domingo, 12 de junio de 2016

Nadie controla nada



"No creo que nadie tenga el control. De eso hablaba McLuhan cuando dijo que la razón por la que tenemos que entender a los medios de masas es que, si no lo hacemos, nos controlarán ellos. No tenemos que antropomorfizar los medios y decir que nos controlarán. Los medios no tienen cerebro; se trata únicamente de tecnología. Lo que pasa es que las cosas se han descontrolado. Nadie controla nada. Sólo hay una apariencia de control. Siento que el desorden está muy cerca, y ésa es una de las razones por las que supongo que me siento un marginado, simplemente porque creo que soy más consciente de la presencia y cercanía del caos."

David Cronenberg; citado por Jorge Fernández Gonzalo en Políticas de la nueva carne: calas filosóficas en la filmografía de David Cronenberg.

viernes, 10 de junio de 2016

Una puerta de Madrid



Una puerta que me fascinaba, cada vez que pasaba por delante, en la calle de Moratín de Madrid.
Una puerta que, según se anuncia en la misma, estaría destinada a "abrir puertas", pero que sin embargo permanece cerrada a cal y canto.
Una puerta descontextualizada, diríase que asediada por esos cables telefónicos y mallas de obra, que la ciernen como una telaraña.
Una puerta-basurero, en la que los despojos han tomado parte hasta convertirla en un tótem de la arquitectura residual, un monumento a la memoria urbana desmitificada, fagocitada por el empuje inevitable del ¿progreso?
Una puerta-híbrido mitológico.
Una puerta-museo de algo así como el devenir, de un lugar procesual en tránsito, en perpetua metamorfosis, aunque anclado todavía a su pasado más pueril ("compre", "venda", "contrate").
Una puerta que habla varios lenguajes, todos ellos incompatibles. Una puerta-campo de batalla semántico, con sus grafitis y sus reclamos publicitarios comunicando consignas inútiles en el vacío.
Una puerta-capitalismo.
Una puerta que ha sido "des-puertizada". Cuya función original ahora parece consistir en su propia disfuncionalidad, en su propia condición de "outsider" frente al éxtasis de los grandes escaparates (no menos vacíos).
Puerta-museo de la discordia. Deyección purulenta. Mutación escatológica... Puerta origen y fin de los tiempos. Esfinge sin misterios.

viernes, 3 de junio de 2016

Devenires de una máscara



Recientemente llegó a mis manos el nº 8 de la revista Lumière. En uno de sus artículos, publicado en enero de 2015, tuve esa extraña experiencia que hallamos en el reconocimiento de lo escrito por otros, en las palabras de los otros, que a menudo se diría que nos describen y nos pre-constituyen. Cuando, de algún modo, encontramos una morfología previa del mundo que ya estaba allí antes de que nos parásemos a pensarlo. Éste fue el caso de "Peripecias de una máscara", de Evaristo Agudo Molina y Vanessa Agudo. Espléndida disquisición estética sobre el último film de Brian De Palma (Passion, 2012), y que conecta con nuestra manera de ver el mundo, que nos habla de "una modernidad abocada a su punto de ruptura"; y apunta: "Vivimos aún en la cicatriz de esa fractura, de ese giro, esta vez histórico-mundial, en que la danza de la significación se ha transformado." 

Disquisición en torno a los signos, pues, que se extiende a la constitución del mundo y a su inevitable fractura. Que tiene que ver con los signos de nuestro tiempo, con su estética, su discurso. 

Por enero de 2015, yo me hallaba trabajando en un ensayo que terminaría excretando de su propio núcleo apretado un absceso residual, especie de eyaculación o secuela en la que vertería las consecuencias de aquella elucubración sobre el mundo que yo había imaginado (y otros antes que yo) como huérfano de todo trasunto ontológico. Es remarcable el primer párrafo del artículo de los hermanos Agudo Molina, porque resalta esa percepción:

El signo, independizado de su función referencial, desligado de las cosas, no las señala ya, se multiplica en una polisemia desbridada, y delira. Las imágenes no convergen creando la estable seguridad de un mundo. No hay mundo. Cuando no podemos fiarnos de nuestras percepciones, cuando éstas han dejado de indicar objetos, de corresponder a un orden externo, la coherencia racional estalla y quedan las figuraciones desatadas de la imaginación, la locura. No hay mundo y nunca lo hubo.”

