jueves, 9 de diciembre de 2010

El hurgón mágico


"Deambulo por la isla, inventándola. Le hago un sol, y árboles -pinos y abedules y cornejos y abetos- y hago que el agua lama las guijas de sus costas abandonadas. Esto y más: deposito sombras y humedad, tejo telarañas y desperdigo ruinas. Sí: ruinas. Una casa solariega y casitas para los huéspedes y cobertizos para los botes y un embarcadero. Terrazas, también, y casetas de baño e incluso una torre de observación. Todo destruido, con las ventanas rotas y con nombres en las paredes y con cagadas. Impongo un caluroso silencio de mediodía, una profunda y pesada quietud. Pero puede ocurrir cualquier cosa."

Robert Coover; El hurgón mágico.

domingo, 14 de noviembre de 2010

In memoriam Tusitala


Me entero por un amigo de que ayer fue el 160 aniversario de Robert Louis Stevenson (1850-1894) y me precipito al ordenador para escribir unas líneas que surgen de mí casi como una obligación, un tributo, sin duda destiempo y trasnochado, a uno de los autores que más me hizo disfrutar en cierta época de mi vida.

A pesar de haber leído a Stevenson, a pesar de haber vivido a Stevenson, lo cierto es que me quedé en un escaso puñado de sus obras (El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde, los relatos reunidos en El diablo de la botella, Cuentos de los Mares del Sur, El club de los suicidas, relatos y ensayos dispersos, etc). Pero esto nunca me ha parecido una clase de pérdida, al revés, y es que una sola página de Stevenson vale por mil. La cualidad mercúrica de su prosa, la sensibilidad de sus metáforas que irrumpen como un vino mitológico de imposibles aromas, sus inclasificables matices y coloraciones; la hondura y templanza de sus juicios, la nostalgia maravillada del mundo, esa suerte de mélancolique joie de vivre que caracteriza a los artistas vitales pero que al mismo tiempo comprenden la fatalidad de la vida; su extraordinario conocimiento de la psicología humana, y sobre todo sus imágenes dotadas de insólita energía, todo ese compendio de rasgos irrepetibles convirtieron a Stevenson, el escritor-viajero por antonomasia, en uno de los escritores victorianos más particulares y memorables.

Probablemente, una de las razones de su éxito fue la misma que convirtió a tantos otros itinerantes dotados para la pluma, como él, en verdaderos prodigios literarios. Podrían rastrearse casos desde sir Walter Raleigh hasta Jack London, pasando por Francis R. Burton, Herman Melville o Joseph Conrad, y en todos ellos se hallará la misma sutil mixtura entre realidad y fantasía, entre mundo e ideas, entre experiencia e imaginación… opuestos que se tocan y que en su encuentro dan origen a personalidades siempre vitales, soñadoras, pero también melancólicas, taciturnas, atrapadas en un nexo indescifrable entre la vida interior y el mundo que trataban de navegar, explorar hasta las últimas consecuencias. Y es de este “punto de encuentro” del que les quiero hablar. La cualidad de ambivalencia tal vez sea la que mejor define al ser humano de hoy y de siempre, una cualidad especialmente puesta de relieve en Dr Jekyll y Mr Hyde, sin duda una de las mejores obras de Stevenson y que más han marcado la conciencia psicológica del hombre moderno –a su lado las farragosas publicaciones sobre psicoanálisis de Sigmund Freud hacen pensar en un elefante en una tienda de Bohemia--, pero que también sobrevuela muchas otras obras del autor, en su gusto por los dúos de protagonistas (el príncipe Florizel y el coronel Geraldine en El club de los suicidas; el oscuro binomio fraternal Jim/Capitán Silver en La isla del tesoro, etc), o en la pluralidad de sus intereses y temas. Stevenson era una criatura anfibia, un hombre de poderoso intelecto, pero a su vez un hombre de mundo. De la tensión resultante entre esas dos formas de vida, la del aventurero y el soñador, surgiría la extraña cualidad de su pensamiento, así como la de todos los poetas viajeros. Esa tensión, el conflicto entre mente y materia, quizá entre ficción y realidad, es palpable en el sentir propio de la cultura victoriana que lo vio nacer, en un tiempo en que los imperios colonizadores llegaban a su cenit y se adivinaba el advenimiento de la revolución industrial, pero aun así profundamente enraizada en el filamento de lo imaginario que daría ese regusto tan especial a las letras victorianas.


