lunes, 29 de junio de 2015

"Canciones del segundo piso", de Roy Andersson



En una de las escenas de Songs from the second floor (Roy Andersson, 2000) se ve a grupos de capitalistas arrastrando carritos henchidos de maletas. El peso de las maletas es tal que su avance resulta penoso mientras una serie de azafatas de vuelo aguardan en sus mostradores. Se trata allí de la huida, de la fuga de capitales, del sálvese quien pueda. La película presenta un escenario preapocalíptico en el que las ciudades son abandonadas entre procesiones de gente que van por las calles autoflagelándose, como en una actualización secular de los calvarios de El Bosco. En otra escena los mismos capitalistas conchabados con la Iglesia tiran a una niña por un barranco. Más tarde uno de ellos, decrépito, acodado en una barra y entre vómitos, se preguntará: "Hemos sacrificado a una criatura plena de futuro. ¿Acaso se puede hacer más?" Capitalistas y cleros se distribuyen en esa escena en una resaca espantosa, hartos, borrachos, tirados por el suelo, en la más completa inmundicia moral y espiritual. Cada plano de Songs from the second floor es una obra maestra pictórica, llena de significado y sentido.  Sin un solo movimiento de cámara, la aparente cotidianidad va derivando cada vez más en un delirio surrealista, viva imagen de una realidad desquiciada que se viene abajo como un gigante con pies de barro. 

“Hasta el momento, el intento de llegar a un acuerdo ha fracasado por la exigencia de los acreedores de sostener una ficción”, decía el filósofo Jürgen Habermas en un artículo publicado ayer. Y los personajes de Andersson parecieran haber cobrado conciencia repentinamente de esa ficción en la que vivían tranquilos y seguros; el mecanismo de pánico se activa y las ratas salen despavoridas de debajo de los escombros. El principio de placer que guiaba sus latrocinios se ha visto de pronto abocado al pozo negro del thanathos. Uno de ellos pierde la cabeza y prende fuego a su propio negocio, tras el trauma irreparable que supone tener un hijo poeta y que “se ha vuelto majareta”. Los fantasmas personales lo acosarán durante toda la película, surgiendo de la tierra como personajes del Juicio Final, hasta llegar a un punto muerto en el que las pulsiones de goce ya no tienen salida, ya no hay válvula de escape a tanto robo y tanto saqueo. La película acaba significativamente en un páramo que a la vez es un cruce de caminos. La encerrona sin fondo adonde conduce toda esta miseria.   

domingo, 21 de junio de 2015

Reinvenciones de Mahoma y Marx

Artículo publicado en el nº XXIV de la revista digital Excodra, dedicado a la Filosofía; mayo, 2015.



Leyendo estos días Espectros de Marx, en su cuidada quinta edición publicada por la editorial Trotta, un texto que reúne la doble conferencia que Derrida impartió en 1993 ante la Universidad de California, Riverside, y que resulta tan oportuno en nuestros días como puede serlo toda crítica sobre la realidad fundante. Partiendo de las múltiples interpretaciones de Marx, el discurso derridiano remite no sólo a los derroteros del marxismo, a sus derivaciones y relaciones con el original, sino también, por poner un ejemplo de manifiesta actualidad, a los derroteros del fundamentalismo.

“Hay múltiples interpretaciones del Corán, pero hay un solo Corán”, decía hace poco un imán parisino, en un reportaje de la tele. Una afirmación que sin duda gozará de una amplia aceptación, por parecer la más adecuada a la corrección, pero que resulta el reverso exacto de aquello que, bajo la perspectiva de la deconstrucción, puede decirse que constituye uno de los lugares habituales de la hermenéutica: pues hay múltiples interpretaciones del Evangelio, será más bien, entonces, que no puede haber ningún único Evangelio.

(Y la razón que se desprende de aquí es cómo, por qué no podemos hablar tampoco de ningún Sistema único.)

Desafiando toda noción de hermenéutica, más aún cuando, como en el caso de los protestantes, se trataría allí de una supuesta fidelidad al texto original, las versiones fundamentalistas del Corán son en realidad la prueba ontológica de la ausencia de fundamento. Y, como veremos aquí, no hay mayor “herejía” en las caricaturas de Charlie Hebdo que en la pretensión de una vuelta al Origen fundante.  
  
Derrida se hace eco de esa condición trágica, propia del ser humano, que consiste en la futilidad de un regreso a la realidad fundante, y que es la escisión original entre el hombre y el mundo: en el principio está la diferenciación, el acontecer de lo múltiple, la partición, la proliferación y la pluralidad continuas que se derivan de una dislocación original.

The time is out of joint” (“El tiempo está fuera de quicio”), nos dice Derrida a través de Hamlet. Y es esa misma dislocación, o falta de concordancia, la que en tiempos remotos ya había sido señalada por Anaximandro en el primer texto filosófico conocido.[1] En Anaximandro, la escisión del Origen es causa de una “injusticia” (adikia) que los seres habrían contraído en el momento de nacer, en su advenir del origen ilimitado (ápeiron) a la existencia finita, “usurpando” así una existencia a la no-existencia. (En los cantos de Hesíodo, la partición del Cielo y la Tierra denotaba también esa escisión fundamental entre lo finito y lo infinito, que se repite en el mito del Paraíso bíblico y en muchas otras cosmogonías). Éste fue, asimismo, el “pecado original” del ser: cobrar conciencia, hacer pensamiento su libre albedrío y su finitud.     

