lunes, 18 de mayo de 2015

Constructores de realidad: del relato político a la economía liberal

Artículo publicado el 15-6-2012 en El País Cultural de Montevideo, con el título "La factoría de ideas"  



A mediados de la década pasada, columnistas y bloggers de todo el mundo se apoderaron de una expresión de nuevo cuño: la “comunidad-realidad” (reality-based-community). Éste era el término que algunos altos cargos políticos de la era Bush (Hijo) utilizaban para referirse al mundo que quedaba más allá de sus despachos, el mundo físico, el mundo de las apariencias y la representación, por usar la fórmula del romanticismo filosófico, aunque lo cierto es que no queda mucho rastro de romanticismo en un mundo en el que vivimos y morimos el 99,99 por ciento de la población mundial. Dicho término apareció por primera vez en 2004 en un artículo del New York Times, donde el periodista Ron Suskind revelaba los detalles de una significativa charla con un alto cargo de la Casa Blanca. El escritor francés y doctor en Historia de las ideologías, Christian Salmon, recoge esta conversación en su recomendable ensayo Storytelling (2008): “Me dijo que la gente como yo era de esos tipos ‘que pertenecen a lo que llamamos la comunidad-realidad’: ‘Usted cree que las soluciones emergen de su juicioso análisis de la realidad observable.’ Asentí y murmuré algo sobre los principios de la Ilustración y el empirismo. Me cortó: ‘El mundo ya no funciona así. Ahora somos un imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras usted estudia esa realidad, juiciosamente como desea, actuamos de nuevo y creamos otras realidades nuevas, que asimismo puede usted estudiar, y así son las cosas. Somos los actores de la historia. […] Y a usted, a todos ustedes, sólo les queda estudiar lo que hacemos’.”

El libro de Salmon ponía de relieve las tácticas de propaganda y su relación con el relato, el arte de contar historias. En cierto momento el relato propiamente dicho dio el salto para ser adoptado por las clases políticas como puro instrumento de control, lo cual es palmario en el actual circo político que nos circunda, y en su relación inherente con los medios de comunicación. La principal preocupación de los partidos políticos ya no se limita a establecer y cumplir un programa determinado, sino a difundir una estudiada y minuciosa imagen mediática de sí mismos, discurso que entronca con los estudios de la periodista canadiense Naomi Klein sobre el comportamiento de las corporaciones multinacionales. “Esta tendencia se resume en que las corporaciones estarían cada vez menos interesadas en vender productos, sino que lo que venden son modos de vida e imágenes” (No logo, 2000). Edward Bernays, sobrino del célebre Sigmund Freud, fue el primero en sacar provecho de las teorías del subconsciente con fines puramente comerciales. Según el documentalista Adam Curtis, “enseñó a las corporaciones americanas cómo podían hacer que la gente deseara cosas que no necesitaba, conectando los productos de producción masiva con sus deseos inconscientes”, y lo cierto es que desde Bernays estos métodos de persuasión han sido constantes en el mundo de la publicidad y el consumo. Pero ya antes de la sociedad de consumo, se hallaban los mismos mecanismos en el discurso político. El propio Bernays lo dejaba bien claro en su libro Propaganda (1928), obra que sigue la línea parental de El príncipe de Maquiavelo, en la tradición fáctica del despotismo ilustrado que vivimos en nuestros días y que ya en el siglo XVIII preocupaba a mentes preclaras como Jonathan Swift o Nicolás de Condorcet. “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país” (Edward Bernays, op cit).



Pero no hace falta leer al inquietante Bernays para tomar conciencia de que vivimos en el mundo del relato. Desde la Eneida de Virgilio hasta la maquinaria de Hollywood encontramos el mismo trato sibilino. Estos discursos enmarcados en el corpus del story-telling apelan al apego natural del ser humano por el relato, por un lado, y a los deseos inconscientes que activan nuestro comportamiento por el otro. En su libro de reciente publicación, La lechuza y el caracol (2012), el filósofo argentino Tomás Abraham arremete contra el sistema de pensamiento único inculcado a través del relato kirchneriano, y que se sustenta en la narrativa del discurso como llave maestra por la que lograr fines políticos. “Es una estafa ideológica porque usa recursos de la culpa, la figura de la víctima, del dolor y la muerte para justificar un poder que no es liberador, sino que marca la continuidad de un ejercicio de la política en la Argentina, que es apropiarse del Estado con fines privados”, declara el autor.

