miércoles, 26 de diciembre de 2007

"De náufragos y cibernautas", por J. I. Urbieta


Con extremada frecuencia escuchamos en los diversos medios de difusión las severas críticas infringidas contra la web; ¿la víctima?: una juventud que se vuelca salvajemente a sus pies. Monstruo de masiva información que absorbe a los jóvenes indefensos, los arroja indefectiblemente a los abismos de una vida sedentaria e inmutable. Los padres indefensos no pueden contrarrestar la incesante marea de los “Chat”, anglicismo generalmente utilizado para definir las charlas escritas en Internet. Mientras esta comunicación se lleva a cabo de una manera en que los interlocutores no pueden verse directamente, y sólo creen conocerse a través de la imaginación y teclean sus ilusiones y esperanzas, se subestima a una infinita e instantánea fuente de información. ¿Qué extrañas artimañas de la condición humana pueden llevar a un joven a que pase horas frente a un monitor, conversando con personas a las que no ve y acerca de temas banales?

Es tentador argumentar que las malas influencias son responsables de que nuestros jóvenes terminen con sus rostros pálidos como la muerte, las esperanzas carcomidas por conexiones inalámbricas y con el coeficiente intelectual de un hámster.

Si pensáramos que un estudiante del siglo XIX interesado en conocer una etimología debía esforzarse desplazándose a una biblioteca donde se encontrase el diccionario adecuado a tal fin, y que, por el contrario, nuestros jóvenes contemporáneos sólo deben presionar las teclas adecuadas y en un instante sabrán la lista completa de los Reyes Visigodos, el trágico fin de Descartes en la fría é inhóspita Suecia, el nombre técnico del artilugio que Jimi Hendrix usaba para conseguir que su guitarra emulara el desgarrador aullido de un perro en celo, las medidas exactas para cocinar diez pizzas, la ubicación exacta de El Corte Inglés en Alicante y el nombre completo de su gerente, sin olvidar cuánto gana al año y sus inclinaciones sexuales, si viéramos y comparásemos estas diferencias, nos confundiríamos aún más.

Un joven poseedor de una llave mágica que contiene todos los significados posibles, todos los caminos descritos, y todas las brechas del conocimiento al alcance de su teclado, de su omnipotente “enter”. Sin embargo, dicho joven no se embarca (generalmente) en el mundillo del saber, sino que por el contrario, dedica sus horas a preguntarle a una mujer de cuarenta años (que finge ser una adolescente de la misma edad que nuestro joven) qué es lo que más le gusta que le digan cuando se posa en la barra de una disco y toma un trago entre amigas.

También podríamos hacer responsables a los padres, conjuntamente con las malas influencias, que han descuidado a sus descendientes del afecto necesario y de una educación refinada, pero esto, como se ha dicho, sólo constituye un acto de negligencia, el impulso irracional de quien no sabe a qué acusar y emplea un criterio común para sojuzgar individuos aislados. Bien es sabido que no todo el mundo comparte las descripciones antes mencionadas, pero por regla general el mayor porcentaje de la juventud naufraga en las aguas turbulentas de la falta de interés.

Pero aquí es donde el problema es incomprensible, donde la bruma disminuye el progreso individual y el estancamiento cerebral cobra una fuerza demoledora.

Cuando queda claro esto, vienen las preguntas: ¿podemos culpar a la sociedad como responsable de la falta de interés en el joven? ¿Debido a una educación precaria, y a unas amistades corrosivas, debe justificársele que dedique su existencia a sembrar sus obsesiones como cibernauta?

Creemos que es exagerado. Cuando se posee una edad donde se puede racionalizar como es debido, tomar nota de los elementos que componen nuestro entorno, y sobre todo elegir de qué se nutre el tiempo que poseemos para vivir, a pesar de que hayamos crecido envueltos en contextos turbulentos y conflictivos, con amistades degenerativas y ociosas, la verdadera responsabilidad de cómo se emplee la vida que a cada uno se le ha otorgado es, pura y exclusivamente, responsabilidad de cada uno.