Tenemos, pues, que hay una situación de trastorno sobre la que se define la existencia (una “injusticia conforme al orden del tiempo”; “The time is out of joint”); es el Un-grund, el “falso fundamento” en el que tiene lugar el “salir y sostenerse” (Heidegger) del ente. Un hecho a tener en cuenta ante los principios totalizadores del Sistema. (Y, aunque Hegel re-integrara de algún modo la existencia en el Espíritu, deshaciendo en apariencia la maldición dialéctica, dicha reintegración de los contrarios no dejaba de ser un acontecimiento posterior al peregrinaje dialéctico, al penar errático de la razón universal por el mundo de los entes, etc.) La noción del Sistema, que no es otra cosa que la aplicación de la economía liberal a escala global, viene a proponernos precisamente un falso panorama de “re-unificación”. El Sistema plantea una “naturaleza original” del mundo —felizmente, la del capitalismo— porque es planteada como verdad inmanente, como Origen (y finalidad) incontrovertible, toda vez que al precio de suprimir la tensión y la diferencia: ninguna barrera puede oponer resistencia al Sistema, su amplitud ha de ser total y perfecta --y, desde la caída de la URSS y la mundialización de internet a principios del nuevo siglo (en 2004 la World Wide Web llegó a todos los países del planeta), parece que lo ha logrado como nunca antes en el pasado--. Pero, aún habremos de insistir, lo que se plantea allí es una falsa sensación de unidad (“Pensamiento Único”; “Sistema Global”…), un quimérico ingreso a un estado pre-edípico, donde no habría trastorno ni desgarro con el Otro, sino la pura jouissance del ser-yo-mismo en su desarrollo narcisista. Mismo caso de las políticas localistas y nacionalistas: el falso discurso de la identidad unitaria, la hegemonía del signo frente a los múltiples significados, de lo textual frente a lo intertextual, etc. En otras palabras: un mundo de Identidad pura, sin relación ni delación con la Diferencia, es decir la negación misma del mundo —que consiste en Identidad-y-Diferencia.

Sólo una noción desvirtuada de la ética, aquella que se sustenta en una idea absoluta y jerarquizadora a la que las demás categorías habrían de someterse (como el mandato de progreso o el estado de bienestar en los países democráticos, que han de funcionar a costa de todo lo demás), sólo esta noción inicua, digo, asumiría los hechos más graves como un acontecimiento inextricable, como un “designio divino”, contra el que nada puede hacerse. La resignación al fatum (la tiranía del Original) es el principal motor de los fanáticos y asesinos, pero también de los políticos llamados liberales, los popes del capitalismo y el laissez faire, según los cuales todo mal ajeno sería inapelable, consecuencia de unas leyes “naturales” inconmovibles, etc.

Así que, retomando a Anaximandro, es la conciencia de trastorno, de dislocación (“The time is out of joint”), de inadecuación a la idea de totalidad fundante, la que legitima al pensamiento crítico frente a las locuras del fundamentalismo que no se diferencian mucho, en esto, de las locuras del triunfalismo liberal. No se trata, pues, de vanagloriarnos de nuestros logros en detrimento de los crímenes de los “bárbaros”, sino de asumir, precisamente, que es la propia capacidad para auto-revocarse, la imposibilidad de volver al origen, lo que legitima cualquier existencia particular, reducida así a su humildad, a su finitud, a su quiebra fundamental. Es lo que convierte a la filosofía en un instrumento útil y necesario, un instrumento de auto-desprendimiento de las propias verdades.

Dada la imposibilidad de regresar al origen, de volver sobre el Original, de restablecer
el orden del tiempo que se había roto… así pues, sólo se lo podrá reinventar. Las reinvenciones de Marx se parecen en esto a las reinvenciones del Corán, y estas dos a la deconstrucción derridiana: son el error necesario, la finitud, la doxa que profana la Verdad fundante original (Lenin y Stalin serían “profanadores” deconstructivos-progresivos; el salafismo y el qutbismo serían “profanadores” deconstructivos-regresivos, etc), toda vez que Marx y Mahoma (si se prefiere, El Capital y El Corán) como tales no existen no pueden existir por sí mismos, sino en relación con sus intérpretes-profanadores. (Por otra parte, es conocida la polisemia y la multitextualidad en toda la obra de Marx; y el Corán fue fruto de un largo proceso de disinencias y variaciones de recopilados fragmentarios, mayormente orales —la “ciencia del abrogante y el abrogado”—, hasta la elaboración del corpus único que hoy se maneja, promulgado por el califa Utmán para poner fin a las divergencias iniciales.) En este sentido, la primera condición de existencia, tanto en el Corán como en la Biblia o en la obra de Marx, es la denegación de toda existencia original. “Abandone usted su idea del libro original”, le podríamos decir al fiel monoteísta, igual que al lector semántico, sin gravar con ello ningún estatuto de lo real. 

