martes, 22 de diciembre de 2009

Keep It Hid: Dan Auerbach


Termina el año 2009, y con él una de las etapas más oscuras y olvidables que he tenido la desgracia de vivir. Terminan los años, terminan las estaciones, terminan todas las cosas que en esta vida son dignas de recuerdo, y no es sino por obra de los hipócritas, los desalmados, los engañosos, como esas cosas se tornan dignas de nuestro olvido. Mientras la sinrazón y la injusticia supremas encuentran su particular Olimpo en un festín abominable de nesciencia y traición, los que aún estamos capacitados para sentir algo más allá de nuestro ombligo no tenemos otro remedio, quizá, que consolarnos con esas pocas cosas que logran expresar algo auténtico, algo perdurable y verdadero, por más que los mencionados desalmados se empeñen en enseñarnos que no hay nada verdadero. Sabemos que están equivocados. Sirva como muestra de ello el disco que aquí presentamos, si bien uno de los mejores acontecimientos musicales de 2009, sin duda también es para mí uno de los más reseñables de la década.

Dan Auerbach saltó a la palestra hace relativamente poco, con el lanzamiento en 2002 del primer disco de su banda matriz, The Black Keys (el disco se llamaba The Big Come Up), una de las bandas que han puesto patas arriba la música blues gracias a un estilo que huye de los parámetros perfeccionistas de dicho género y que combina elementos del rock-garaje, la actitud del post-punk y el fervor por los clásicos de un iconoclasta. Auerbach y su compinche, el batería Patrick Carney, formaron con TBK un dúo de garage-blues que ya sentaba las bases musicales del propio Auerbach, cuya obra en solitario no parece alejarse, en lo esencial, de la de su grupo. No obstante, la evolución de Auerbach durante estos años ha ido distanciándose de los orígenes ortodoxos de los primeros discos de la banda, para desarrollar ya en solitario este fabuloso Keep It Hid (2009), disco nacido de una serie de temas compuestos por Auerbach durante las grabaciones de su último trabajo con TBK, Attack & Release (2008). Sin embargo, con esta presentación "en solitario" y tras reunir una banda totalmente nueva para la ocasión, Keep It Hid ha terminado por ampliar con creces la obra que le dio origen.

Sin perder de vista la concepción del blues primitiva a la vez que innovadora de sus TBK, en Keep It Hid Auerbach da rienda suelta a la semilla plantada, como decimos, en Attack & Release, pero abordando ya sin ningún tipo de freno todo un amplio espectro de sonoridades y recursos que sin duda hacen de él un renovador de los métodos tradicionales de grabación, así como de instrumentaciones y técnicas caídas en desuso. Y es que el bueno de Auerbach es insigne por ser un purista de lo viejo, tecnológicamente hablando, pues sólo utiliza tecnología de baja fidelidad (lo-fi) así como equipos analógicos para sus grabaciones, por lo que en su día TBK ya fueron comparados con The White Stripes y su particular forma de entender el blues.


En esta ocasión, Auerbach viene acompañado por una caterva de músicos (todos ellos provenientes del grupo Hacienda) que logran arropar sus composiciones de un modo decididamente distinto, aunque conservando toda la pureza y el espíritu que impregna sus creaciones anteriores con TBK. Para empezar, encontramos una sección de percusión que jalona casi todos los cortes de un modo respetuoso, en su sitio y sin tomar excesivo protagonismo, así como todo tipo de sorprendentes sonoridades nacidas de la afición del propio Auerbach por el órgano, teclados y otros efectos analógicos como el sintetizador-moog, todo lo cual confiere a Keep It Hid uno de sus atributos más notables. Asimismo, en este disco Auerbach firma algunas composiciones como co-autor junto a otros personajes como su tío James Quine, Marc Neill, Jessica Lea Mayfield (co-productora del disco), un tal Charles Auerbach (¿hermano de Dan?), así como una versión tomada del legendario compositor en la sombra Wayne Carson Thompson, autor de canciones popularizadas por gente como Elvis Presley, Joe Cocker y un largo etcétera.

El corte que abre el disco a modo de intro, "Trouble Weights a Ton", es una especie de balada muy a lo country (en la línea de "All You Ever Wanted" de Attack & Release), de claro regusto sureño, cuya delicada melancolía parece poner ante nuestros ojos una llanura crepuscular en compañía de hobos.

Y tras este inicio que parecería presagiar una obra tediosamente clásica, de repente se abre ante nosotros un universo inesperado de sonoridades extrañas, atmósferas oníricas y dinámicas fluctuantes, con la irrupción de "I Want Some More". Entran a destajo las guitarras wah-wah, el sintetizador, el órgano, la marcha de timbales, y por supuesto la voz saturada de Auerbach con su efecto característico al micro, y tenemos la impresión de que una banda de gitanos electrificados se ha colado en nuestro mundo cotidiano copado de trucos digitales. El tema progresa como un desgarro sonoro, mantenido por una rítmica tribal y coros de delirio ultramundano. Un digno lance de modernización, a través de métodos que se creían (equivocadamente) agotados desde principios de los 80, a partir de este tema compuesto por el mencionado Wayne C. Thompson.

Le sigue uno de los hits del disco, "Heartbroken, In Disrepair", pieza hipnótica que desde los primeros segundos logra apoderarse de tu atención. Una estimulante rítmica de guitarra rotatoria y saturada de eco, que parece retroalimentarse a sí misma, da lugar a un tema hecho para caminar por el desierto, con fuzz-bass y coros espirituales, tan sencillo como brillante en la progresión de sus acordes. Un conjunto que sostiene a la perfección la memorable narración de Auerbach, cuyo trabajo vocal ha sido comparado una vez más con el mismísimo Robert Johnson.