A través de ese despotismo ilustrado se justifica la depauperación de los estados democráticos, la anulación misma del Estado como tema de fondo del discurso político, cuyo argumento en los últimos cuarenta años ha sido propagar los axiomas de la economía liberal. No es casualidad escuchar en boca de los políticos que dirimen la actual crisis europea las mismas palabras pronunciadas por Margaret Thatcher hace treinta años, durante las conocidas reformas de privatización que pusieron patas arriba el estado de bienestar británico: “There’s no alternative” (“No hay alternativa”). Desde entonces, la misma consigna ha imperado en el debate económico internacional, siendo que poco a poco tendemos hacia la catastrófica puesta en escena de ese story-telling que ya dura demasiados actos, y que tiene demasiados subtextos y subtramas por clarificar.
 


Paradójicamente nuestra realidad parece ser un reflejo nada realista de lo que ocurre por debajo, como si en efecto nos hubieran excluido del tapete de juego que pertenece al 0, 01 de la población mundial, cuyos hechores “dan la espalda no sólo a la ‘realpolitik’, sino al mero realismo, para convertirse en creadores de su propia realidad, maestros de las apariencias, reivindicando lo que podríamos llamar una ‘realpolitik de la ficción’” (Christian Salmon, op. cit.). La clase política se ha convertido en la mayor y más prolífica factoría de contar historias, si me apuran, en competencia directa con la industria de Hollywood, con la sustancial diferencia de que estas “historias” que nos cuentan los políticos no se adscriben o no deberían adscribirse al mundo de la ficción; antes bien, son ideadas para ser comprendidas como “realidad”. He ahí la divergencia esencial entre el discurso político y los guionistas de Hollywood. Es un hecho: necesitamos las historias, como explicación, como exégesis, como representación dotada de sentido en un mundo carente de mucho sentido. La estructura de la novela de misterio, con su mecánica de planteamiento/nudo/resolución, se parece en eso a la novela policiaca y el thriller. Modelos narrativos que giran de forma sistemática en torno a la búsqueda de la verdad. Se intuye una verdad oculta, a cuya revelación aspiran todos los esfuerzos del héroe. Y la finalidad última de ese héroe, que hoy es anónimo a la manera del “súper-hombre de masas” de Umberto Eco, consiste ya no tanto en la asunción del fatum como en rebelarse contra la sinrazón y la injusticia; la búsqueda de la verdad por todos los medios, el derribo de los importantes significados allí donde sean falsarios o arbitrarios. Tomar conciencia de lo arbitrario, lo autoritario, nos conduce necesariamente a ese distanciamiento crítico que será nuestra mejor arma contra el pensamiento único y el despotismo ilustrado de los gobernantes. Refutando a la Thatcher y a los actuales planificadores de la catástrofe mundial, lo cierto es que se equivocan, o nos quieren equivocar, porque: hay alternativa. 

lunes, 11 de mayo de 2015

El mundo como productibilidad y consumo




Artículo publicado el 18/4/2015 en la revista digital Excodra Barcelona, con el título "Educación y saber: el mundo como productibilidad y consumo"

El pasado 30 de marzo salía en El País un interesante artículo de Manuel Cruz, catedrático de filosofía contemporánea, titulado “Visto uno, vistos todos”, en el que se hacía eco de una cuestión que siempre me ha llamado la atención en el entorno universitario. Y es que: en contra del dictado de la lógica práctica (esa lógica de la eficiencia y la utilidad que se ha convertido en dogma), la educación universitaria no es algo que vaya necesariamente unido al mercado laboral; más aún: constituye uno de los mayores mitos del progreso --en su progresivo maridaje con el modelo neoliberal de productibilidad y consumo— pensar que el trabajo sea la única finalidad del estudio académico. La lógica de la eficiencia y la utilidad unida al estudio; el estudio como simple medio mecánico para la producción laboral... (y por fin, la regularización de ese estudio de acuerdo a fines y conceptos de pura productibilidad, caso de la reciente "metafísica de la empresa" del señor Wert). Allí, el espacio privado del espíritu o mens racional es invadido por un estado instrumentalizado de cosidad, sin otra meta que la rentabilidad y el ingreso exponencial de ganancias; sin otra meta que la funcionalidad por sí misma, sin pararse a preguntar hacia dónde o el porqué de esa funcionalidad institucionalizada.

