lunes, 29 de junio de 2009

El tiro imposible




En 1974, el desconocido director checoslovaco Karel Reisz realizó una pequeña joya del cine -aunque no por ello menos desconocida- titulada The gambler (“El jugador”). En ella, James Caan nos brindaba una de sus viscerales y más descarnadas actuaciones, cuando todavía podía decirse que era un actor de primera línea, dando vida a uno de los personajes del cinematógrafo que más me han cautivado a lo largo de los años.
El personaje de Caan era un profesor de literatura que echaba su vida por la borda por culpa de su adicción al juego, en un perfecto ejemplo de sublime autodestrucción cuyo mayor encanto reside tal vez en lo inmotivado e irracional de esa autodestrucción. Un personaje sin motivos aparentes para estar desesperado, que lleva una vida sosegada dentro de sus posibilidades de medioburgués asalariado, una persona sin problemas fehacientes para hallarse al borde del precipicio, pero que no obstante decide acabar consigo mismo y con el mundo por el único fin de ser consecuente consigo mismo, para rendir cuentas, tal vez, con sus demonios particulares -en un claro precedente de aquel otro personaje interpretado por Harvey Keitel en Bad lieutenant, el magnífico canto a los abismos que Abel Ferrara llevaría a la pantalla en 1992.

Dejando de lado las consideraciones más o menos oportunas sobre el dudoso romanticismo de la autodestrucción, el protagonista de The gambler alecciona a sus alumnos y al espectador acerca de lo que él llama “el tiro imposible”, trayendo a colación El jugador de Dostoyevski y apelando a una controvertida hipótesis matemática, pero sobre todo, con una bella anécdota que acontece nada más arrancar el film: Caan acaba de salir de una sala de apuestas clandestina, lleva toda la noche sin dormir y ha contraído una perceptible deuda con la mafia que cierto matón se encarga de hacerle recordar. Cuando se dirige a casa, se cruza con unos chavales que juegan al básquet en la calle. Sólo un dólar le queda en el bolsillo, y decide jugárselo con aquellos críos a una única canasta desde lejos…

Todo jugador de baloncesto ha intentado alguna vez el tiro imposible, nos dice el descarriado profesor de literatura del film. De punta a punta de la pista, un tiro largo y potente, que tiene más entusiasmo que sensatez. El jugador amaga, flexiona las rodillas y realiza el disparo como sabe hacer, sólo que en esa ocasión sus probabilidades de encestar son muy remotas. El mundo entero deja de tener lógica en ese instante. Durante unos segundos, es la convicción del jugador la que vence a las posibilidades, a la lógica y el sentido común. Durante esos segundos en que la bola atraviesa el aire y parece quedar en suspenso, caben todas las posibilidades. Durante esos segundos es posible lo que cabalmente sería imposible. Y ahí es donde se produce la hipótesis matemática antes mencionada: en ese instante, dos más dos es igual a cinco.

Esa imagen, la del hombre desesperado que cierra los ojos y lanza la pelota en un tiro irracional, acude a mi mente con frecuencia, tiene la capacidad de hacer del mundo un lugar menos denso y opresivo. Cuando echamos cuentas y cálculos y parece que lo tenemos todo en contra; cuando la lógica monstruosa de la realidad se hace aplastante, y en los engranajes de su maquinaria dentada vemos regurgitarse hasta el último sueño de nuestras frágiles vidas… Entonces, pienso en el jugador de baloncesto y en su alocada hipótesis matemática.

Y, lo que es mejor de todo: en esos tiros imposibles, muchas veces la bola entra.