Tras el pasaje ambiental de "Because I Should", el disco da paso a una de sus composiciones más entrañables: "Whispered Words (Pretty Lies)", una balada añeja, ejecutada con sobriedad y sencillez en formato dúo. Aquí vemos al Auerbach más melancólico, en una de sus ya acostumbradas narraciones de desamor, maravillosa en este caso, y en las que se diría pugna una y otra vez por ajustar las cuentas con sus fantasmas personales. Inesperadamente, el tema se arranca en una recta final abrupta y mucho más alegre, que bien podían haber firmado los primeros Beatles.

En "Real Desire", otro tema reposado, se introducen sin ningún tipo de complejo samplers electrónicos de batería, órganos de procedencia varia o efectos moog, para dar color a una balada extraordinaria. De nuevo profusión de sonidos ambientales, atmósferas que oscilan entre lo moderno y lo tradicional, pero sobre todo una composición que está a la altura de los años dorados de la música americana.
Un bello arpegio de guitarra acústica da comienzo a "When the Night Comes", una de las canciones más oníricas de Auerbach, con un toque a lo cuento-de-hadas-truncado gracias a esos ligeros matices disonantes del órgano que entran a enturbiar, casi de manera imperceptible, una atmósfera cuidadosamente elaborada y etérea, que te transporta sin paliativos al lugar preciso que su autor ha elegido para la ocasión. Canción que se diría nacida de un sueño, o hecha para soñar.

La rítmica más animosa de "Mean Monsoon", así como su melodía vocal, contienen un fondo a lo latin-blues que salta a los oídos con un aire exótico. Puntuado por la guitarra sulfúrea de Auerbach, una sección de percusión discreta pero eficiente, así como un estribillo profético, todo ello obra en favor de una tonada que se diría hemos escuchado un millón de veces, pero que resulta muy poco convencional en su conjunto.

Con "The Prowl" entramos en uno de los cortes más rudos del disco, que remite a las sonoridades ásperas del garage-blues al que Auerbach y sus TBK nos tenían acostumbrados. Realmente de una gran excelencia el riff conductor del tema, así como la línea de voz, pero sobre todo la manera en que Auerbach y sus compinches parecen juguetear con los tonos y estructuras del blues. Todo ello sin pretensiones, sin alardes de ninguna clase; y es que una de las cosas que hace grande Keep It Hid es que ninguna de sus piezas es en realidad un super-hit de esos que te sacan a desgarrarte las vestiduras a las primeras de cambio; no, el poder mercúrico de Dan Auerbach y sus Fast Five (nombre que reciben sus nuevos compañeros de aventura musical) interfiere en el lugar de las emociones de un modo sutil, sin armar estruendo o barullo, pero alcanzando definitivamente una parte importante de esas emociones.

En este disco Auerbach parece haber asumido el cargo no sólo de guitarra y voz, sino también del bajo y la batería en algunos cortes, así como de los mencionados efectos sonoros, y éste es el caso del tema que da título al disco. "Keep It Hid" tiene uno de esos comienzos que te dejan sentado a la silla. Personalmente me recuerda a ciertas cadencias ensayadas por Portishead en su disco homónimo, cadencias que caminan lenta pero inexorablemente, con predominancia de una base rítmica hecha con cuatro cañas (bombo, caja, bajo y percusión), pero de remarcable expresividad. Pese a ello, se trata de blues en estado puro lo que Auerbach nos cuenta en una narración maliciosa, de nuevo rota y saturada.
Y con esto llegamos a una de las gemas preciosas del disco: "My Last Mistake". Tras escuchar este tema, se diría que los mismísimos Creedence Clearwater Revival han bajado de los cielos. Canción luminosa, de evidente lírica pero también rockera, en la que Auerbach nos deja unos felices fraseos de guitarra para el recuerdo.

"When I Left the Room" prosigue en la línea de bases rítmicas caminantes y reposadas, bajo una línea de voz quebrada por el desasosiego, ornado de timbres folclóricos, banjo, timbales tribales, solos de guitarra que fluyen como una sangría a través de paisajes trascendentes... Un festín de lírica, de recuerdos que atormentan, de amargos sabores sublimados, cristalizados en canciones que destilan pura magia.

A continuación "Street Walkin'", sin duda otro de los "hits" del disco. Canción de poder mesmerizante, con un riff de guitarra rabioso, en la mejor tradición rockera de los 70. La línea vocal es absolutamente cautivadora; todo el tema parece conspirar para transportarte sin condiciones a ese "paseo callejero" a la luz de la luna del que Auerbach habla, o narra, cual poeta urbano.

Y por fin el tema que cierra el disco: "Goin' Home" es una de esas canciones que figurarían en la banda sonora de tu vida. Imposible no identificarse con esas frases que remarcan el inexorable destino solitario de hombres y mujeres a la deriva, en la noche, en la ciudad, en cualquier parte. Acompañado de un delicado rasgueteo de mandolina y guitarras acústicas, Auerbach nos brinda un último canto a la melancolía, de nuevo con un aire campestre o de canción de cuna, destilando una belleza tan grande como sencilla.