La ARPA que en 1965 lograra que una serie de ordenadores se conectaran desde la Universidad de Berkley con el Massachussets Institute of Technology (MIT), experimento que derivó en la primera red de área amplia o Wide Area Network (WAN): éstos serian los comienzos de lo que finalmente terminó llamándose Internet, supuesto cáncer devorador de inocentes.

El mundo actual da todo servido; poco falta para que los juguetes se dediquen a interactuar entre ellos mismos, y nada tengan que hacer los niños que antaño debían flexionarlos, estirarlos, destruirlos; llegará el punto en que los juguetes se defiendan por sí mismos. Completamente inútil es machacar sobre lo absurdo que es mirar la televisión, puesto que ésta ya se ha aceptado desde hace tiempo. Pero quién mira los anuncios y no se pregunta: “¿Pero cómo es que dan esto?”… “¿A que público apunta ese comercial?”… “¿Me están tratando de anormal?”… “¿Realmente pretenden que me crea eso?”…

Las tentaciones están, pues, a la orden del día. La juventud tiene al alcance de la mano el saber y no lo usa. ¿Por qué? Quizá el gran escritor ruso Fedor Dostoievski nos dio la respuesta hace ya tiempo: “el hombre es ingrato por naturaleza”.
Juan Ignacio Urbieta

miércoles, 19 de diciembre de 2007

"Thomas Bernhard: el ángel exterminador", por Roberto Fernández Sastre


Son rara avis los escritores que no claudican ante sus propias virtudes intelectuales e ilustradas, a su sentido común, en suma a su académica sensatez -ese valor tan querido y respetado por este mundo intrínsecamente insensato-, cuando han de hacer uso de su voz lisa y llana en entrevistas, colaboraciones, intervenciones públicas y/o declaraciones de toda índole. Entonces, con esa voz ajena a sus facetas creativas, dicen todo o casi todo lo que se espera que digan, y de ese modo –uf, menudo alivio- se instalan en la “normalidad” y nos tranquilizan, aun sin quererlo nos aseguran que pertenecen al mismo mundo que nosotros, mejor dicho, que piensan con los mismos esquemas y jerarquías axiológicas que nosotros, esto es, los mismos esquemas y jerarquías que la sociedad ha internalizado en nosotros. Desde luego nos aburren, porque nos dicen cosas que ya sabemos, aunque no sepamos que las sabemos. Aparte de que ello confirma aquel viejo aserto (“Nunca conozcas a un escritor en persona si quieres que te gusten sus obras”), nos hace echar en falta escritores que no se desdoblen en dos voces, la “normal” y la creadora. Un notable ejemplo de estos creadores superiores es sin duda el austriaco Thomas Bernhard, el último escritor verdaderamente radical que ha dado la cultura occidental. Ahora bien, quien conozca sus novelas y relatos quizá piense que resultaría muy difícil mantener en la vida cotidiana la misma visión extrema expresada en su obra. Sin embargo, en Conversaciones con Thomas Bernhard (Anagrama, 1991), su libro de no-ficción más revelador y aterrador, nos lo confirma con una visceralidad tan alarmante como fecunda, que nos sacude con la fuerza de un tsunami y nos hace reflexionar de verdad.

En sus páginas descubrimos que entre su voz de escritor y su voz lisa y llana no hay diferencia de grado sino de matiz. Bernhard se mueve con soltura y fluidez en el espinoso terreno de las categorías que rozan lo absoluto: su visión del mundo oscila entre el blanco más luminoso (“sin embargo, se es feliz todos los días”) y el negro más sombrío (“como la gente sólo utiliza la boca, tiene encías y mandíbulas desarrolladas, pero en el cerebro nada”), sin detenerse jamás en grises intermedios. Lo que lleva a plantearse la existencia como conflicto irreductible: “Tienes que vivir en una especie de constante relación amor-odio con las cosas. Es como andar por un sendero entre dos precipicios.” Comprender este enfoque de los extremos es fundamental para aproximarse tanto al Bernhard hombre como al Bernhard artista, y él mismo ofrece una posible clave: “Cuando se muere a los 18 o 24 años, bueno, no resulta tan difícil tener personalidad. Las cosas sólo se ponen difíciles luego. Entonces se suele ceder.” En Occidente, el final de la juventud es también el de una visión radical de la vida. Hasta entonces nos asiste un conocimiento intuitivo que permite ver y sentir los grotescos contrastes en que se funda el mundo: todo es blanco o negro. La madurez enseña a percibir los claroscuros y la paleta de grises que supuestamente conforman la vida. Eso nos satisface, más incluso si tal proceso se edulcora con conceptos como sabiduría y experiencia. Y con la paleta de grises llega la hora de aceptar las reglas del juego. Nos refugiamos en el sentido común y consentimos la domesticación y el atontamiento en virtud de intereses muy respetables, cortedad de luces o mero espíritu borreguil.