Así es como el signo se desliza hacia su irrefrenable miasma de arenas movedizas, deviene en su delirio constituyente, y nos invita a desintegrarnos con él. Fusionarnos, metabolizarnos, introyectarnos en una operación inmanente en la que el sujeto productor de signos accede a un espacio residual (pero por ello todavía más real). Es ésta una gramática de los intestinos que interviene allí donde los signos dejaron de ser capaces, implosionados por la multiplicidad y la fractalidad ilimitada de los planos de realidad y sus relaciones simbólicas. En esta economía tractointestinal, o economía de la virtualidad total, los signos actúan no tanto como una “simulación” (donde los signos fingen ser algo que no son), sino como una emulación (en la que los signos se calcan y recalcan con el fin de excederse a sí mismos), en su repetición y proliferación metastásicas. Tal es el signo enajenado que se ha escindido de su dinámica de relaciones ontológicas, de la dinámica del engaño y la realidad, para constituirse en una sobre-representación característica de lo hiper-real. Hiper-espectralización, pues, de los canales sinápticos que componían el viejo mundo y sus economías materiales, de las que ya no queda rastro alguno.  


Ha desaparecido la ilusión de continuidad, el autoengaño en que la mente, temerosa creadora de fijezas, intentaba refugiarse. Así se subvierte la regla de congruencia perceptiva que nos permite validar lo real como real, discernir la verdad del error, la vigilia del sueño. En este régimen las significaciones proliferan en la misma medida en que naufragan y la plenitud de las palabras se troca oquedad. La máscara deviene rostro y el rostro máscara. La fábrica misma del espacio y del tiempo se desteje. (…)”

Todo ocurre aquí como una emulación ostensiva y sin centro, como una exageración en el vacío de las cualidades propias de la representación y la emisión, y cuyo atributo es una suerte de fantasmagoría pura. Juego de máscaras o narración del desastre-hecho-juego que ha perdido cualquier referencia hacia el juego de máscaras originales, hacia los desastres augurales; que se disuelve en el tiempo amnésico de una hipertrofia mediática sin Historia, y para la que la narración del apocalipsis siempre encuentra un salvoconducto paralizante.   

Tal vez debido a ello, la mirada de De Palma nos habla de un placer escondido en el desastre, en 
el orgasmo crepuscular y fallido de un éxtasis que ya no tiene imágenes, porque en él se concitan todas las imágenes. Así, el director "aplasta los niveles narrativos en una imagen", y “las referencias a Mallarmé, Debussy, Nijinsky, distan de resultar caprichosas. Recogen la radicalidad ucrónica de una modernidad abocada a su punto de ruptura, la exaltación de la materialidad extenuada, llevada a su extremo, hasta la frontera del no-sentido.

Certificar la fractura, lo ilegible, lo trastornado de esa "materialidad extenuada"… ése parece ser el cometido de los creadores perspicaces, como es el caso de Brian de Palma -quien, confieso, nunca fue santo de mi devoción, pero que la lectura de "Peripecias de una máscara" invita a mirar con nuevos ojos-. Los hermanos Agudo Molina subliman esa mirada disfuncional o perversa que hay en De Palma, que, al igual que en las narraciones tortuosas de David Cronenberg, deviene y atraviesa las barreras del sentido para mostrar lo indiferenciado y lo monstruoso escondido. Morfología monstruosa del mundo, pues, que ya no trae la buena nueva de un mundo, sino la constitución enajenada de sus fundamentos. La vida en el trastorno, en la fractura, en el desastre... ésa parece ser la única vida posible tras el derrumbe de la "era de la imagen del mundo". Semejanza sin modelo. Máscara sin devenir y devenir sin máscara. El puro salto al vacío de los signos en su baile todavía dionisíaco, pero en el que ya no cabe ninguna catarsis, ninguna salvación, ninguna consolación. Tan sólo la disposición inanimada, indiferente e inerte (la máscara) de todo aquello que con anterioridad nos parecía lleno de vida y sentido. Lo que nos lleva a uno de los hallazgos más preciosos del texto: "[la máscara] no oculta un rostro, sino que es la ocultación, y la única vía de mostración de lo oculto, en sí misma." 

Vivir para la máscara. Vivir en la máscara. La máscara como límite, como única posibilidad de ser. La máscara sin reverso, sin doble, sin trasfondo. La máscara es el en sí, y no lo que había detrás de ella; pero no la máscara cualquiera, sino aquella que se estructura sin necesidad de otras realidades fundantes, y que ya se encontraba, de manera enigmática y embrionaria, en aquella divisa de Descartes: "larvatus prodeo" ("avanzo enmascarado").