Keep It Hid es una obra extraordinaria. Una obra maestra. Una obra encumbrable. Una obra que, tras la primera escucha, parece estar hecha de la verdadera materia del alma. Pero sobre todo el talento casi recién nacido de un genio en potencia que ha dado sus primeros y bien que madurados pasos. Más allá de la mixtura entre modernidad y tradición, en este disco que se diría infinito se encuentra la yuxtaposición de dos mundos antagónicos, el día y la noche, los sueños y algo parecido a la amarga realidad. Por su sencillez, por su honestidad, por su espíritu, por su capacidad de sintetizar la música tradicional en un discurso nuevo y genuino, por cualquiera de estas razones y muchas otras, Keep It Hid y su autor Dan Auerbach son ya un clásico moderno.



jueves, 1 de octubre de 2009

El corazón de Ahab

Artículo aparecido en el nº 90 de la revista digital Luke, noviembre de 2007
La literatura está plagada de personajes, más o menos representativos de la naturaleza humana, cuyos nombres y caracterizaciones pasan a formar parte de nuestro sedimento cultural con mayor o menor impronta. Todos conocemos al personaje más universal de la historia de las letras hispanas, el caballero alucinado y ambivalente que se paseaba aferrado a una lanza y en compañía de su fiel amigo por los desiertos castellanos. Al detective sagaz y espigado que, armado únicamente de su lógica y su pipa, contribuyó a resolver toda suerte de misterios en el Londres victoriano. O a ese hombrecillo enfermizo y taciturno, parado ante las murallas de un castillo impenetrable, cuya identidad se halla ligada a las aristas de una letra bárbara. Dentro del género de “aventuras”, concretamente en la literatura de navegaciones, se dan asimismo un buen número de personajes representativos, en su mayoría por ser criaturas intrépidas cuyas hazañas nos llenan de asombro, desde el avieso navegante de las odiseas mediterráneas, pasando por el afortunado pirata de las noches árabes, hasta algún célebre corsario o capitán, el cual, alzando su catalejo hacia el horizonte desde el castillo de proa, desafía a los elementos y con ellos al propio destino.

Sin duda uno de los más inquietantes en la categoría de los itinerantes marinos es el paradigmático capitán Ahab, en cuyas facciones contritas y obsesivas, en su dolorosa pata de palo y en su irrompible determinación relucen las más insondables y oscuras (pero por ello también las más atractivas y enigmáticas) de las pasiones humanas. Quién podría sondear, como el propio Ahab sondea las procelosas aguas del océano, las motivaciones y anhelos que su autor, Herman Melville, quiso depositar en la actitud hosca y siempre vigilante del capitán del Pequod. Tal vez el escritor fuese a su vez un ser entregado a la consecución de un objetivo imposible, que contra todo pronóstico razonable se agitase y buscase de forma desesperada la realización de un sueño. Un sueño que en Ahab aparece dominado por la sed de venganza, cuyos rasgos encarnan el deseo permanentemente insatisfecho del hombre en busca de sus aspiraciones, por nefandas y absurdas que éstas puedan parecer. Del mismo modo, quién podría sondear el significado de la bestia blanca escondida en las profundidades, tras cuyo rastro Ahab se perderá irremediablemente. Quién no sintió pavor al imaginar al desdichado marino atado al lomo marfileño de la ballena, diciéndonos adiós antes de sumergirse en la negrura con una improbable mueca de satisfacción. Algunos han querido ver, en esa inexplicable marcha hacia las profundidades tras Moby Dick, un símbolo de las generaciones de hombres que a lo largo de la historia se han sumergido y perdido tras causas igualmente irracionales. Asimismo, hay quien ha identificado en la figura de Ahab, en su mirada lunática puesta siempre en el horizonte, la imagen del líder que enajenado se lanza de cabeza a una destrucción segura, arrastrando consigo muerte y desolación. Su obsesión por la ballena blanca, sin embargo, es el símbolo perfecto de todo aquel que se pone una meta fija en la vida y la persigue hasta sus últimas consecuencias.

La conducta irresponsable y pertinaz del capitán Ahab es un monumento a la constancia humana, pero también a su necedad. En él existe una ciega ambición, un reclamo que lo empuja hacia lo imposible, y de algún modo esto lo redime en un mundo caracterizado por fines y causas posibles. La suya es una determinación que rivaliza con las fuerzas de la naturaleza y de la tragedia clásica, contraviniendo el destino, y, aunque su sino sea ceder finalmente a esas fuerzas ingobernables, Ahab se sumerge en las aguas desafiando, plantando cara al fatum, a sabiendas de que esa batalla que acabará perdiéndolo es también su particular forma de salvación.
Contra toda causa posible, contra toda noción de razón edificante o filantrópica, en el abismo negro donde Moby Dick tiene su hogar infernal, más allá de nuestros dominios y cálculos, habita una verdad que se desvela necesaria en la misma medida que irrealizable, y es que el hombre será consumido por sus aspiraciones, o no será nada al fin y al cabo. Por eso, en un reducto profundo y todavía caótico de nuestros corazones, el capitán Ahab prosigue su búsqueda.

viernes, 10 de julio de 2009

Matices del habla


"El hombre sabe que en el ánimo hay matices más asombrosos, más innumerables y más innombrables que matices de colores presenta un bosque en otoño... Con todo, cree seriamente que estas cosas pueden, en todos sus tonos y semitonalidades, en todas sus mixturas y uniones, ser representadas de forma precisa por un sistema arbitrario de gritos y chillidos. Cree que un civilizado agente del mercado de bolsa corriente puede en realidad producir desde su interior sonidos que denotan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del deseo.”