Pero en cualquier caso, aquel radicalismo esencial de nuestra primera relación con la vida se evapora, o se sublima en construcciones estéticas, o se aliena en radicalismos de pacotilla que el sistema tolera como válvula de seguridad. Pero en ocasiones puede suceder, como es el caso, que alguien diga sencillamente no y se niegue a pagar domesticación a cambio de protección, conservando la capacidad de ver radicalmente: “Ver más significa huir más lejos. Cuanto más clara se vuelve una cosa, tanto más espantosa resulta.” (Bernhard describe el peculiar proceso que le salvó de la domesticación en los seis volúmenes de su autobiografía, publicada en España por Anagrama.)

En este libro de entrevistas Bernhard atenúa la frialdad de sus obras de ficción, su voz adquiere calidez, incluso cierto apasionamiento, y ofrece un testimonio lúcido de su desesperado –y desesperante— esfuerzo por decir la verdad, “probablemente lo único que se puede reflejar” (el esfuerzo, no la verdad). El entrevistador, Kurt Hofmann, tuvo el buen tino de colocarse en un segundo plano y dejar que el entrevistado discurriera espontáneamente por su pensamiento, puntualizando la revulsiva visión expuesta en sus obras y reconstruyendo fragmentariamente su itinerario vital y artístico. Bernhard no habla aquí para agradar ni, como podría sugerir una lectura epidérmica, para escandalizar. Sólo entreabre las puerta de una intimidad preservada celosamente del acoso de los medios de comunicación, y se instala en un espacio que muy pocos tienen capacidad de ocupar: hablar claro, algo que no tiene que ver con la voluntad (o sea, con la sinceridad o el valor de hacerlo), sino con una sensibilidad que no se extravíe en aquellos grises que acaban justificándolo todo. Así, por poner algunos ejemplos ligeros, Thomas Mann “carece de inteligencia y es tonto”, Heidegger es “un tipo imposible, no tiene ritmo ni nada”, y Freud es “un escritor relativamente bueno, es decir, no especialmente bueno”. En calidad de ángel exterminador, Bernhard dedicó su obra a desenmascarar la gran farsa del mundo y a quitar los velos que hacen soportable la existencia, al tiempo que luchaba por salvaguardar su independencia personal y creativa: aislándose por temporadas en Ohlsdorf y en Viena, no contestando al teléfono, huyendo a Portugal y España, rompiendo invitaciones para congresos y demás excrecencias del mundillo literario, siendo muy desagradable con admiradores y detractores, eludiendo a la gente normal y su tontería, detestando a la camarilla de seudointelectuales y seudoartistas, y, en fin, abominando de un orden hipócritamente armonioso. Un arte de salvación personal llevado hasta sus últimas consecuencias, pero a cambio de un brutal desgarro interior: “La verdad es que uno trata con personas que habría que ahuyentar a tiros”, pero sin embargo “no se puede estar solo, realmente no se puede”, y “todo hombre quiere al mismo tiempo participar y que lo dejen en paz”. Bernhard asume así la paradoja esencial del ser humano: sólo se puede ser uno con los otros, lo que significa en la cultura: “Pero tampoco tu protesta sirve de nada si nadie la oye, porque entonces te ahoga.