Para el que no lo sepa todavía, Stevenson fue un autor prolífico no sólo a nivel cualitativo, sus obras se cuentan por decenas y abarcan desde el libro de viajes hasta la novela, pasando por el relato, la poesía y el ensayo. Provenía de una familia de ingenieros presbiterianos, y su vida estuvo marcada desde muy joven por la enfermedad y una salud precaria, que heredaría de su madre. Siendo niño se aficionó a los relatos a través de los sermones religiosos de la iglesia y la niñera calvinista de la familia, que lo aterrorizaba con sus historias sobre la Biblia. También conoció el gusto por el viaje en edad adolescente, esta vez de la mano de su padre, y de todo ese caldo de cultivo florecería la voluptuosa imaginación del autor así como su apego por la exploración y la fantasía. Inició la carrera de Ingeniería náutica, estudió Derecho, y durante algún tiempo llegó a ejercer la abogacía, pero nada de eso le reportó el éxito ni la satisfacción como lo haría su verdadera pasión, la escritura.

Tras frecuentes viajes, aquejado de tuberculosis, Stevenson conoció el amor de su vida en la figura de una joven norteamericana llamada Fanny Osbourne. Vivieron juntos en Calistoga, en el lejano Oeste, y contrajeron matrimonio cuando el escritor contaba treinta años. Viajaron por el mundo en busca de climas apacibles que el escritor escocés tanto necesitaba para su debilitada salud, hasta recalar en los archipiélagos del Pacífico Sur. En ese lugar pudo hallar al fin la claridad que tanto echaba a faltar en las islas británicas --tan poco apropiadas, según contaba Borges, para sentarse a leer un libro--. Stevenson llegó a implicarse en los movimientos políticos y sociales de los samoanos, tomando partido por un jefe tribal y oponiéndose a la dominación alemana, escribiendo para la prensa británica sobre las injusticias cometidas en aquella parte del mundo, y junto a Mark Twain fue una de las mejores cabezas pensantes de su tiempo con sensibilidad para los derechos humanos. Entre los aborígenes, Stevenson era conocido cariñosamente como Tusitala, “el que cuenta historias”.

Cabe apuntar que Stevenson no es un autor que simplemente se lee, con los ojos y el intelecto. Stevenson es un autor que se vive, con las fibras y las vísceras. Sus páginas no capturan la vida, en un sentido de realismo: capturan el estremecimiento por la vida, algo también muy propio de las letras anglosajonas, en oposición al realismo social del otro gran coloso cultural de la época, Francia. Para siempre quedarán en el recuerdo las intensas imágenes que pueblan sus libros: el atormentado doctor Jekyll, basculando en la noche y en las interioridades de la psique en busca de su alter ego maligno; el monstruoso capitán Silver que visitaba al joven Jim en sus pesadillas, caminando sobre una sola pierna; la aparición, repentina y perturbadora, del espíritu encerrado en “El Diablo de la botella”…

La mala salud y su afición al alcohol lo llevarían a un final prematuro. A la edad de 44 años, Stevenson murió de un infarto cerebral. Su tumba se encuentra en un monte verde de la isla de Samoa, donde descansa junto a su mujer. Allí puede leerse el epitafio que el propio escritor, muy previsor, escribió catorce años antes de morir, intuyendo tal vez que su largo viaje por el mundo, su búsqueda desesperada por escapar de la enfermedad y de una sociedad que repudiaba sería, como todos los buenos viajes, un viaje sin regreso.

Talofa e i lo matou Tusitala, Ua tagi le fatu ma le ‘ele ‘ele.


jueves, 9 de septiembre de 2010

Llamaradas


"El primer recuerdo que guardo de mi infancia es una llamarada, una llamarada azul brotando de un fogón de gas que alguien había encendido. Pude haberlo hecho yo jugando con el fogón. No recuerdo quién fue. En cualquier caso, recuerdo que me sobresaltó la exhalación de fuego azul que brotaba del quemador, lo súbito, lo repentino del fenómeno. Esto es lo más lejano que puedo recordar; más atrás sólo hay niebla, ya sabes, sólo misterio. Pero en mi mente la llamarada de aquel fogón está tan clara como la música."