Gilbert K. Chesterton

lunes, 29 de junio de 2009

El tiro imposible




En 1974, el desconocido director checoslovaco Karel Reisz realizó una pequeña joya del cine -aunque no por ello menos desconocida- titulada The gambler (“El jugador”). En ella, James Caan nos brindaba una de sus viscerales y más descarnadas actuaciones, cuando todavía podía decirse que era un actor de primera línea, dando vida a uno de los personajes del cinematógrafo que más me han cautivado a lo largo de los años.
El personaje de Caan era un profesor de literatura que echaba su vida por la borda por culpa de su adicción al juego, en un perfecto ejemplo de sublime autodestrucción cuyo mayor encanto reside tal vez en lo inmotivado e irracional de esa autodestrucción. Un personaje sin motivos aparentes para estar desesperado, que lleva una vida sosegada dentro de sus posibilidades de medioburgués asalariado, una persona sin problemas fehacientes para hallarse al borde del precipicio, pero que no obstante decide acabar consigo mismo y con el mundo por el único fin de ser consecuente consigo mismo, para rendir cuentas, tal vez, con sus demonios particulares -en un claro precedente de aquel otro personaje interpretado por Harvey Keitel en Bad lieutenant, el magnífico canto a los abismos que Abel Ferrara llevaría a la pantalla en 1992.

Dejando de lado las consideraciones más o menos oportunas sobre el dudoso romanticismo de la autodestrucción, el protagonista de The gambler alecciona a sus alumnos y al espectador acerca de lo que él llama “el tiro imposible”, trayendo a colación El jugador de Dostoyevski y apelando a una controvertida hipótesis matemática, pero sobre todo, con una bella anécdota que acontece nada más arrancar el film: Caan acaba de salir de una sala de apuestas clandestina, lleva toda la noche sin dormir y ha contraído una perceptible deuda con la mafia que cierto matón se encarga de hacerle recordar. Cuando se dirige a casa, se cruza con unos chavales que juegan al básquet en la calle. Sólo un dólar le queda en el bolsillo, y decide jugárselo con aquellos críos a una única canasta desde lejos…

Todo jugador de baloncesto ha intentado alguna vez el tiro imposible, nos dice el descarriado profesor de literatura del film. De punta a punta de la pista, un tiro largo y potente, que tiene más entusiasmo que sensatez. El jugador amaga, flexiona las rodillas y realiza el disparo como sabe hacer, sólo que en esa ocasión sus probabilidades de encestar son muy remotas. El mundo entero deja de tener lógica en ese instante. Durante unos segundos, es la convicción del jugador la que vence a las posibilidades, a la lógica y el sentido común. Durante esos segundos en que la bola atraviesa el aire y parece quedar en suspenso, caben todas las posibilidades. Durante esos segundos es posible lo que cabalmente sería imposible. Y ahí es donde se produce la hipótesis matemática antes mencionada: en ese instante, dos más dos es igual a cinco.

Esa imagen, la del hombre desesperado que cierra los ojos y lanza la pelota en un tiro irracional, acude a mi mente con frecuencia, tiene la capacidad de hacer del mundo un lugar menos denso y opresivo. Cuando echamos cuentas y cálculos y parece que lo tenemos todo en contra; cuando la lógica monstruosa de la realidad se hace aplastante, y en los engranajes de su maquinaria dentada vemos regurgitarse hasta el último sueño de nuestras frágiles vidas… Entonces, pienso en el jugador de baloncesto y en su alocada hipótesis matemática.

Y, lo que es mejor de todo: en esos tiros imposibles, muchas veces la bola entra.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Run, Johnny, run...


Artículo aparecido en el nº 105 de la revista digital Luke.


El pasado 27 de enero falleció el fenomenal autor de Corre conejo (1960) y la saga de su personaje, Harry "Conejo" Angstrom, quien fuera inventor de la famosa escapada a comprar tabaco para nunca volver…

Nos referimos, claro está, a John Hoyer Updike (1932-2009), uno de los últimos supervivientes de aquella generación de autores norteamericanos que florecieron durante los años de posguerra y que contribuyeron al desarrollo literario del siglo XX a partir de una manera genuina de ver el mundo, y en consecuencia una manera genuina de escribir el mundo. Una de las más notables cualidades de estos autores radicaba seguramente en el hecho de que supieron tomarle el pulso al enloquecimiento creciente de la sociedad en la que vivían, desde los maridajes entre guionistas/novelistas de Hollywood, la novela negra y policiaca, la escuela de Chicago y de Nueva York, la novela del Sur, la beat generation, el renacimiento de autores judíos, las técnicas cinematográficas, las vanguardias, los escritores afroamericanos, al auge del thriller o la reinvención del best-seller. Entre todo ese magma, Updike supo buscarse un lugar propio gracias a la agilidad de su estilo, al cinismo soterrado que impregna sus historias y personajes, así como a la mirada limpia y penetrante que, como si de cargas de profundidad se tratase, aparece como un rasgo propio de los retratistas consumados.

Updike provenía de una familia humilde del campo que padeció tiempos de auténtica penuria durante la Gran Depresión. Despunta como dibujante precoz a la edad de cinco años, y a los ocho emprende su primera novela, tal vez alentado por el entorno familiar ya que el padre de Updike era profesor y su madre una mujer cultivada que llegó a publicar algunos cuentos tras el éxito de su hijo. Tras conseguir una beca en Harvard y contraer matrimonio con una estudiante de Bellas Artes, recaló en un merecido puesto como redactor en el New Yorker. Desde entonces, su labor literaria es incesante, publicando centenares de cuentos y narraciones, así como 22 novelas en su haber. Dos de ellas (Conejo es rico -1981- y Conejo en paz -1991) le valieron sendos premios Pulitzer, e incluso fue llevado al cine de los grandes taquillazos con su novela Las brujas de Eastwick (1984).

De este modo, Updike entra a formar parte junto a James Cheever y James Farl Powers de la llamada "nueva novela tradicional", la novela de la costa Este, amén de esa escuela de talentos que se dieron a conocer entre las páginas del mencionado New Yorker, auténtica cantera de novelistas de la que han salido autores como J.D. Salinger, Philip Roth, John O'Hara o Truman Capote, y que hasta hoy sigue dando sus frutos.

