miércoles, 30 de diciembre de 2015

Santos inocentes



El otro día fue el día de los santos inocentes, y yo me acuerdo de los dos vendedores anti-extasiados que protagonizan la última película de Roy Andersson, Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia. Es posible acordarse también de Buster Keaton, el actor anti-extasiado por excelencia, pero a mí me apetece hablar de estos dos. Con sus artilugios de pega que nadie quiere, que a nadie divierten, con esos rostros lívidos sobrecargados de maquillaje, como en una versión enrarecida de los fastos del viejo cine mudo, con su mirada cansada, su agotamiento infinito arrastrándose de un lugar para otro, buscando una comprensión en el otro que nunca llega. Con todo eso, se me hacen dos de los personajes más emocionantes de 2015, si es que se los puede llamar personajes. Por alguna razón se aferran a sus maletines llenos de banalidades, cachivaches, objetos de un divertimento añorado y vetusto, pertenecientes a una época pasada cuando todo eran frivolidades y todo parecía posible, sí, aquella época cuando nos reíamos de los males del mundo con una risa torcida que parecía poder atravesarlo todo; era aquélla una risa enloquecida, una risa ebria de puro éxito, que muy pronto se iba a parecer a un rictus petrificado. Una risa congelada, la de esos dos y la nuestra, tras el fin de la fiesta. Una risa que difícilmente podría reírse de nada más que de sí misma. Es en esa risa autorreferencial, si se quiere esquizoide, que te devuelve la imagen de un ser absolutamente extraño, un ser absolutamente efímero o lleno de patetismo... es en esa risa, digo, la que ríe de sí mismo, que encuentra en el sí mismo una alteridad intratable y una superficialidad prodigiosa, es en esa no-risa, al fin, donde nacen los mejores personajes cómicos (y por lo que me gustan tanto las películas de Andersson, en las que nadie ríe nunca). En definitiva, pienso que nos reímos siempre por una misma y única razón, y es que: en realidad es muy risible esto de no tener nada de qué reírse.

sábado, 5 de diciembre de 2015

El oscuro populismo del deseo - Una lectura lacaniana de la política real



Una de las cosas que se le suele echar en cara a las políticas de izquierdas, y en particular a las de Pablo Iglesias o Alexis Tsipras en Grecia, es el populismo. Nada parece más extraño, por no decir sospechoso, toda vez que esas críticas provienen de un consenso tácito de los medios por mostrar a dichos políticos como dementes. Nos adentramos aquí en el proverbial juego de los Grandes Relatos, es decir, aquel mismo juego que el escéptico televidente pensaba que estaba desenmascarando en estos políticos impertinentes. Pues ocurre que al deslegitimar el discurso “populista” de la izquierda radical (por demente) lo que se está haciendo es, de una parte: 1) asumir de forma expresa un juicio según el cual el populismo sería siempre cosa de otros -los partidos malos-, no de nosotros -los partidos buenos-, y de otra: 2) asumir de manera no siempre consciente una irracionalidad que es intrínseca al discurso pretendidamente anti-populista. 

El populismo, siempre alimentado por dicotomías ambivalentes y belicosas, podría entenderse como lo infra-real opuesto a lo hiper-real de la política. El populismo (del latín popularis: "relativo al pueblo") así entendido, como manifestación de lo meramente real (pero que no llega a ser lo más real), podría ser “clave para construir los elementos agregadores para que se produzca un cambio político" (según ha dicho Pablo Iglesias, en entrevista para El mundo, 17/5/15), pero muy a menudo en ese espacio intermedio del podría, o del como si, por estar circunscrito a fortiori a un campo de acción de lo relativizable y lo opinable (el campo de los actos y de lo visible) que resulta inerme frente al verdadero poder efectivo (no visible). Dejando de lado el teatro de los partidos políticos, existe una negación implícita (recíproca) que ha marcado siempre la relación entre el Pueblo y el Poder, y así es como el primero se caracteriza por un movimiento de tipo factual frente a las operaciones abstractas del verdadero poder, que primaría los cuidados cautelares de la razón clínica sobre los desmanes en caliente de la urgente realidad.  