Bernhard no sólo especuló con la negación total de lo dado, sino que también la asumió como forma de vida sin perder los papeles por el camino. Algunos escritores se han asfixiado con sólo atisbar tal posibilidad (por ejemplo, Sylvia Plath), y los que se han zambullido en ella han acabado inventándose salvoconductos de todas clases. Los ejemplos serían incontables (Huysmans y su cristianismo redentor, Henry Miller y su erotismo-salvación), pero Artaud los resume a todos: aspirante a radical supremo, no lo soportó y tuvo que inventarse sus indígenas mexicanos hasta rendirse a la locura, salida decorosa que el sistema habilita para sus irrecuperables. Bernhard, bastante más inteligente y honesto, no se dejó seducir por paraísos artificiales ni por entelequias esperanzadoras. Se limitó a seguir el árido sendero de la racionalidad crítica y estricta que, como es sabido, revela infaliblemente, además de la fragilidad y extrañeza del hombre en un entorno ajeno y amenazador, la ridiculez de los fantoches y normas de este mundo: por un lado, la naturaleza, ciclo ciego y monstruoso que todo lo engulle, antítesis de la libertad y fuente de locura y suicidio en casi toda la obra bernhardiana; por el otro, la opresión agobiante y destructora de los Estados e instituciones sociales (todas embrutecedoras y siniestras, desde la familia hasta el vecindario rural). En medio de esas fuerzas aniquiladoras, el ser humano, hostigado por su finitud, por la enfermedad y su sed de absoluto, posee un único terreno propiamente suyo: el arte y la palabra. Una franja muy estrecha en la que todos los personajes de Bernhard (y él mismo) se la juegan al todo o nada, generalmente perdiendo pero de todos modos intentándolo una y otra vez.

Para Bernhard, la música era el arte supremo (“escribir prosa tiene que ver siempre con la musicalidad”, “el arte consiste sólo en tocar cada vez mejor el instrumento que se ha elegido”), pero su instrumento fue la palabra, cuyas posibilidades indagó a fondo, y a partir de la novela Helada (1963) fue perfeccionando una poética que, al contrario de la tradicional, no va hacia la musicalidad de las imágenes y las metáforas, lugar ya anquilosado por el lenguaje convencional, sino hacia las ideas y los conceptos, configurando así una genuina música de las ideas. Y al compás envolvente de esa música fue arrancando los mojones con que la insaciable normalidad ha delimitado el pensamiento, ese territorio privilegiado para ejercer la libertad e intentar arañar la verdad, aunque ésta resulte dolorosa y casi siempre insoportable. Y no tuvo reparos en experimentarlo en carne propia.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Pasión por el lienzo


Prosiguiendo con nuestra galería de artistas contemporáneos, presentamos en Saturnales a Stéphane Carteron (Francia, 1972), que reside en Barcelona desde 1999, pero que no obstante viene dedicándose a la creación pictórica desde mucho antes, combinando su labor a los pinceles con su trabajo como diseñador gráfico y su afición a la música.

Dos hechos marcaron su zambullida en el océano de la creación artística: el encargo de una serie de pinturas murales en el patrimonio arquitectónico de Gray, su ciudad natal, y un tremebundo viaje a la selva de la Guayana Francesa con el fin de realizar ilustraciones de los insectos endémicos de ese lugar a petición del Museo Entomológico Le Morpho Bleu, ubicado en la ciudad guayanesa de Cacao. A raíz de este viaje nacería una serie de diez óleos titulada Souvenirs de Guyane, en la que plasmaría “paisajes, visiones y recuerdos”, presentada en exposición individual el año 2000 en el Instituto Augustin Cournot de Gray. Paralelamente a sus estudios de Bellas Artes en la Escuela Superior de Besançon (Francia), Carteron realizó diferentes proyectos y exposiciones, destacando el libro de retratos Gégé, Pascale, Martine et les autres..., sobre los carteros de La Poste de Besançon, sus carteles sobre La flauta mágica de Mozart para la exposición colectiva Opéra Théâtre de Besançon, así como un documento museográfico titulado La cuisine au XIXº siècle en Franche Comté para la exposición permanente del museo etnográfico Le Musée Comtois de la Citadelle de Besançon.