Lo que siempre me gustó de Updike es su velocidad, su ritmo y agilidad en las narraciones, las cuales, al igual que su personaje Harry Conejo o como en un vertiginoso tempo de be-bop, parecen siempre correr, escapar hacia delante aunque eso sí mirando hacia los lados, pues la obra de Updike es también un buen panorama de los seres humanos, a los cuales retrata con humor y acidez a partes iguales, con esa hábil mezcla de mirada crítica y ternura que lo define.

Los temas de Updike son el desencanto, las relaciones conyugales, la subordinación de la existencia a satisfacciones físicas permanentes, el erotismo, las pulsiones secretas que dan lugar a comportamientos tipo válvula de escape como es el de Harry Conejo, quien, según Marc Saporta, "contenía con dificultad su necesidad incoercible de fugarse, de escapar dejando plantada a su mujer, símbolo de todas las dificultades de la existencia".

Sus novelas son amenas, incluso fáciles de leer debido al prodigioso dominio del ritmo que antes mencionaba, pero también constituyen una radiografía corrosiva del hombre y las costumbres contemporáneas. Lejos de glorificar o justificar los actos de sus personajes, es precisamente su sinrazón, su carencia de motivaciones altruistas o dignificantes lo que más los vuelve cercanos y reconocibles, todos imperfectos y al borde del patetismo si no fuera porque más de uno se reconocerá al mirarse en ellos.

martes, 21 de abril de 2009

Miguel Brieva: el olor del dinero



Existen ciertos casos de creadores cuya calidad de producción es inversamente proporcional a la escasa difusión que le brindan los grandes medios. Más aún si dichos medios, en atención a sus múltiples patrocinios y a las siempre bienintencionadas y hacendosas corporaciones de las que se nutren, suelen mostrarse poco interesados en auspiciar aquellas creaciones que no se adecuen o sean acordes a los valores y finalidades fundamentales de la sociedad de consumo. Y lo cierto es que, tras leer la obra de Miguel Brieva (Sevilla, 1974), uno no puede dejar de cuestionarse sobre tales finalidades fundamentales, preguntarse acerca de si lo que conocemos como “realidad objetiva” no es en realidad un complejo sistema de apariencias destinado a manipular nuestros intereses y deseos, fomentando nuestra simpatía bajo múltiples placebos que nos mantienen satisfechos y a los que nos congraciamos por mor de la cultura del bienestar, pero cuya finalidad no es otra que la de conseguir extraer de nuestros bolsillos un puñado de dinero.

Tal vez por todo lo antedicho Brieva viene autopublicando su propia obra desde sus inicios, aunque eso no es óbice para que sus ilustraciones hayan aparecido de forma habitual en El País de las Tentaciones, Rolling Stone, El Jueves o la revista Diagonal, y a día de hoy es todo un fenómeno de culto minoritario. A menudo el estilo de Miguel Brieva ha sido comparado con una especie de cruce entre El Roto y Robert Crumb, y no está de más decir que los mencionados artistas, pese a su declarado nihilismo y separatismo radical de toda analogía o comparación, esbozarían cuanto menos una sonrisa (una sonrisa sesgada, una media sonrisa, una sonrisa de hilaridad, una sonrisa y punto) a la hora de leer al autor que nos ocupa.

Brieva se ha desmarcado como uno de los dibujantes de cómic con un discurso más genuino y demoledor que hayan visto la luz en nuestro país. Si dicho arte es susceptible de reclamar para sí los atributos de la crítica social, el pensamiento filosófico, la subversión de la cultura, la reacción ante el conformismo, la moralidad o el estado, esto es eminentemente cierto en el caso de Brieva. Su estilo hace uso indiscriminado de la estética de la publicidad norteamericana de los años 60, la parodia del cuento para niños o recursos propios de propaganda pura y dura, como medio de doble filo por el que plasmar sus ideas siempre corrosivas y enconadas a nivel extremo. Y lo cierto es que la obra de Brieva parece disparar contra todo; pese a la lectura crítica que ha querido ver en él a un simple consolidador o reciclador de los valores anti-stablishment que desde hace décadas son cosa frecuente en todos los campos de la cultura, lo cierto es que bajo su mirada nadie parece estar a salvo, y no escapan a sus pullas de tinta ni los radicales ni los moderados, ni los reaccionarios ni los progresistas, ni los unos ni los otros... Sus viñetas y reflexiones –todas ellas expuestas, dicho sea de paso, en un correcto léxico muy de agradecer en estos tiempos de afasia lingüística— exponen, radiografían, congelan y monitorizan a tal punto los rasgos sociales comúnmente aceptados por la generalidad que su lectura puede producir sonrojo.

Tras un examen superficial, podría afirmarse que los objetivos habituales de Brieva son la sociedad de consumo, la televisión, el sistema capitalista, los políticos, los educadores, la publicidad, etc, pero lo cierto es que su mirada penetra algunos peldaños más allá, adentrándose en facetas del comportamiento humano de un modo en absoluto halagador o condescendiente. De este modo Brieva bosqueja a un ser social manipulable, mezquino y despreciable, anulado tras el conformismo, la alienación y la superficialidad, pero también y lo que es más importante, como parte activa de ese mismo orden de cosas del que no sólo es víctima sino también directo responsable.


