sábado, 29 de octubre de 2011

"ANTI-CINE", por Álvaro Buela



Nuestro querido amigo y cineasta uruguayo Álvaro Buela nos ofrece esta perla dedicada a uno de los trabajos audiovisuales más inclasificables del siglo pasado. El artículo fue publicado en la revista especializada M Cine (1995), de la que fue co-editor entre 1994 y 1996.

Probablemente One plus One sea el registro más fiel y minucioso de la génesis de una canción. De manera paciente, casi antropológica, Jean-Luc Godard registró los interminables ensayos en que los Rolling Stones dieron forma a Sympathy for the Devil, incluida después en el álbum Beggar’s Banquet (Decca, 1968).

Excitados o abatidos, discutiendo tal o cual arreglo en un clima a la vez concentrado y laxo, los miembros del grupo hacen y deshacen los acordes, bromean o se duermen. Jagger entona la estrofa inicial (“Please allow me to introduce myself”) sin desfallecer el entusiasmo; Watts ensaya variaciones para la percusión introductoria; Richard rara vez levanta la cabeza de su guitarra; Brian Jones ya es un fantasma; Wyman simplemente hace su trabajo.


La cámara los abraza en 360 grados captando la dispersión en que se han ubicado, o vagabundea por el estudio semidesnudo, semidesierto, como hambrienta de espacio para la música. Cada toma está realizada sin cortes, de manera que lo que ahí sucede –un proceso de parto, un milagro, los accidentes de toda creación– carece de intermediarios que lo interpreten, lo esteticen o lo desfiguren. Es el puro contacto, el puro registro. Si existe alguna maravilla, saldrá de los instrumentos de cuatro sujetos y de la voz de un quinto, no de la acción invasora del montaje, de la cámara, del cine.

Pero One plus One no se proponía tener la forma de un documental de rock. De hecho, ni siquiera se proponía tener la forma de una película. Sin lógica narrativa aparente o supuesta, sin una síntesis aglutinadora que oficiara de puente entre sus partes, los planos de los Stones están interceptados por otros en los que pasa mucha cosa: un revolucionario boliviano espera “el Submarino Amarillo del Tío Mao”; miembros del Black Power discuten en un depósito de chatarra, al lado del río Támesis; la TV realiza una entrevista coreográfica a Eva Democracia (Anne Wiazemsky) sobre las relaciones entre cultura y revolución, y obtiene como únicas respuestas “Sí” y “No”; un ser andrógino pinta graffiti en las paredes (“CINEMARXISM”, “CINEMAO”, cosas así); fragmentos de Mein Kampf de Hitler se leen en voz alta en una librería pornográfica; Eva Democracia es asesinada por los guerrilleros negros y luego izada en una grúa junto a una bandera roja.

Godard, por entonces en pleno periodo militante, estaba empeñado en destruir las bases “burguesas” del cine, entre ellas y en primer lugar el desarrollo lineal del argumento. Quería llegar a un grado cero de sensibilidad donde todo juicio estético o crítico fuera inaplicable e impertinente en cualquier sentido de la palabra.


Ya en su anterior película, Le Gai Savoir (1968), había comenzado a explorar sonidos y palabras a contracorriente de todo lo que se entendiera por cine, cuestionando la legitimidad de usar una película como herramienta de cambio sin antes “limpiarla” de asociaciones anti-revolucionarias. Al final declaraba que aquello no era más que un film que ofrecía pautas de futura explotación a realizadores militantes.

En una espiral de progresiva autodestrucción y de amnesia forzada, optó por formas de producción marginales (con el argumento de que “Si se hacen un millón de copias de un film marxista-leninista, se obtiene otro Lo que el viento se llevó”), y eliminó casi completamente la manipulación del material fílmico, en especial el montaje, realizando planos-secuencia de diez minutos que luego ensamblaría de acuerdo a criterios privados, a menudo enigmáticos.

En 1968 estuvo particularmente ocupado difundiendo sus teorías del “nuevo cine” en artículos para revistas, en entrevistas, en barricadas y, sobre todo, en sus propias obras. Pero también se dio tiempo para filmar cinco proyectos de revolución en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Canadá. Entre febrero y marzo estuvo a la cabeza del sonado affaire Langlois, resistiendo la intervención de la Cinématèque Française por parte del ministro André Malraux. Un mes después irrumpió con cierta espectacularidad en Cannes, paradigma del festival “burgués”. Y en mayo estuvo al pie de la cámara filmando la revuelta estudiantil, en lo que debió motivar su propia conclusión de que, ahora sí, París era una fiesta.


