jueves, 22 de marzo de 2012

El día que Jimi rompió su guitarra



Aquel día, mi amiga Arume y yo estábamos charlando en un café. Ella Había estado experimentando con montajes audiovisuales, para los que utilizaba instrumentos musicales. Entre sus realizaciones de video-art y fotografía, había una en la que aparecía retratada con un chelo; en otra, exploraba las posibilidades sensoriales de un violín. De pronto, me miró a los ojos y dijo muy seriamente: “Necesito romper mi violín.” De inmediato me vino a la mente la actuación de Hendrix en Monterrey. Y luego de ésta, la actuación de Stevie Ray Vaughan en el Mocambo. Existe en ellas el componente bilateral de destrucción y regeneración, el pathos del sacrificio de las antiguas edades. Pero bien que no han sido los únicos. De un modo seguramente más discreto, numerosos artistas han llegado por distintos medios a ese mismo punto crítico, ese punto límite a partir del cual todo arte deja de tener sentido, para ceder lugar al terreno del silencio.

Es conocida la asombrosa progresión del pintor ruso Kazimir Malévich (1878-1935), que tras iniciarse en la pintura realista culminó su carrera en 1915 con la creación de su famoso Cuadrado negro. O la leyenda de Hokusai, cuya aspiración máxima consistía en dibujar el "círculo perfecto". Un caso equiparable de “círculo perfecto” es el que encontramos en los últimos años de Miles Davis, cuando, doblado por la cintura encima del escenario, ponía todo su empeño en soplar una sola nota perfecta. Por el camino opuesto, John Coltrane abrazó el free jazz tras haber tocado el cielo de la música, y algunos todavía se lamentan de que abandonara su brillante faceta melódica para sumergirse en el estudio de partituras monotonales, que aprendió de su acercamiento a la música oriental. En su libro El estilo trascendental en el cine (1972), el cineasta Paul Schrader nos habla del principio Mu en el arte zen, complejo concepto de diversos significados, uno de los cuales designa “el espacio entre las ramas de un arreglo floral”. Y nos habla también de la poesía haiku, del cine de Yasuhiro Ozu, de las “transiciones no escritas”. Lo no escrito es, al fin y al cabo, la preocupación definitiva a la que habrá de enfrentarse tarde o temprano el artista supremo, el escritor que escribe entre líneas, es aquello que gravita en el íntimo espacio de la interpretación, lo que queda más allá del eterno bucle forma-contenido. El vacío, tan asumido en el arte y el espíritu orientales, es percibido desde Occidente como una suerte de negación, una suerte de abstracción. Así, al contemplar las películas del coreano Chan-wook Park asistimos a la pura abstracción de la narrativa clásica occidental; esas “transiciones no escritas” se encuentran por doquier en el metraje de Old Boy (2003), y más aún en su brillante precuela, Sympathy for Mr Vengeance (2002). Se sustituye el objeto por la narración elíptica, se desplaza el foco de atención a otro lugar, se trastoca la melodía por silencio, por variación, la forma se convierte en alusión. La desintegración de las formas en Kandinsky, en el citado periodo free de Coltrane, o más sutilmente en el particular tempo interno de Thelonious Monk.

Con sus melodías circulares, con sus meditados silencios, Monk tenía la capacidad de abrir pequeños portales al infinito, o a la nada. Su manera de sentarse en la banqueta, la tensión acumulada sobre los hombros, la relación tan física de acercarse al piano como si tratara de violentarlo para descubrir nuevas sonoridades allí escondidas, todo en ello denotaba una perpetua batalla contra sí mismo, y por extensión contra los cánones de lo musical. Tras el aparente padecimiento físico se escondía una auténtica exploración de los límites. Pues la crítica a la razón pura es acometida allí desde dentro de los límites de la razón pura. Lo vemos en la teoría de los conjuntos de Bertrand Russell, en los límites del pensamiento de Eugenio Trías, en la música de Schönberg, ZappaStravinski. Antoni Tàpies y la indagación de lo absoluto. Robert Walser ingresando voluntariamente en el sanatorio de Waldau. William Blake a las puertas de la percepción. El execrable Erostrato incendiando el templo de Artemisa. La historia de la filosofía underground, de Leonardo a Percy Shelley, de Byron a Allen Ginsberg... Hendrix prendiendo fuego a su preciosa Fender Stratocaster, despedazándola, esparciéndola como los miembros amputados del divino Orfeo. Wittgenstein echando abajo la escalera de la razón, tras haber ascendido por ella. “De lo que no se puede hablar, sólo se puede callar”, decía el enigmático filósofo austriaco. Y las claves del suprematismo habían llevado a Malévich a descubrir cosas “fuera del conocimiento”, o lo que es lo mismo, fuera de la forma. John Cage y sus 4 minutos con 33 segundos de incómodo silencio. Y por fin, el gran silencio final de Thelonious Monk, al abandonar definitivamente el piano a principios de los 70. La aceptación por la destrucción.