Cabría pensar que la reacción natural al contemplar las viñetas de Brieva (siempre y cuando nos asista el espíritu del humor negro) sea una sonora risotada; sin embargo, ésta es sucedida de inmediato por una serie de emociones encontradas que pueden ir de la hilaridad a la turbación, del inocente cachondeo al malestar sin solución de continuidad. Este complejo sistema de impresiones, que no es otra cosa que un complejo sistema de interpretaciones cuidadosamente calculado por Brieva, nos remite a uno de los valores que más apreciamos en el dibujante andaluz: sus viñetas tienen la rara cualidad de poner en marcha nuestro raciocinio, alentándonos, arengándonos a pensar de un modo al que puede que algunos ya se hayan acostumbrado, pero que por pereza o displicencia a menudo tendemos a desconectar o atenuar en nuestro proceder diario. Como un moscardón de aleteo incordiante, Brieva nos despierta de la modorra y del abotargamiento a los que subrepticiamente nos han conducido a base de anuncios televisivos, prensa basura, falsos idealismos y demás ofuscaciones del intelecto. Su manera de retratar la estupidez suprema que a menudo habita en los seres humanos puede que no sea la más sutil o provista de gracilidad poética, pero no por ello es menos efectiva. Brieva ha escogido el camino de la tira cómica satírica, que viene desde la Ilustración, para llevar hasta lo insoportable el necesario arte de la autocrítica, como mínimo en lo tocante a la esalzada capacidad humana de solidaridad, de comunión con nuestros semejantes y demás entelequias de efectos adocenantes que políticos, banqueros y multinacionales de toda especie manejan con habilidad en su plan por mantenernos contentos mientras ellos se llenan los bolsillos.

En definitiva, Brieva es uno de esos cínicos modernos que parecen estar disconformes con todo y cuyo talante agrio nos incomoda o perturba, pero por eso mismo ese tipo de creadores/pensadores siguen siendo hoy tan útiles como lo fueron en el pasado, pues el mundo aún dista mucho de ser el escenario transparente y cristalino que, bajo un discurso que oscila del triunfalismo al catastrofismo según sople la dirección del viento, ciertos sectores tratan de vendernos con el único fin de no verse privados de sus mullidos asientos. Lo cierto es que han tenido que aparecer nuevos tiranos en nuestro horizonte mundial inmediato, han tenido que surgir distopías jamás soñadas por los novelistas más apocalípticos de la ciencia ficción, hemos tenido que reincidir en la equivocación y la estupidez sin límites de un mundo que se ahoga en la cloaca económica, espiritual y ética que él mismo ha creado, para llegar una vez más a las mismas nociones de carencia que aquejan a nuestra sociedad libre. Las mismas nociones que Brieva, a través de su crítica descarnada y corrosiva, pone ante nuestros ojos de un modo tan justamente acusador como inquietante.

martes, 3 de marzo de 2009

Thanks, Dave


Con ocasión del reciente fallecimiento del pianista de jazz Dave McKenna (1930-2008), hemos rescatado este artículo, a modo conmemorativo, que en su día fue publicado en las páginas de la revista Lateral.

Dave McKenna siempre ha puesto el listón muy alto, quizá demasiado para los simples mortales. Por ejemplo, “entrega” sus solos perfectos de manera perfecta: abriendo el tema, desplegándolo en un abanico de posibilidades para que el solista que le sigue escoja al vuelo la adecuada. Menudo reto. Si los surrealistas buscaban con denuedo el azar objetivo, el piano de McKenna es el azar objetivo. Por eso, aparte de pianista extraordinario, siempre ha sido una especie de leyenda entre los músicos: “Si yo tuviese la mitad de su talento, nunca me habría preocupado de nada” (Bobby Hackett); “Es quizá el único pianista que yo escucharía todas las noches” (Zoot Sims); “Muchos pianistas sólo saben tocar clichés, pero a McKenna jamás se le agotan las ideas. Él nunca toca clichés, puedo asegurarlo” (Gene Krupa). Y un columnista de jazz nos advierte de que su música es “sumamente peligrosa, te provoca un ataque agudo de felicidad”.

Desde su debut con la orquesta de Rudy Ventura en 1949, con sólo 19 años, este tipo sencillo y discreto que se autodefine modestamente como “un pianista de salón que adora las melodías” ha trazado una trayectoria singular y personalísima. Durante décadas acompañó a músicos de primera línea, y desde finales de los años 70 optó por las grabaciones en solitario, convirtiéndose en un incomparable resucitador de estandards. Influenciado por Teddy Wilson y Nat King Cole, su estilo destaca por una esplendidez de ejecución que no ahoga ni distrae de lo principal, una infinita capacidad de improvisación y ese caudal inagotable de ideas frescas a que aludía Krupa. Es capaz de saltar de un fraseo bebop a un acompañamiento stride, pero nunca traicionará el tema con florituras o arrebatos gratuitos. Escuchándolo, uno hasta podría dar por válida la afirmación de Hegel de que la música es la manifestación más alta del espíritu, aunque no creo que el adusto prusiano se alegrara mucho de escucharlo, ya que en su filosofía hay muy poco lugar para la pequeña gran dicha de estar vivo y saber estarlo. Y eso precisamente parece transmitirnos McKenna, no en un sentido ramplón sino todo lo contrario, gracias a que su lirismo esencial jamás empalaga ni incurre en sensiblería. Antes bien, aunado a su prodigioso sentido del swing y a su endiablado dominio de la mano izquierda, dota de un carácter básicamente positivo a sus ejecuciones, muchas de ellas genuinos “relatos” que describen un chispeante duelo entre sentimientos e ideas. Incluso capaz de mostrar facetas del blues ajenas a toda tristeza o fatalismo, su pulsión es poética y por tanto da vuelo a todo lo que toca, lo mismo que Monk pero por un camino diametralmente opuesto. Bien es cierto que “lo positivo” nunca ha tenido buena fama entre la intelligentsia, ya que por lo general no es más que un embuste maquillado, pero por eso mismo hemos de celebrar las cosas verdaderamente positivas como el piano de McKenna. Thanks, Dave.

jueves, 29 de enero de 2009

Uno de centauros


"Un padre y una madre centauros observan a su hijo que retoza en una playa del Mediterráneo. El padre se vuelve hacia la madre y le pregunta:

--¿Debemos decirle que no es más que un mito?"

