viernes, 26 de marzo de 2010

De lo fantástico y lo real


Artículo aparecido en el nº 89 de la revista digital Luke, octubre de 2007.

Los celebrados asesinos de Marcel Schwob, Mr Burke & Hare, auténticos pioneros de lo que en el siglo XX se conocería como serial killers, solían poner fin a sus víctimas en un pequeño estudio, sobre un canapé y tras la observancia nocturna del whisky. De este modo alentados, los infortunados narraban la historia de sus vidas, y, como Sherehzade, siempre terminaban su relato al punto del alba, aunque de forma bastante más abrupta que la terca princesa. Schwob, en el suyo, dice: “De este modo MM Burke & Hare pusieron punto final a muchas historias que tampoco conocerá el mundo.” Y no se refiere a sus vidas, sino a sus historias. Será que la vida no es más que un montón de historias. El historiador puede documentar o narrar estas historias que son o han sido vidas reales, como hacían Herodoto y Plutarco, y el que las inventa haciendo uso de su imaginación no difiere en gran medida de éste. Dentro del modelo de la fiction, al inventar una historia hacemos servir las mismas funciones lógicas que al narrar sucesos reales. Del propio Tácito se comentaba que no decía otra cosa que mentiras.

Tal vez por ello, la historia del mundo y la historia del arte han ido siempre de la mano. Indivisibles, hermanadas por el lazo de la pluma y la credulidad de las gentes, en ocasiones se hace sumamente difícil desentrañar dónde termina una y comienza la otra, siendo que este tipo de interrelaciones arte/realidad han logrado colarse en la cultura popular y en los libros de historia.

Un ejemplo ya clásico de la irrupción de lo fantástico en la realidad sería el Necronomicón de H. P. Lovecraft, considerado aún hoy en día por sus fieles como obra fidedigna de los tiempos arcanos. En 1938, Orson Welles abrumó a la sociedad norteamericana con una supuesta invasión planetaria, cortesía del Mercury Theatre. Del hermético Hermes Trismegisto, a quien se atribuyen multitud de actos y obras durante su vida en el Egipto faraónico, no existe ninguna mención documentada anterior al siglo IV. El famoso libro ensalzado por los cabalistas, El Zohar, pretende datar del tiempo de los patriarcas, pero fue escrito en el siglo XIII por Fray Luis de León. Los viajes de sir John Mandeville se leyeron durante décadas como testimonios de primera mano de lo que ocurría en los confines más lejanos de Europa, cuando su autor jamás había pisado un navío para salir del archipiélago británico. Y una suerte parecida correría la narración antropológica más popular de todas, los Viajes de Marco Polo, en la cual se habla de unicornios, montañas de fuego y hombres inmortales.

Alexandre Dumas daría a luz a un personaje clásico, el Conde de Montecristo, que se pasearía por el mundo en infinidad de novelas y libros tras ser adoptado como hijo pródigo de la farsa histórica. Caso similar al del Conde de Cagliostro, de cuya existencia poco podemos afirmar con certeza. Otro imaginario de carne y hueso fue el Preste Juan, que durante la Edad Media se creía que reinaba allende el Levante y mantenía a raya a los infieles de Oriente. En el siglo que nos antecede, muchos buscaron seguramente los rastros de Sherlock Holmes, Arsenio Dupin o Hércules Poirot entre las calles de Londres y París, del mismo modo que hasta no hace mucho la gente aseguraba haberse cruzado con hombres lobo o vampiros. Las defunciones de protagonistas de telenovela asesinados por sus guionistas son motivo de sonados sepelios, y más recientemente, cuando falleció la Antorcha Humana
--miembro fundador de los 4 Fantásticos— pudimos ver la noticia en primera plana.

No menos interesante es la clase opuesta a este tipo de personajes: el personaje real, o que es tomado de la realidad, para terminar formando parte del acervo popular en las más abstractas caracterizaciones. Puede que Vlad Tepes, príncipe de Valaquia, fuese aficionado a toda clase de actividades sangrientas, pero seguramente tendría muy poco en común con su epígono moderno, el conde Drácula. Asimismo, el misántropo personaje de Charles Perrault conocido como Barba Azul no era ni la mitad de cruel y despiadado que el execrable Gilles de Rais, en quien Perrault se inspiraría para escribir su novela.

Como la enumeración de cada parte del mundo o cada vida humana es tarea imposible, al imaginar posibles vidas se incurre en una creatividad relativa. Cualquier historia que se atenga a las leyes naturales puede ocurrir o haber ocurrido o estar ocurriendo, como saben también los físicos. Por eso no se habla de don Quijote o de los tres Mosqueteros como de literatura fantástica (“¿Acaso no creemos en la existencia de don Quijote como creemos en la de César?”, se preguntaba Flaubert). En ocasiones, lo que tenemos por fantasía es fiel a la percepción de una realidad intersubjetiva, y lo que creemos real, gracias al acto de fe, a la experiencia o al método científico, se hace cada vez más fantástico (como en el caso del agnosticismo, el empirismo radical o las teorías atómicas, todas ellas representaciones de una realidad particular y poco menos que extraordinaria).

Sea como fuere, el realismo es un atributo de la fantasía y la fantasía un atributo del realismo, y el mundo de los hechos sensibles sólo un escenario de infinitas combinaciones. El arte de contar historias sería como el imposible periódico de Arthur Machen, en el que se publican noticias de crímenes que nunca han ocurrido. La diferencia es sutil. Lo que “ha sucedido” y lo que “podría suceder” ya no se ve como algo antagónico y no hay nadie allí que los desentrañe de su auténtica naturaleza, a saber: la realidad o la imaginación.