Miles Davis; La autobiografía.

miércoles, 21 de julio de 2010

Make a Jazz Noise Here: Frank Zappa

A continuación mi artículo sobre Make a jazz noise here de mi adorado Frank Zappa. El artículo apareció por primera vez en 2007 en la web The Metal Circus, y recientemente ha sido publicado por los amigos de Panfleto Calidoscopio, al que le siguió el blog conducido por Carlos Zerpa Planetazappa.blogspot. Enjoy!

Para los que aún no estén familiarizados con el excéntrico compositor californiano Frank Vincent Zappa (1940-1993), Make a jazz noise here es sin duda una carta de presentación que acredita sobradamente la capacidad que tenía este portentoso músico para reciclar, renovar, transformar y refinar cada uno de los cánones y clichés que rodean a la música del siglo XX. Esta obra, grabada en vivo durante la última gira de Zappa en 1988, viene a ser el culmen de la larga serie de prodigiosos directos que el bigotudo nos dejó a lo largo de su carrera, arropado en esta ocasión, y como era habitual en él, por una de las mejores bandas que jamás se han visto sobre un escenario.


A lo largo de su titánica discografía (en el momento de morir contaba 62 discos en su haber), Zappa colaboró con la friolera de medio millar de músicos, entre los que se cuentan la London Symphony Orchestra, la Ensemble Modern de Frankfurt, o personajes de la talla de Shelly Manne, George Duke, Jean-Luc Ponty, Terry Bozzio, Adrian Belew, el capitán Beefheart, Vinnie Colaiuta, Johnny Guitar Watson, Steve Vai... En el disco que nos ocupa, lo acompañaba la última “big band” rockera de Zappa (la con justicia llamada “The best band you never heard in your life”), antes de que el genio se sumiera en sus postreros proyectos para orquesta sinfónica propiamente dicha.

Es precisamente en sus directos donde Zappa plantea un panorama musical que, para quienes comprenden los rigores de la orquestación, representa un fenómeno sin parangón y muy difícil de igualar. Tras estudiar a fondo cada una de sus obras en directo, se concibe la extraña impresión de estar escuchando una fantasía musical, una broma pesada de la razón, y uno casi ha de “frotarse las orejas” para cerciorarse de que no está soñando. Se comprenden entonces los motivos que pudo tener Zappa para titular la serie de 6 discos dobles atiborrados de música en vivo llamada You can’t do that on stage anymore (algo así como: “No puedes hacer eso otra vez sobre un escenario”)… Y por cierto que ni el mismo Zappa podía o quería hacerlo, pues raramente ejecutaba una pieza de forma idéntica; por el contrario, cumplía al pie de la letra una de las formas que caracterizan a la música moderna: la variación.

DISCO 1: Tras anunciarnos que Jimmy Swaggart (telepredicador fundamentalista-cristiano famoso en EEUU) está “bajo investigación” por ciertos asuntos pornográficos, el concierto arranca con el mítico tema “Stinkfoot”, con un bluesy Mike Keneally a la guitarra y un solo limpio a cargo del maestro, que nos recuerda el sonido translúcido de la grabación original. Le siguen las típicas bromas de Zappa (en esta ocasión, sobre las protestas de un fan al parecer molesto por una fallida interpretación de Ed Mann al vibráfono), y el concierto entra en su recta inicial con una suite compuesta de dos cortes inéditos: “When yuppies go to hell” y “Fire and chains”, toda una experimentación de atmósferas y fragmentos aparentemente inconexos durante casi 20 minutos de duración, incluyendo cáusticas secciones de viento, percusiones enajenadas, efectos sonoros, solos de trompeta y batería, sonoridades jazzísticas, líneas de bajo desenfrenadas, y hasta un inquietante fragmento de orquesta sinfónica a cargo del Synclavier (invento tecnológico semejante a un sampler y con el que Zappa superponía líneas previamente grabadas en estudio). Todo ello en una atmósfera paradójica, por cuanto que oscura a la vez que desenfadada, a medida que el tema parece desintegrarse ante nuestros oídos. Un amigo me dijo que “When yuppies go to hell” se parece a una visita actualizada al Infierno de Dante… Y con razón.