Volviendo con Hendrix y Stevie Ray Vaughan, ellos también fueron hasta los límites de su arte, echaron abajo la escalera tras haber ascendido por ella, y lo escenificaron con un acto memorable, un acto descabellado. Un acto que trasciende la racionalidad del mismo modo que un cuadro negro trasciende la realidad. Ésta es la línea conceptual que conecta a Malévich, Wittgenstein y Hendrix. La misma que conecta los silencios de Monk con las narraciones abstractas de Chan-wook Park, David Lynch, Coltrane y Kandinsky, etc. Ellos también ofrendaron el cuerpo del arte de manera literal. No es casualidad que Stevie Ray Vaughan eligiera para su particular guitar-sacrifice en el Mocambo un tema de Hendrix, “Third Stone From the Sun” (si bien ya le había rendido tributo con anterioridad, machacando en directo durante años su abrasiva versión de “Voodoo Child”), y es que, consciente de ello o no, SRV era un eslabón clave. Esas dos actuaciones, separadas por un espacio de 15 años, representan uno de los más complejos homenajes a la historia del arte. En ellos culmina, desde luego, una historia entera del aprendizaje y el conocimiento, que se resume en la postrera desintegración de ese conocimiento. Ignoro si a día de hoy mi amiga ha cumplido su propósito de romper su violín, pero a veces me acuerdo de aquel día, de la necesidad imperiosa que había en sus palabras. Romper el violín es romper el límite. Romper el límite es romper lo más bello, y vivir para contarlo. 

jueves, 1 de marzo de 2012

All Blues'd Up


Todo el mundo sabe que los Stones empezaron su carrera rindiendo homenaje a los músicos afroamericanos, cuando muy pocos se atrevían a meterse con la música "negra". Tipos como Howlin Wolf, Chuck Berry o Muddy Waters pasaron de repente al conocimiento de la macroindustria musical, hecha por y para blancos. Desde entonces ha llovido mucho, pero poca gente recuerda, cuando se apresura a criticar al quinteto británico, lo mucho que lograron por el mestizaje musical. Casi 50 años después, un puñado de bluesmen de renombre se juntaron para devolverles la jugada con otro homenaje, le dieron la vuelta a la tortilla y se sacaron de la manga un fabuloso disco de versiones de los Stones. Estos músicos ponen toda la carne en el asador en sus adaptaciones de los clásicos Jagger/Richards; haciendo honor al mejor espíritu de la música blues, no se limitan a meras copias de los originales sino que plasman sin ambages la personalidad y firma propia de cada uno de ellos. El incendiario Luther Allison, soberbio como nunca en “You Can’t Always Get What You Want”; Johnny Copeland y su luminosa cover de “Tumbling Dice”, capaz de pintar una sonrisa en un muerto; el mítico Junior Wells, en una ruda y hasta ahora impensable versión de “Satisfaction”; Taj Mahal apelando a lo más primitivo en “Honky Tonk Women”; Clarence Gatemouth Brown y su “Ventilator Blues”, una de mis favoritas del disco; Lucky Peterson y su mejor funk en “Under My Thumb”; el joven y talentoso Alvin Youngblood Hart, brindándonos las estupendas “Sway” y “Moonlight Mile”... Un disco tributo que no se presenta a sí mismo como tributo, tal como se nos advierte en la portada, porque sin duda es mucho más que todo eso. Es el camino de ida y vuelta de dos vertientes musicales contemporáneas hermanadas sin posibilidad de renuncia. Pocas retribuciones fueron tan merecidas.