Es algo que siempre llamó mi atención desde que era estudiante, cuando los chicos tenían que elegir entre ingresar al BUP o al FP. Dado que tuve la suerte de tener unos padres sabios, ése no fue mi caso, y acabé decantándome por estudios particulares enfocados a mi formación musical (mi abuela, que había sido directora de escuela en Uruguay, nos enseñaba a mi hermano y a mí cuando no había dinero para pagar el curso escolar). Como es natural en una sociedad que fomenta las desigualdades, ingresar a BUP o FP determinaba el horizonte laboral de los jóvenes individuos, toda vez que con el tiempo esta disyuntiva acabaría revelando su verdadera farsa, a saber: que no había tal dualidad, o no la había a efectos reales, pero no obstante se insistía en ella subrepticiamente con esta delimitación clasista. Paradójicamente, sólo ahora, tras una vida de autodidactismo y alergia académica, siento el reclamo de cursar una carrera universitaria, no sujeta a ningún condicionamiento. Los actuales universitarios, que se manifiestan a diario por los recortes y leyes draconianas de un gobierno insensible a la realidad, son enfrentados por su parte a la doble demanda de un mandato agónico por cuanto que irrealizable: por un lado, se les impone la adoración sin ambages del ídolo de la rentabilidad-y-productibilidad; por otro, se eliminan o erosionan los espacios tradicionalmente destinados a la rentabilidad-y-productibilidad, los espacios del trabajador natural. La propia idea del trabajador es ya una idea anacrónica y obsoleta, inadecuada al mundo de las finanzas y transacciones virtuales.      

Pero lo que nos interesa aquí es el desplazamiento del centro de gravedad, del paso del estudio como edificación del alma, a ser concebido como una maniobra de fines lucrativos (si esto fuera posible). Manuel Cruz hacía hincapié en su artículo: los estudios superiores no son concebidos “en términos de formación integral del ciudadano”, sino como una “gran formación profesional destinada a preparar a los individuos para una más eficaz inserción en el mercado de trabajo”. Todo lo cual alimenta la mercantilización de la gente, la abominable lógica de la eficiencia y la utilidad en la que vivimos, y que por ende nos desconecta de nuestra más esencial esfera, consistente en entender y empatizar con el mundo.


Ésta es la mayor bestia negra que el modelo social de la rentabilidad-y-productibilidad quiere evitar: no podemos crear una clase de ciudadanos empatizantes, que busquen en el aprendizaje una manera de crear lazos y aliarse, sino una clase homogenizada de individualistas despóticos, que sean felices en el fracaso del otro. Según esta lógica del depredador civilizado, el Sistema en sí es inamovible, inapelable, inconmensurable; es el pueblo el que siempre tiene la culpa, la culpa de ser sí mismo, sea porque es demasiado ignorante, sea porque es demasiado egoísta, demasiado humano, demasiado imperfecto... “Fijaos en la máquina –parece decir el Sistema, a través de sus innumerables oráculos-, contemplad su eficiencia, su perfecta sincronía, su pulcritud sacramental... contemplad al Sistema regenerándose y auto regulándose por los siglos de los siglos... sólo Él, en su infinita sabiduría, es digno de toda meta...”    