La polifacética voz de Bobby Martin nos introduce en un club de jazz de pesadilla antes de dar paso al primero de los muchos solos de guitarra zappianos “par excelence” que este disco contiene: distorsión, técnica diabólica y enjundia a raudales. Pero este desasosegante principio no debe desalentarnos; la banda sólo está calentando instrumentos… La suite que componen “Let’s make the water turn black”, “Harry, you’re a beast” y “The Orange County lumber truck”, dominada por una férrea sección de vientos, es una de las más joviales y desenfadadas de Zappa. A continuación, el cantante Ike Willis parece hacerse cargo del sentir general del auditorio con el corte “Oh no (I don’t believe it)”, ornado de espléndido solo con delay y una rítmica capaz de cortarte el aliento. No pierdan de vista la labor del batería Chad Wackerman, de los mejores que han pasado por la banda de Zappa, lo cual es mucho decir. “Theme from lumpy gravy”, una de las viejas, cierra esta primera parte con una lírica deliberadamente frívola, antes de reanudar con el grandioso y épico “Eat that question”, sacado del álbum orquestal The grand Wazoo, que es tal vez uno de los mejores y menos conocidos del Zappa de los 70.

La versión de “Black napkins”, un clásico que Zappa incluía en casi todos los conciertos, vuelve a aludir al título del disco con su sofisticada aproximación a los terrenos del jazz. El sinfónico “Big swifty” se interrumpe y resquebraja con las ya habituales digresiones; más fragmentos de jazz entre divertidos alaridos de la banda en emulación a los viejos jazzmen; sin previo aviso se arrancan con el Lohengrin de Wagner, cortado y pegado con un fragmento de Carmen de Bizet y otro de Overtura de 1812 de Tchaikovski, continuas referencias y autorreferencias, más solos… En fin: una banda divinamente loca dando lo mejor de sí. Una intro a lo reggeae da paso a la luminosa melodía de “King Kong”, en esta ocasión provisto de solos de viento, samplers, atmósferas de delirio, funk, y un cáustico monólogo del trombonista Bruce Fowler que termina perdiendo los estribos… Gamberrismo musical en estado puro. El disco 1 acaba con un extraño corte llamado “Star wars won’t work”, presuntamente una improvisación, con un solo de guitarra que al principio parece blusero pero que obviamente Zappa acaba conduciendo a su terreno.

DISCO 2: A pesar del aviso en los créditos, “All selections segue”, no me queda claro si el disco 2 es continuo al primero o bien es el inicio de un nuevo concierto, pero esta versión de “The black page” es una de mis favoritas. Espléndida orquestación sinfónica con la banda trabajando al completo; una misteriosa línea de bajo a cargo de Scott Thunes; y un solo de guitarra de los que sientan cátedra. Con “T’mershi duween” la fantasía zappiana alcanza cotas importantes, antes de precipitarnos en “Dupree’s paradise”, otro tema sinfónico que súbitamente se convierte en una amalgama de ritmos y coloraciones diversas. Chad Wackerman y Scott Thunes llegan en este tema a una especie de limbo. De nuevo Zappa maquina con su Synclavier, que parece poseído por el demonio, y más jazz (por algo el título del disco, digo yo), solos de viento, etc… Una fragmentación musical que contrasta con la solidez de melodías rotundas y lúcidas. Y así llegamos a uno de los clásicos rockeros del repertorio, “City of tiny lights”, en esta ocasión ornado de vientos de película de gángsters, y que Bobby Martin interpreta con su característico y poderoso timbre de bluesman blanco. A continuación, la versión editada por Rykodisc incluye dos cortes que la edición de Zappa Records en Europa no traía: una versión circense de L’histoire du soldat de Stravinski, y otra, por contra más lírica, del Concierto para piano nº 3 de Bartok. Tras esto, el dinámico “Sinister footwear 2nd mvt” (con hilarante título además…), tema complejo, con un intermedio pesado e intrincados arreglos de viento, cediendo finalmente al festivo y heavy metal “Stevie’s spanking”, tema que proviene de una curiosa anécdota acerca de Steve Vai, y que el propio Zappa explica en The real Frank Zappa book, pgs. 213, 216:

“En 1981, durante una de las primeras giras con Steve Vai, tocábamos en la Universidad de Notre Dam y Laurel Fishman se pasó por allí. Por un giro del destino, Steve acabó en su habitación del motel con Laurel. Se dedicaron a una serie de prácticas que incluían un cepillo para el pelo, y a Steve babeando sobre su propia polla mientras ella se la cascaba. (Obtuve el catálogo completo de eventos a la mañana siguiente durante el Informe del Desayuno.)”


