jueves, 6 de septiembre de 2007

El sueño de Bird


A pesar de que los beatniks no quisieran oír hablar del asunto, de que Miles y Monk torcieran el gesto ante tamaño desatino y de que, en general, a sus fieles aún hoy les cueste entender, la mayor aspiración de Charlie Parker, el gran poeta maldito del jazz, era interpretar música “seria”, música con mayúscula, música más elevada y de infinita mayor belleza que el oscuro torrente de rabia y pasión que él mismo y sus compinches producían en los clubes de la calle 52. Nada de extraño habría en esta aspiración de perfección, consustancial a todo artista, si no fuese porque Bird encontró dicha “elevación” en los arreglos de cuerdas más edulcorados y simplonamente ornamentales que quepa imaginar. Y sin embargo el resultado, tachado por sus coetáneos de comercial e impropio del mago del bop, marcó un hito en las escabrosas relaciones entre los arreglos de cuerdas y el jazz. Ambos son como el agua y el aceite, e intentar mezclarlos no suele dar frutos perdurables. Así lo demuestran los intentos de Ben Webster, Stan Getz y tantos otros. Sin embargo, para Bird era su peculiar camino de redención: si lo lograba, durante un instante eterno todo cuajaría armoniosamente por fin, en especial él mismo consigo mismo.


Tras su engañosa timidez y sencillez, Parker era una especie de torbellino primigenio a través del cual la vida se manifestaba brutalmente, consumiéndolo en cuerpo y alma. Todo era desmesurado en él: música, sexo, drogas y comida constituían las estaciones de su calvario privado en busca de ese otro mundo que está en éste. Sólo anhelaba ese momento de paz y plenitud que le otorgaría esa perfección imposible. Su música encarnaba toda la imperfección de la vida y el mundo, y por eso mismo era perfecta para todos menos para él. Necesitaba tocar el cielo con las manos. Lo sorprendente es el modo en que lo consiguió: con una actitud genuinamente näif, dejándose arrullar por los tópicos más vanos de la música ligera de entonces.


En las grabaciones a que nos referimos, convencido de estar dando un paso de gigante en su arte, quizá rozando ese sueño de un todo armonioso donde él ya no sería un outsider sino un miembro más de la comunidad, Bird toca con una enjundia y un sentimiento extraordinarios que por reflejo redimen la artificiosa decoración orquestal. Pero el quid es que no la redimen intentando “mejorarla”, fallo habitual en esta clase de apareamientos forzados, sino dejándola en su sitio para, así, meciéndose en ese cielo relamido y afectado, impulsarse a las alturas de unos solos magistrales. Y aquí radica el meollo de esta combinación irrepetible, combinación que ningún músico de valía se hubiese planteado en serio, sólo un genio a su pesar como Bird: en el logro de una unión de los contrarios, me atrevería a decir, única en el arte del siglo XX -paradójicamente por carecer de pretensión vanguardista y espíritu renovador-, en la absoluta pureza kitsch de las cuerdas y la absoluta pureza visceral del saxo, que se vuelca y entrega como muy pocas veces. En el polo opuesto del músico-intelectual-comprometido al estilo de Mingus, Parker ni siquiera intuyó la extraña catarsis que estas grabaciones dejarían para la posteridad como ejemplo palpable del misterio que mueve al ser humano.


Realizadas entre 1949 y 1952 (y en nuestro país recogidas por Blue Moon en el CD Charlie Paker with Strings-The complete sessions, 1995), superan, por el camino más insólito, el irreductible antagonismo entre arreglos de cuerdas y jazz, uniendo los contrarios de un modo que ni siquiera los trágicos griegos hubiesen creído posible. Toda una experiencia musical, desde luego.

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