Pero: no es tanto la calidad de las personas la que ha cambiado, sino el propio mundo como sistema. Un sistema-mundo que a cada día que pasa se hace más ladino, más fuerte y complejo, anulando la capacidad de respuesta del individuo, y por supuesto pervirtiendo toda posibilidad de crítica. Un sistema hiperanabolizado e hiperalimentado, consensuado por el macrocosmos económico y el quimérico “estado de bienestar”, cuya acción conjunta termina por volver idiota y risible cualquier manifestación de disidencia. Nuestro sentido auténtico del mundo se pierde en las cenagosas estructuras de la competitividad y el desarrollo, en un resquebrajarse del marco autónomo social, percibiendo este proceso de rasgadura como ruptura, como negación rotunda o como muerte violenta del arte, y en última instancia como delirio u enajenación de las masas descontentas. Pero no hacemos sino asumir indirectamente el discurso instrumental del progreso, aquel que pone en el pueblo, en las gentes desorientadas, la responsabilidad de su desgracia. La sinrazón es entonces normalizada y entronada desde los emporios de la información: los políticos aparecen como mediáticos clowns que roban y ríen al mismo tiempo; y Belén Estéban tiene mucho que decir precisamente porque hemos convertido a ese ente social antaño verdadero y real, el pueblo, en una abstracción y en una absurdidad.

Ser en el mundo, ya lo decía Heidegger, significa la capacidad de preguntar y aprender constantes, de re-aprender ese aprender y de re-crear-se a partir de él. Tal es el significado filosófico de vivir instalado en el mundo, de vivir auténticamente en el mundo: aprehenderlo, concebirlo (ya que no experimentarlo) en todos sus aspectos y momentos, en toda su profundidad de superficies. La vida del hombre práctico que transcurre instalada en la ociosidad de la ignorancia no es una vida auténtica, como dirían los existencialistas, es una vida in-existente. Y hasta que no se haya denegado ese mundo “inauténtico que hemos construido --ese mundo de lo meramente superficial, lo pecuniario y lo funcional--, no se habrá comprendido este sentido verdadero de ser en el mundo. 


Lo cierto es que el saber no responde a ninguna noción de utilidad peregrina, a ningún intercambio de intereses comerciales, a ninguna solución inmediata para tu deriva existencial. Concebir el estudio y el saber en ésta su dimensión corrosiva, equivale a pensar el estudio como arma de rebelión, el mundo como campo de batalla. Conciliar lo verdaderamente importante que hay en el saber equivale a dinamitar el mundo en el que vivimos, es decir: el mundo fundado en la hipocresía y en la futilidad, en la mercancía y en la deshumanidad. El aprendizaje y el saber, resulta una obviedad decirlo, no han de ser un mecanismo para secuestrar la verdad, ni para apropiársela, ni mucho menos para redirigirla hacia los fines prácticos de la rentabilidad y el consumo, sino un medio de desprendimiento de la propia inautenticidad: un procedimiento por el que se dilucidan los hilos negros que componen el mundo. Un procedimiento, al fin y al cabo, de descomposición o descentralizamiento de nuestra determinada (y comúnmente arbitraria) imagen de la realidad. 

martes, 5 de mayo de 2015

La chambre bleue de Mathieu Amalric





El origen del mundo de Courbet aparece dos veces en La chambre bleue de Mathieu Amalric (no confundir con "La habitación azul", película mexicana de 2002). Y no sólo a título anecdótico, sino que encierra el verdadero sentido del affaire destructivo entre Julien y Esther: un amor absoluto, aquel que te conduce del nacimiento a la muerte sin solución de continuidad. La pierna de Esther se abre y vuelve a cerrarse en dos planos gemelos que demarcan esos dos límites, la vida y la muerte, en un lapso que de por sí contiene el universo. Esos dos planos-bisagra de la entrepierna de Esther parecen decir: nada más es importante, el argumento, el crimen, el proceso, son meros detalles al margen. Por eso la escrupulosidad en el mecanismo policial, en la trama burocrática, en el tratamiento pseudo kafkiano de las pasiones, elementos que ya se encuentran sugeridos en la obra de Georges Simenon -y las puertas de la ley que se cierran al final del film recuerdan al famoso cuento de Kafka (“esta entrada era solamente para ti; ahora voy a cerrarla”)-. Como un discurso enrevesado e inútil, girando en círculos sobre el telón de fondo de lo eterno, la vida del hombre es este recorrido policiaco, este dar vueltas en torno a la idea del absoluto, sin llegar a tocarlo, o precisamente tocándolo unos instantes, para hundirse irremediablemente con ello.