Atraído por el estudio del cuerpo y su fragmentación bajo las perspectivas caleidoscópicas del pincel, en 2001 participa en la exposición colectiva “Le fragment humain”, en la Sala Forum de Dijon (Francia), donde exhibe pinturas y esculturas, antes de lanzarse a la creación de una serie titulada Escenas de cine, expuesta a su vez en salas de Gray, Dijon y Barcelona. Posteriormente, en la serie Danzas urbanas, Carteron se entregaría a la reflexión formal de los elementos pictóricos, en creaciones que resaltan el protagonismo del lienzo y la tela, tomando las calles, azoteas o edificios de Barcelona como escenario paras sus instantáneas. Las imágenes de Danzas urbanas poseen una poética a la vez que descarnada mirada sobre lo cotidiano, y sus personajes dan la impresión de hallarse en continuo conflicto con su entorno o bien abstraídos, en actitudes “fuera de lo cotidiano” que contrastan con el paisaje de fondo.

Como progresión natural del estilo desarrollado en Danzas urbanas, Carteron emprendería una nueva producción bajo el título La ciudad de las musarañas, centrándose en el cuerpo femenino y en la que se aprecia una creciente fragmentación y obsesión por los detalles. De nuevo, en esta última serie Carteron entra decididamente en el terreno de las autorreferencias formales, destacando el paso inacabado del pincel sobre la tela, los contornos desdibujados, las coloraciones ambiguas, pero sobre todo la presencia dominante del propio soporte, el propio cuadro que se vuelve del reverso y nos muestra el entretejido del lienzo. Según el autor, el lienzo es “uno de los principios más románticos de la pintura”, y como tal se sirve de él como si se tratara de una radiografía a las entrañas del elemento físico que condiciona la obra de arte y por consiguiente al lenguaje artístico mismo. Por un lado, este procedimiento nos recuerda la cualidad temporal y transitoria inherente al proceso creativo, en este caso el proceso plástico, y por otro la cualidad transitoria de la propia vida, susurrándonos, sin duda, que los procesos inacabados e imperfectos, elementos que aparecen deshilachados o como fragmentados de un mundo inaprensible en su totalidad, encierran una secreta verdad en cuanto que plasman y sugieren la imperfección de nuestra propia existencia.

Ver obras del autor en: http://carteron.artelista.com/
Para aquellos creadores interesados en exhibirse gratuitamente en Saturnalia, podéis enviarnos una nota biográfica así como muestras de vuestro trabajo (ya sea de pintura, fotografía, video-art, diseño o cualquier otra forma de expresión) a saturnalia.blog@gmail.com, pues es nuestro deseo dar lugar a toda clase de colaboraciones o experimentaciones artísticas afines a la consigna del "arte por el arte".
Atme, la redacción.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Del misticismo en el racionalismo occidental (Parte 1)



La cualidad simbólica de todo lenguaje estructurado en signos precede a otro simbolismo aún más acusado, el del pensamiento metafórico. Y, por debajo de éstos, se encuentra asimismo el complejo entramado de relaciones, tanto lógicas como no lógicas, que une y articula nuestro pensamiento. A pesar de los muchos y esforzados intentos de filósofos y científicos, el pensamiento sigue conteniendo esa cualidad escurridiza, misteriosa y dinámica que hace de éste un organismo inaprensible y, hasta la fecha, todavía incomprensible. Por todo ello, es posible que un hecho profundamente "místico" (en la medida que puede serlo un hecho incomprensible) sea subyacente al pensamiento racional, y que dicha concepción mística del mundo no sea excluyente del mundo occidental.

La Grecia antigua, tradicionalmente la cuna de la razón y donde vieron la luz las ideas de “ser” y “cosmos”, era un lugar impregnado de la mística religiosa de Oriente Próximo y sus tradiciones, lo más lejos que cabe imaginar de lo que hoy llamaríamos racional. La razón, como hoy la entendemos, floreció como reacción a una tradición de corte místico-religioso como era la tradición griega del Asia Menor, y los primeros filósofos intuyeron que la esencia del mundo era acaso cifrable en términos irracionales como “devenir” o “flujo”, en oposición a la ontología de Parménides. No sería hasta Aristóteles y los pensadores cristianos cuando el racionalismo propiamente dicho terminaría por definirse, contribuyendo de paso a sepultar casi en el olvido las tendencias irracionales sobre las que hoy regresamos de manera tangencial, principalmente en los campos de la matemática y la física.