El fanático antepondrá siempre un Orden trascendental (un supra-orden) a los pequeños órdenes; un Gran Relato anterior a los múltiples relatos; un Original previo a las interpretaciones, etc. Y lo mismo ocurre con las ideas colosales de “Naturaleza”, “Unidad”, “Dios”, “Sistema”, “Orden Mundial”… Es por ello que Derrida empieza su conferencia con un ataque a la integridad, al acomodamiento superfluo en la identidad y en el reconocimiento propio, en un pasaje que aún escandaliza por su flagrante actualidad.[2] Pues el Sistema une y sintetiza lo disperso, pero al precio de dejar desubicado lo que es disyuntivo (el Otro). El Otro es entonces visto como una amenaza a la integridad homogénea del Sistema, y se lo deja morir a las puertas, en las playas de la especulación inmobiliaria, se lo deja pudriéndose en su distancia ilusoria. 

El Sistema, el Capital, el Orden Mundial, o como se quiera llamar (Derrida lo llama, justamente, “desorden mundial”), no puede constituir en ningún caso una realidad fundante (una natura naturata, en la jerga de Spinoza). A lo sumo, como única realidad fundante, habríamos de admitir la ética (natura naturae). Del mismo modo que la ciencia sin filosofía resulta presuntuosa y arrogante, el capitalismo por sí solo, sin el “cuidado” de lo ético, es una monstruosidad abyecta. Y en estos días en que los bancos europeos parecen más interesados en proteger a toda costa el Gran Orden económico que en recibir a seres humanos muriéndose en las costas, o que en atender las esperanzas de vida de millones de griegos, etc, resulta oportuna la donación derridiana: el donar lo que no se tiene, el donar del “suplemento”, el donar “sin deuda y sin culpa” (aquí Derrida y Heidegger se apartan de la lectura escatológica de Anaximandro). Lo ininteligible, lo intraducible que hay en la escisión es el momento de exceso que nos libera de la mercantilidad y la utilidad, volviendo a ser, o mejor dicho, re-siendo en la heterogeneidad y la diferencia. En efecto, es posible (y preciso) donar lo que no se tiene —y en esto consiste la tarea del artista, que es por sí y por nada, para todos y para ninguno; el desarrollarse infinitamente desinteresado del arte, etc—. Es aquel donar, pues, sin dirección y sin objeto, sin admonición y sin tendencia al ser-uno del Sistema, el que nos legitima para una operación que no sea ya la del juicio admonitorio (tan sangrante) de Occidente. (Por eso Derrida suprime la “venganza” de la ecuación culpa-expiación.) Es ese donar sin esperar nada, sin reajusticiar, sin devolver ni reunificar nada, el “suplemento”, lo que facilita la única operación verdadera del ser: dejar al otro el ser del otro; donar al otro lo que le es suyo propio (sic).



Hamlet —al igual que la Troika Financiera y los fanáticos del Estado Islámico— se mortificaba pensando que había nacido destinado a “enderezar el tiempo”.[3] Pero he aquí que la moraleja, la enseñanza no entresacable, no sometida a la utilidad y la jurisprudencia, acaso ilegible en la sentencia de Anaximandro, era justo lo contrario: dejar al tiempo como está, dislocado, sin balanzas de ajusticiamiento universal, sin ajustes de cuentas ni venganzas equilibradoras del orden moral; en la estructura contrahecha de la Identidad y la Diferencia. Aquí es donde efectivamente podría hablarse de una “expiación de la culpa”, de una con-donación de la deuda… tras el pago resultante de una donación que sabemos que jamás vamos a recuperar, que excede lo que hay, que no tiene intereses, ni utilidad, ni beneficio… puesto que tiene un pie en aquello que no se puede medir ni valorar lo suficiente. 



[1] “Allí donde está la génesis de las cosas que existen, allí mismo tienen éstas que destruirse por necesidad [to khreón]. Pues ellas tienen que cumplir mutuamente expiación [tisis] y penitencia por su injusticia [adikia] conforme al orden del tiempo.” 

[2] "Un nombre por otro, la parte por el todo: siempre podrá tratarse la violencia histórica del Apartheid como una metonimia. Tanto en el pasado como en el presente. Por diversas vías (condensación, desplazamiento, expresión o representación), siempre podrán descifrarse a través de su singularidad muchas otras violencias que se producen en el mundo. A la vez parte, causa, efecto, síntoma, ejemplo, lo que pasa allí traduce lo que tiene lugar aquí, siempre aquí, donde quiera que estemos y desde donde miremos, justo a nuestro lado. Responsabilidad infinita, desde entonces. Prohibido el reposo a cualquier forma de buena conciencia.”

[3] “El tiempo está fuera de quicio; ¡Oh, suerte maldita, que ha querido que yo nazca para recomponerlo!”