Tras esto, otra de mis favoritas instrumentales, “Alien orifice”, de remarcable melodía, ritmo y orquestación complicada. Ya estamos en la recta final del concierto: una versión impecable del viejo “Cruisin’ for burguers” (mucho ojo a lo que hace el batería durante el solo de guitarra… --aunque esto también vale para el resto del concierto, ¿verdad?...), y el no menos clásico blues de casi todos los sets de Zappa desde su aparición en Bongo’s fury (1975): “Advance romance”. De nuevo Bobby Martin se hace cargo de la voz cantante, tomándole el relevo muy dignamente a los brillantes Ray White y Napoleon Murphy Brock de formaciones anteriores. Y el concierto concluye con una interpretación (a mi parecer un pelo contenida y menos espectacular que la de You can’t do that on stage anymore vol. 6) de “Strictly genteel”, tema elegante, profundamente lírico y sinfónico. Para acabar de ponerle broche a esta orgía musical de más de dos horas, Zappa hace las presentaciones de la banda mientras ésta le homenajea con el coro de “With a little help from my friends” de los Beatles, versión Woodstock de Joe Cocker... Toda una finta en la finta.


El fenómeno de fantasía musical al que hacía referencia al principio de este artículo podría definirse como una inconcebible “improvisación sinfónica”, o lo que Román García Albertos, en la suculenta página dedicada a Zappa que lleva a su cargo desde 1997, www.el3erpoder.com, denomina como “composición al instante”. Es sumamente raro, así como llamativo, escuchar una ejecución en vivo tan compleja como la de esta banda, en la que al mismo tiempo se hallan elementos propios de la improvisación y la partitura, lo que podría constituir el mayor logro musical de Zappa: la concepción de una música flexible dentro de su integración en líneas racionales de composición. Éste es un rasgo característico de Zappa desde entrada su madurez como compositor, allá por 1973, y que lo llevó a desmarcarse de las tendencias psicodélicas, punk, minimalistas o deconstructivas que se pondrían de moda. La insistencia de Zappa puesta en la técnica, en la construcción de un discurso positivo, para a continuación refutarlo autoparodiándose en sediciosos parafraseos, en cataclísmicos arrebatos de exuberancia musical… todo esto sitúa a Zappa en un campo que busca una modificación musical desde dentro de la música, sin negarla, sin desnaturalizarla ni anularla. Por eso Zappa, por usar la famosa combinación de conceptos acuñados por Umberto Eco, es una perfecta muestra de artista apocalíptico-integrado, un anfibio que se sirve de las reglas de juego tradicionales para lograr un discurso en absoluto tradicional.

Como ocurre con la música de Edgard Varèse, a quien Zappa admiraba por encima de ningún otro, el aparente caos y desintegración de sus composiciones encierra en verdad una calculada estructura organizativa. No es casual que Zappa lograse transitar de la hilaridad a la seriedad máxima en una misma suite, combinando bosquejos de irreverencia con cortes que destilan la belleza y cohesión de los maestros clásicos. Asimismo, Zappa no se limita a una mera fusión o mixtura de estilos; él y sus músicos se apoderan de cada fragmento, sean propios o ajenos, para remozarlos en un discurso por completo innovador. Tanto es así, que más de uno se llevará las manos a la cabeza cuando escuche esta fantasía musical cuyo fin no es otro que la libertad creativa en su máxima expresión.

viernes, 26 de marzo de 2010

De lo fantástico y lo real


Artículo aparecido en el nº 89 de la revista digital Luke, octubre de 2007.

Los celebrados asesinos de Marcel Schwob, Mr Burke & Hare, auténticos pioneros de lo que en el siglo XX se conocería como serial killers, solían poner fin a sus víctimas en un pequeño estudio, sobre un canapé y tras la observancia nocturna del whisky. De este modo alentados, los infortunados narraban la historia de sus vidas, y, como Sherehzade, siempre terminaban su relato al punto del alba, aunque de forma bastante más abrupta que la terca princesa. Schwob, en el suyo, dice: “De este modo MM Burke & Hare pusieron punto final a muchas historias que tampoco conocerá el mundo.” Y no se refiere a sus vidas, sino a sus historias. Será que la vida no es más que un montón de historias. El historiador puede documentar o narrar estas historias que son o han sido vidas reales, como hacían Herodoto y Plutarco, y el que las inventa haciendo uso de su imaginación no difiere en gran medida de éste. Dentro del modelo de la fiction, al inventar una historia hacemos servir las mismas funciones lógicas que al narrar sucesos reales. Del propio Tácito se comentaba que no decía otra cosa que mentiras.

