósofo italiano sentía gran admiración, y es, junto a Dante, uno de los exponentes de la alta poética medieval.




El infinito sería la nueva verdad llamada a alumbrar una nueva era de conocimiento, en contraposición a la finitud aristotélica y ptolemaica del universo. Bruno parte de las tesis realizadas por Copérnico, pero es cierto que el propio Copérnico no hubiera puesto la mano en el fuego para defender sus teorías de la forma en que el sabio de Nola lo hizo.

De este modo, el universo monista aristotélico se enfrenta a uno de sus primeros y más vehementes opositores. Bruno también anticipa el nominalismo, el cálculo infinitesimal, y se sitúa ya muy por delante de los idealistas alemanes, con las conclusiones que se extraen de sus teorías acerca de la potestad divina. De un modo heroico, Bruno se coloca al frente del antiaristotelismo, y por extensión del anticristianismo, así como del antirreformismo. En la época de Bruno, mantenerse en una posición semejante equivalía a un suicidio político e intelectual. Sea por la necedad de su tiempo o por la terquedad y rectitud de su naturaleza, siempre inclinada hacia la claridad de un auténtico espíritu libre, Bruno caminó siempre en tierra de nadie. Odiado por todos, tuvo que escapar de la ira irracional de la Iglesia y de sus contemporáneos, al ser cesado de su sacerdocio, lo cual no impidió que fuese apresado en Venecia en 1592, y finalmente condenado por un tribunal de la Inquisición a morir en la hoguera en 1600. Por una de esas ironías de la historia, ese mismo año marcaría la apertura de la Edad Moderna, y con ella la ascensión progresiva, aunque lenta y dificultosa, del cientificismo sobre la faz del mundo.

1 comentario:

diana dijo...

Sí, es una lástima que este tipo de miradas a la realidad hayan sido las más estigmatizadas, cuando eran las más puras y menos prejuiciosas.No quiero extenderme pues ya insinué lo que pienso al respecto en otro comentario en El misticismo en el racionalismo occidental.Ahí dejé libre que la mano escribiera sin sujetarme a sumas o restas... vamos,como había de ser y merecía
un texto de esa enjundia.Los números los dejé para que figurasen en el reloj de sol que es donde mejor están, marcando las horas, como flechas del tiempo.

Aprovecho para agradecer estos maravillosos textos en donde, ¡por fin! veo reflejado mi pensamiento y sentimiento.