lunes, 17 de marzo de 2008

Del misticismo en el racionalismo occidental (Parte 2)



Karl Barth, y antes que él los luteranos, sostuvieron que la religiosidad entendida en el catolicismo es “un esfuerzo, en definitiva pelagiano, para la autoelevación del hombre hasta Dios” (J. L. Aranguren; en La crisis del catolicismo). Esa tendencia “ascendente” es la que fundamenta el pathos religioso del hombre, en la misma medida que fundamenta la intuición o idea del conocimiento como figura trascendente. De hecho, el conocimiento humano está sujeto a un factor que tradicionalmente los gentiles y filósofos han atribuido a la religión, pero que no obstante aparece como punto de apoyo entre aquellos aspectos del conocimiento que no están del todo claros o no son consistentes. Nos referimos al artículo de arbitrariedad que a menudo existe en el proceso racional, o lo que es igual, a la fe en ciertos supuestos axiomáticos de carácter universal. Es más, el carácter presuntamente “infalible”, por cuanto que lógico-matemático, del conocimiento deductivo es susceptible asimismo de ser contemplado como una especie de arbitrariedad, un conjunto de normas de juego que nosotros mismos hemos precisado, a raíz de la observación y la experiencia en algunos casos, pero a través de la mera especulación teórica en su mayoría, actuando como una argamasa aglutinadora que se extiende sobre las grietas y huecos del conocimiento, como un arquitecto enajenado recubriría sus estructuras tambaleantes y resquebrajadas de modo que adquiriesen la apariencia de sólidas y bien cimentadas.

Bajo esta luz, la teoría del conocimiento se desvela un juego amañado, como si dijéramos un “yo me lo guiso, yo me lo como”. Es el culto, indistinto de lo religioso, a un noúmeno inexpresable contenido en el conocimiento y más concretamente en los razonamientos formales, de forma similar al rol que una verdad trascendente desempeña en los cuerpos religiosos. Se intuye que hay una Verdad, inapelable por la lógica y la experiencia, sólo mediable a través de la fe, como en el caso de los protestantes radicales, para los cuales, según J. L. Aranguren, “religión es culto a esa x, de la que nada con sentido podemos decir, cuya función sería la de tapar los agujeros de nuestro conocimiento (...)”.

La verdad, la causalidad, los elementos fundamentales de la lógica aristotélica y de la docta scientia escolástica -con la que los teólogos-filósofos creían acercarse a Dios-, son rasgos propios del racionalismo occidental hasta nuestros días, como una suerte de amuletos o “ideas sortilegio” ante las cuales el oscuro universo cobra su significado. Incluso el pensamiento lógico, hasta la fecha la mejor y más eficaz herramienta conocida para despojar al universo de sus secretos, fundamenta la validez de sus presupuestos a través de “proposiciones de verdad” que en el mejor de los casos serán tomadas como pruebas de falibilidad, pero que no obstante corren el peligro de magnificarse y devenir en nuevas formas de idolatría.

Del nominalismo lógico de Ockham a los “juegos del lenguaje” de Wittgenstein se sigue la misma línea escéptica-racional que se detiene en lo “mistico”, en ese punto allende el cual no es posible afirmar nada con seguridad, y que, expresado en términos más acordes con el método racional, se traduce en el postulado de “indecibilidad” acuñado por Kurt Gödel para el cálculo algebraico aunque extensible al pensamiento lógico-deductivo. Pero tal vez no exista un lenguaje no-místico, porque toda expresión simbólica es una expresión de algo intuido por la razón abstracta. La constatación científica no dice nada en favor de la universalidad de sus resultados. Por eso todo lenguaje es alegórico, simbólico, y por extensión místico. De ahí también el carácter oscuro de los textos religiosos y sagrados, la impermeabilidad de las paradojas lógicas o el hermetismo de las revelaciones mesiánicas. Y todo científico sabe que un problema pierde su atractivo una vez ha sido resuelto. Por eso, “lenguaje místico” es todo aquel que construye un sistema formal a partir de meras intuiciones (como intuiciones podríamos admitir tanto la existencia de una inteligencia suprema religiosa como la de una verdad trascendente filosófica), y nuestro ensalzado pensamiento racional no ha de escapar a esta categoría.


Hasta tiempos recientes, se quería que el conocimiento fuera un universo en orden y estructurado óptimamente, como algo divino o perfecto en su ecuanimidad. ¿Qué queda de ese ensueño tras poner en entredicho los pilares del pensamiento? ¿Qué nueva dilatación del intelecto será necesaria para describir lo que carece de toda forma y medida? Nuestro mundo racional salta en desbarate al llegar a este punto, y “culmina con el diseño de una proposición formal que, convenientemente interpretada, afirma de sí misma su indemostrabilidad” (Kasner y Newman; en El teorema de Gödel).