Y aquí es donde nos ponemos freudianos (o más bien lacanianos): pues el sueño de un perfecto conservador liberal, podría decirse, sería crear un contexto político sin gente. Es decir, eliminando de la ecuación aquel preciso agente sin el cual la política resulta inútil. Sin embargo, quien sepa algo de la teoría del deseo de Lacan convendrá en que esta ausencia o eliminación es precisamente aquello que da sentido a la operación, lo que significa, en otras palabras, que esa ausencia o eliminación sería el objeto máximo de deseo de nuestro conservador liberal. Y, si se piensa, no se trata de ningún "sueño": el mundo físico es un obstáculo al que había que eliminar, y ésta es una premisa que se han tomado al pie de la letra los arquitectos de la economía global. Esa política sancionadora de la realidad, esa política de la no-gente, la pura y simple política de las élites, es un hecho consumado aunque no por ello visible y evidente.

Dicho sin más: el conservador busca la supresión de lo real para cumplir el mandato de su deseo, pero, en tanto esta supresión no llega nunca a producirse, se activa el mecanismo de resentimiento: represión/austeridad/moral puritana. El contra-discurso conservador es al fin y al cabo una política del resentimiento, en el sentido que Nietzsche daba al “resentimiento”, porque desubstancia al espectro político de sus compartimentos vitales. Lo que allí se opera es una descomposición quirúrgica de los circuitos que todavía atan la política a la organicidad, a la realidad, a lo social; es la hiper-tecnocracia liberal en su proyecto de virtualización completa, cuyos elementos habrán de ser “puramente formales, trascendentales” (Žižek), pero no materiales.

Ello es muestra de la virtualidad de las economías que monopolizan el sempiterno (y populista) miedo al cambio, el miedo al “rojo”, el miedo al “terror”. Pues esa misma autoconciencia censurante de hallarse en un Sistema inconcebible, en un mecanismo monstruoso que se revela impredecible y cruento, es la que alimenta toda la mitología del conservador liberal: su terror al monstruo, que no es sino un secreto reconocimiento, es un miedo bien fundado --pues lo que más lo aterroriza es reconocer que esa irracionalidad y ese terror son aquello mismo que lo sostiene, parte de su propio sistema. Al lancear al monstruo populista, como un san Jorge de postín, el conservador accede a una parte de sí mismo que no conocía o que negaba, y la goza: en ello radica su furia y su resentimiento, que se traducirá en la típica pantomima moralizante entre el bien y el mal, con el único fin de borrar del mapa aquella parte que lo hace gozar en demasía (el exceso, la parte intraducible, etc).

En ese goce populista, pues, que el subversivo y el reaccionario le proponen al conservador y al liberal, estos últimos encuentran el reflejo de su propio goce frustrado. Y, a falta de poder reaccionar con violencia, se reacciona con "medidas de austeridad". El conservador Nicolás Maduro conmina a los venezolanos a ajustarse el cinturón y hacer colas de varias horas para conseguir un paquete de arroz; mientras tanto, el liberal Barak Obama (o quien fuere) ordena a su cámara de comercio abrir o cerrar el bloqueo; la Banca amenaza a la conservadora Merkel, Merkel amenaza al subversivo Tsipras, y Tsipras implora a sus votantes... Así en un círculo sin fin. (En el momento de escribir esto, emiten en el telediario un reportaje sobre la situación de las familias con discapacitados. Nada se dice de los recortes que dispensó a dichas familias la ex presidenta de Castilla-La Mancha, María Dolores de Cospedal. Sin embargo, el relato televisado nos muestra una imagen de realidad social y valores solidarios, se anima a los telespectadores a sumarse a las campañas de donaciones, y se nos dice que “cuanto más das, más recibes”.) Es la economía de la moral puritana, que parecía haberse extinguido con el Big Bang del consumismo: eliminar el exceso, la parte indescifrable de la ecuación, sólo gozar lo justo (en un caso, por mediación de una virtualidad completa de lo real: negación de las clases populares, anulación de la experiencia gregaria y de las condiciones sociales de existencia; en el otro, por una represión del populista liberal: sus vicios, sus libertades, sus privilegios, sus consignas capitalistas...). Sólo así, con esta elisión de la estructura piramidal que opera en la crítica pretendidamente anti-populista (lo que quiere decir, en la crítica pretendidamente ilustrada y racionalista), el sujeto encuentra un alivio entre lo real-monstruoso (quitarle el pan al discapacitado o al hambriento, al estilo Cospedal) y lo inimaginable-monstruoso (la Crisis, el agujero negro económico, el desfalco financiero…). El término “populismo”, al final, parece que fuera utilizado torticeramente por aquellos que han olvidado cómo gozar su enfermedad endémica (las personas), o lo que es igual, aquellos que han olvidado cómo hacer política para las personas realesPersonas que, al contrario que en el deseo de Lacan, existen y son de carne y hueso.