Tal vez por ello, la historia del mundo y la historia del arte han ido siempre de la mano. Indivisibles, hermanadas por el lazo de la pluma y la credulidad de las gentes, en ocasiones se hace sumamente difícil desentrañar dónde termina una y comienza la otra, siendo que este tipo de interrelaciones arte/realidad han logrado colarse en la cultura popular y en los libros de historia.

Un ejemplo ya clásico de la irrupción de lo fantástico en la realidad sería el Necronomicón de H. P. Lovecraft, considerado aún hoy en día por sus fieles como obra fidedigna de los tiempos arcanos. En 1938, Orson Welles abrumó a la sociedad norteamericana con una supuesta invasión planetaria, cortesía del Mercury Theatre. Del hermético Hermes Trismegisto, a quien se atribuyen multitud de actos y obras durante su vida en el Egipto faraónico, no existe ninguna mención documentada anterior al siglo IV. El famoso libro ensalzado por los cabalistas, El Zohar, pretende datar del tiempo de los patriarcas, pero fue escrito en el siglo XIII por Fray Luis de León. Los viajes de sir John Mandeville se leyeron durante décadas como testimonios de primera mano de lo que ocurría en los confines más lejanos de Europa, cuando su autor jamás había pisado un navío para salir del archipiélago británico. Y una suerte parecida correría la narración antropológica más popular de todas, los Viajes de Marco Polo, en la cual se habla de unicornios, montañas de fuego y hombres inmortales.

Alexandre Dumas daría a luz a un personaje clásico, el Conde de Montecristo, que se pasearía por el mundo en infinidad de novelas y libros tras ser adoptado como hijo pródigo de la farsa histórica. Caso similar al del Conde de Cagliostro, de cuya existencia poco podemos afirmar con certeza. Otro imaginario de carne y hueso fue el Preste Juan, que durante la Edad Media se creía que reinaba allende el Levante y mantenía a raya a los infieles de Oriente. En el siglo que nos antecede, muchos buscaron seguramente los rastros de Sherlock Holmes, Arsenio Dupin o Hércules Poirot entre las calles de Londres y París, del mismo modo que hasta no hace mucho la gente aseguraba haberse cruzado con hombres lobo o vampiros. Las defunciones de protagonistas de telenovela asesinados por sus guionistas son motivo de sonados sepelios, y más recientemente, cuando falleció la Antorcha Humana
--miembro fundador de los 4 Fantásticos— pudimos ver la noticia en primera plana.

No menos interesante es la clase opuesta a este tipo de personajes: el personaje real, o que es tomado de la realidad, para terminar formando parte del acervo popular en las más abstractas caracterizaciones. Puede que Vlad Tepes, príncipe de Valaquia, fuese aficionado a toda clase de actividades sangrientas, pero seguramente tendría muy poco en común con su epígono moderno, el conde Drácula. Asimismo, el misántropo personaje de Charles Perrault conocido como Barba Azul no era ni la mitad de cruel y despiadado que el execrable Gilles de Rais, en quien Perrault se inspiraría para escribir su novela.

Como la enumeración de cada parte del mundo o cada vida humana es tarea imposible, al imaginar posibles vidas se incurre en una creatividad relativa. Cualquier historia que se atenga a las leyes naturales puede ocurrir o haber ocurrido o estar ocurriendo, como saben también los físicos. Por eso no se habla de don Quijote o de los tres Mosqueteros como de literatura fantástica (“¿Acaso no creemos en la existencia de don Quijote como creemos en la de César?”, se preguntaba Flaubert). En ocasiones, lo que tenemos por fantasía es fiel a la percepción de una realidad intersubjetiva, y lo que creemos real, gracias al acto de fe, a la experiencia o al método científico, se hace cada vez más fantástico (como en el caso del agnosticismo, el empirismo radical o las teorías atómicas, todas ellas representaciones de una realidad particular y poco menos que extraordinaria).

Sea como fuere, el realismo es un atributo de la fantasía y la fantasía un atributo del realismo, y el mundo de los hechos sensibles sólo un escenario de infinitas combinaciones. El arte de contar historias sería como el imposible periódico de Arthur Machen, en el que se publican noticias de crímenes que nunca han ocurrido. La diferencia es sutil. Lo que “ha sucedido” y lo que “podría suceder” ya no se ve como algo antagónico y no hay nadie allí que los desentrañe de su auténtica naturaleza, a saber: la realidad o la imaginación.