Movidos en parte por las imperfecciones del racionalismo, en parte alertados por ese "misticismo" al que hacemos alusión en este artículo, los nominalistas medievales, con Nicolás de Cusa, Roger Bacon y Guillermo de Ockham por un lado, así como los humanistas italianos del Renacimiento o los pensadores de la llamada “contrailustración” en la Alemania de la Sturm und drung como J. G. Herder, F. H. Jacobi, J. G. Hamann, etc, sostuvieron cada uno a su manera una postura crítica contra el totalitarismo racional, en ocasiones planteando dudosas alternativas que con seguridad conducirían a no menos entuertos y espejismos que la confianza ciega en el racionalismo, por no hablar del talante oscuro o a menudo controvertido de sus prescripciones para un nuevo tipo de conocimiento (por ejemplo, las llamadas “filosofía del sentimiento” y “filosofía de la fe” –Gefühlsphilosophie y Glaubensphilosophie respectivamente).

Por su parte, la modernidad, de la mano de la ciencia, ha planteado una imagen inconmensurable del universo, imposible de abarcar por la razón o el sentido, generando un cisma entre los sistemas tradicionales y las corrientes modernas. A partir de esto, se ha predispuesto un cierto rechazo hacia todo lo racional: lo cuantificable ha perdido fuerza frente a lo infinitesimal; el logocentrismo declina ante el perspectivismo y los esquemas plurales de nuestro mundo... La filosofía analítica del lenguaje, el escepticismo lógico, el relativismo social y epistemológico, son hijas de su tiempo por este motivo.

Con todo, la crítica de la razón ha servido a menudo como pretexto para toda una serie de lunáticas “filosofías alternativas” basadas en sistemas no-racionales, olvidándose con demasiada frecuencia de fundamentos obvios para el acontecer de toda sistematización de pensamiento, de manera que por esta vía no podríamos hablar de sistema de ninguna clase. En palabras de Umberto Eco: “El problema no radica en asesinar la razón, sino en dejar las malas razones en condición de no hacer daño; y en disociar la noción de razón de la noción de verdad. Pero esta honorable tarea no se llama himno a la crisis. Se llama, desde Kant, ‘crítica’. Determinación de límites.”

Que el orden y la racionalidad se suplantan en un orden previo, ya sea entre los bastidores geométricos del cosmos o entre los inaprensibles metalenguajes lógicos, forma parte de la problemática, la broma pesada del conocimiento, pues parécenos que nuestra ordenación racional de las cosas proviene de un sedimento todavía ignoto de cuya conformación no podemos estar seguros. Por este hecho, la teoría del conocimiento es aún un cuerpo inacabado e imperfecto; por este hecho razón y misticismo se interrelacionan y complementan, al abocarse circularmente el uno sobre la otra toda vez que se han explorado sus límites. La cantidad de fisuras y ambigüedades que presenta la ordenación racional del pensamiento y el cosmos convierte, por fortuna, al sistema racional en un ente heterogéneo y vacilante, cuya principal virtud ha de buscarse por este motivo en su capacidad para hacer frente a sus propios problemas, así como en su capacidad para asumir e integrar dentro de su seno consideraciones críticas, digresivas y desestabilizantes, todo lo cual lo convierte en un sistema más adecuado y lícito frente a los sistemas tradicionales como podrían ser los oscurantismos de la religión, absolutismos y demás doctrinas pretendidamente irrevocables, que a lo largo de la historia han saboteado y debilitado los cenagosos cimientos del conocimiento.


Pese a todo, puede que el conocimiento racional aún no haya sido capaz de asestar el golpe de gracia definitivo que lo legitime como forma verídica de la realidad. Y, como venimos diciendo, ese rasgo de imperfección, de inconformismo hacia sus propios postulados (es decir la esencia misma de lo crítico), es su principal y más poderosa herramienta, pues, si el conocimiento fuera veraz y perfecto, no existiría razón de ser del mito; al igual que, de ser realmente sabios, los hombres no serían filósofos.