Kostas Axelos; Cuentos filosóficos.

jueves, 15 de enero de 2009

Algunas reseñas literarias


Michael Chabon
Jóvenes hombres lobo
Mondadori, 2005
240 págs.

Antes del salto mediático obtenido con su segunda novela, Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay (Mondadori, 2002), ganadora del premio Pulitzer 2001, Michael Chabon ya había explorado con éxito la narración corta en sus publicaciones para The New Yorker, recopiladas más tarde en Un mundo modelo (Anagrama, 1995), y en el tomo que aquí presentamos.

En este volumen, así como en el resto de sus obras, Chabon nos muestra un retrato ácido, aunque hilarante, de la clase media americana nacida de la inmigración y el progreso socioeconómico de los ochenta. Puede palparse la atracción del autor por los mundos encontrados, por la tensión generada entre los contrarios: la infancia y la madurez, el sueño y la realidad, la locura y la cordura cuyos límites terminan por invertirse y desvelarse inextricables. Los personajes de Jóvenes hombres lobo viven en el permanente conflicto entre la solidez aparente de sus conductas racionales y los deseos y pulsiones más íntimos e inconfesables. Tal es el caso del señor Green, padre divorciado y autor de un manual de conducta paterna cuyos preceptos incumple sistemáticamente. O el de la joven pareja venida a menos de “Cacería de casas”, que inesperadamente sucumbe a sus instintos más bajos en el transcurso de una visita aparentemente anodina... Como éstas, otras muchas situaciones cómicas, y en su justa medida grotescas, nos mueven a reflexionar si la sinrazón propia de nuestros deseos no es en verdad más útil y efectiva que los acartonados dogmas del convencionalismo y el sentido común.

Chabon se lo juega todo a una carta, la de una impecable y fluida narración que en ningún momento echa en falta las descripciones recargadas o la intención puramente estética. En este sentido Chabon es un escritor plenamente moderno, reluctante hijo del rhythm y la ironía mordaz que en su momento cultivaron John Updike o Bruce Jay Friedman. La mirada desencantada a la vez que iniciática del mundo, propia de la literatura norteamericana, aún se destila en los personajes de Jóvenes hombres lobo, en su mayoría atrapados en la difícil y precoz ambigüedad existencial previa a la madurez y enfrentados de este modo a las imperfecciones de su condición humana. No en vano Chabon hace de ellos un dechado de contradicción y efímero equilibrio, transitando a menudo y con esfuerzo por lo que Joseph Conrad llamó “la línea de sombra”: ese momento en que los ideales y sueños de juventud se convierten en acuciante realidad, en la sórdida lucha con nuestros semejantes y en el anhelante tedio de una vida condenada a la insatisfacción.

Esta reseña fue originariamente publicada en la revista Lateral.



Frédérique Vargas
Que se levanten los muertosSiruela, 2005
260 págs.

Desde su debut en 1986 con Les jeux de l'amour et de la mort, ganadora del Premio de Novela Policiaca del Festival de Cognac, la escritora francesa Frédérique Vargas no ha dejado de abrumar a sus lectores con una incansable producción literaria que ya suma quince títulos publicados, lo que nos daría un promedio de 15,2 meses dedicados a cada libro, lo cual, si bien ha hecho de Vargas una personalidad en el ámbito de la actual novela policiaca, no ha logrado darle todavía la cualidad de best-seller mundial por la que sus obras suspiran calladamente.

Que se levanten los muertos (Premio MystËre de crítica 1995) arranca con un hecho insólito: al levantarse una mañana, uno de los personajes encuentra que alguien ha plantado un árbol en su jardín. Más tarde hallarán a este personaje muerto en extrañas circunstancias, en cuya investigación se verá implicado el carismático trío protagonista de la novela, especie de refrito estandard de la ya clásica formación triangular compuesta por personalidades en contraste (los tres Mosqueteros, Hnos. Marx, etc), en este caso tres estudiantes de Historia en paro, articulados a su vez por un viejo detective que actúa como aglutinador de este grupo dispar, fiel continuador del pícaro policía a medio camino entre Monsieur Dupin y su contrapartida, el ladrón Arsenio Lupin.

El estilo de Vargas, sin carecer de gracia y estilo, no aspira a remover ni un poco el lenguaje ni a servirse de éste de manera personal. El enfoque es el de un híbrido entre el retrato naturalista, típico de la novela policiaca francesa, y la deducción geométrica propia de los autores ingleses, aunque Vargas se centra en los aspectos humanos de sus personajes, no tanto en las interioridades de la psique, lo cual deja poco lugar para lo discursivo o lo imaginario. Tal cosa nos lleva al problema sustancial de esta novela, y es que, si bien el género policiaco fue un género infravalorado en sus inicios, y en tanto sus autores de más calidad y renombre corrigieron con el tiempo este equívoco, hoy en día es infrecuente una obra policiaca que no plantee o cuestione en alguna medida la condición humana. Por ello es aún más grave la carencia de interrogantes o cuestiones de orden trascendente en el libro, o, como mínimo, que apuntasen a un terreno allende la mera estructura formal del mismo. A pesar de esto y de sus soluciones y giros en ocasiones inverosímiles, Vargas logra ser una escritora amena, apta para lectores poco exigentes, pues su novela crea uno de esos espacios de literatura calma y sin sobresaltos que no buscan el experimento narrativo y en los que el lector puede transportarse por unas horas al reconfortante mundo de la intriga.

Esta reseña fue originariamente publicada en la revista Lateral.