En medio de esta atiborrada agenda llegó la oferta de una tal Eleni Collard para hacer una película sobre el aborto. No hay testigos, pero es seguro que Godard le respondió con la más sonora de sus carcajadas, si es que tiene alguna (¿alguien lo vio alguna vez a las carcajadas?). Lo que sí se sabe es que Collard era una diletante griega con algunos millones ociosos, y que por snobismo o admiración real quería producirle una película. Godard le ofreció a cambio del aborto un proyecto a rodarse en Londres, con los Rolling Stones y equipo técnico inglés.

Mme. Collard resultó más ejecutiva de lo previsto. Fue ella quien hizo el contacto con el grupo, consiguió el permiso para ingresar al estudio de grabación y convenció al propio Godard de volver al proyecto, cuando éste se había vuelto a Francia a mediados de junio del ‘68 por conflictos con el equipo.

El rodaje se extendió hasta julio, algo más de lo planeado, debido a que la complejidad de algunos planos-secuencia obligó a varias reiteraciones. La idea de Godard consistía en filmar dos películas diferentes: el documental de los Stones y las fantasías militantes, y editarlas conjuntamente: un rollo de la primera, un rollo de la segunda. De ahí el título. Según Godard, “One plus One no significa uno más uno igual dos. Significa sólo eso: One plus One...”; por lo cual el espectador está obligado a tomar los fragmentos sueltos y darles el significado que el film escamotea.
Justamente en ello se encuentra la contradicción interna del cine de Godard de este período, y en última instancia la relativa eficacia de su neurosis militante. En One plus One explicita su posición más de lo necesario, cuando alguien afirma dos, tres veces que hay “una sola forma de ser un intelectual revolucionario, y es dejar de ser un intelectual”.

No encontró mejor forma de ser un cineasta revolucionario que dejando de ser un cineasta. En cualquier caso el proyecto elaborado en el laboratorio revolucionario de su cabeza y en ningún otro lado –que continuó luego con el grupo Dziga Vertov– tuvo efectos poco estimulantes más allá de las universidades, la bohemia de las mesas de café y cierta crítica de izquierda. Es decir, más allá de los intelectuales.

Pero la contradicción no se plantea exclusivamente en términos teóricos. Aquello que se propuso como abanderado del anti-cine, como enemigo de la sensibilidad burguesa, como ataque frontal al consumismo, dio la vuelta y se enfrentó a su propia “monstruosidad”. Lo que debía ser una desmitificación de la gloria de un grupo de rock se volvió una referencia obligatoria; el nivel cero de la sensibilidad fue transgredido por un ritmo elegante y el pulido manejo de la cámara en varios de los episodios; el supuesto radicalismo del discurso y los slogans son tomados hoy como dislates humorísticos de un realizador de películas que por entonces secretamente deseaba ser un activista político y que no pudo –como se había propuesto– borrar de un plumazo lo mucho que sabía de cine.

Editada en video a fines de 1994 en Estados Unidos, publicitada a página entera en revistas sedosas, One plus One (o Sympathy for the Devil, como se la conocería después) era hasta entonces una especie de eslabón perdido en la historia de las películas de rock. Mal que le pese al autor, el film conquistó la difusión que merece como documento de una época y de una fase de los Rolling Stones, así como también de la construcción de un himno que hablaba con naturalidad y sin forzamientos de Jesucristo y de los Kennedy (algo que Godard envidiaría).

Destruidos por horas de ensayo, allí están los Stones. Sin luces, sin producción, sin la pose contestataria que era –todavía– la mayor credencial del grupo, siglos antes de la máquina de escupir millones y del abrazo con Carlos Menem.

Álvaro Buela es docente en la Facultad de Comunicación ORT de Montevideo, columnista habitual de El País Cultural (Uruguay). Escribió y dirigió los largometrajes Una forma de bailar (premio FONA ’96 y premio INA) y Alma Máter (premio FONA 2000); fue co-guionista de La isla del Minotauro, y en 1993 publicó la nouvelle Alka Seltzer.