Bernhard SchlinkEl fin de Selb
Anagrama, 2005
245 págs.

En la actualidad el género policiaco atraviesa un proceso de retroalimentación que hunde su faz en los sistemas que dieron fama a dicho género, sistemas cuya efectividad ha sido ampliamente tratada y desarrollada. A pesar de todo, el policiaco sigue siendo un campo ideal para todos aquellos empeñados en retratar la cara más sombría y conflictiva del ser humano.


El fin de Selb es la última entrega de una serie compuesta de tres novelas protagonizadas por el mismo personaje y que tanto éxito han cosechado en Alemania, su país de origen. En este volumen encontramos una narración tan correcta y sobria como puede serlo el rostro jurídico del autor de El lector (Anagrama, 2003). La trama cumple un itinerario clásico, sólo interrumpido por cierto ánimo de contemplación medido con cuentagotas, paseándonos por las laderas verdigrises de la Alemania alpina. La historia fluye ante nosotros sabiamente, sucediéndose los hechos de manera natural y contenida incluso cuando se nos relata un accidente automovilístico. Y de hechos trata la obra de Schlink, o como mínimo la de Selb. La pura investigación detectivesca que se despliega en torno a un enrevesado crucigrama en el que no faltan los elementos del thriller, MacGoofin’ y mafia rusa incluidos, para a continuación meternos de cabeza en la indagación de archivo, en las cuentas y operaciones secretas de inapelables bancas enquistadas en la bruma de un pasado turbio. Todo ello de la mano de un detective de la tercera edad que se las compone entre sus problemas coronarios, una relación imposible y los remordimientos de una vida desfigurada por el nazismo, haciendo gala, a modo de bálsamo, de un cínico estoicismo.

En ésta como en otras novelas de Schlink, el trauma de la depresión posbélica se imprime en sus páginas como una oscura hendidura que a la menor ocasión rezuma de agonía mal suturada. El pasado es para sus personajes un espectro del que no logran escapar, que cada poco regresa de lo profundo para estallar ante ellos de forma abrupta. Así las imágenes de ese Berlín abierto en canal, cuyas entrañas de asfalto en reconstrucción emulan una vieja herida sin cicatrizar. Tal vez para redimir ese pasado vergonzoso del que tanto Selb como Schlink tratan de huir, el protagonista de la novela, detective y fiscal retirado, desarrolla una calidad y altura éticas intachables, que sin embargo lo convierten en un personaje algo artificioso y recalcitrante como pretendido modelo de incorruptibilidad humana. Y es que, si los jueces del mundo fuesen la mitad de honrados que Selb, puede que Schlink no tuviera sobre qué escribir.

Esta reseña fue originalmente escrita para la revista Lateral, aunque nunca llegó a publicarse.


Las siguientes reseñas, más breves, fueron originalmente publicadas en la revista Lo+ de Castelldefels. 


Thomas De Quincey
Los Césares y otras obras selectas
Valdemar – 389 págs.

Aunque el conjunto de textos recopilados en este libro pasaría bajo el género de “ensayos”, lo cierto es que el estilo de este portentoso autor victoriano es uno de los más lúcidos y bellamente literarios de la historia, cuyos escritos combinan una visión del mundo crítica y mordaz con un refinado gusto por lo narrativo. Conocido mundialmente por su libro autobiográfico Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), De Quincey dejó en verdad un legado mucho más extenso de lo que hasta tiempos recientes conocíamos por sus escasas traducciones. Es por ello que, de un tiempo a esta parte, están editándose por primera vez en lengua castellana muchas de las obras menos conocidas del autor. Dotado del sutil sentido del humor y la sensibilidad mercúrica que caracterizaban al opiómano escritor, Los Césares reúne a su vez un erudito conjunto de ensayos sobre figuras históricas de la talla de Homero, Herodoto o Judas Iscariote. Imprescindible.



James Salter
La última noche
Salamandra – 156 págs.

James Salter es uno de los escritores norteamericanos más celebrados de las últimas décadas. Autor minimalista, tanto en su estilo como en la brevedad de su obra –sólo ha publicado siete libros desde su primera novela, Pilotos de caza (1956)--, el suyo es uno de esos casos que destilan una impronta singular, la personalidad particular y solitaria de un bon-vivant con voz propia dentro de los grandes estilos que caracterizan la literatura norteamericana del siglo XX. En este libro de relatos, con la estocada corta y calculada de un narrador añejo, Salter aborda de nuevo sus temas recurrentes, y que podrían englobarse en esa inagotable cantera de sombras y ambigüedades que son las relaciones humanas. A través de relatos breves y concisos, Salter afronta los terrenos más espinosos del alma con su habitual contención y el saber hacer de la experiencia. Toda una lección de maestría.



Torsten Krol
Callisto
Salamandra, 382 págs.

Segunda entrega del talentoso novelista Torsten Krol, seudónimo de un escritor que se mantiene en el anonimato y al que no conocen ni su agente ni sus editores, ya que se comunica únicamente por e-mail. Aunque se cree que vive en la Australia profunda, Torsten Krol viene esta vez a la carga con una memorable radiografía del corazón oscuro de Estados Unidos, a través de la historia de Odell Deefus, un joven blanco de pocas luces y dos metros de estatura que atraviesa el desierto de Kansas para alistarse en el ejército. Pronto su viaje hacia la nada se trunca y se ve envuelto en una larga serie de despropósitos y personajes inquietantes. Callisto es una sátira moderna contada desde la perspectiva de un necio, pero bajo la pluma maestral de Krol esa misma mirada se convierte en un instrumento ameno, corrosivo e inteligente, capaz de resaltar la complejidad de un mundo sumido en el absurdo.