jueves, 6 de septiembre de 2007

La corrupción del lenguaje


En su libro Después de Babel, el venerable George Steiner habla de la importancia de que una lengua se mantenga “sana”; de la impronta negativa que la contaminación del lenguaje conlleva a los órdenes no solamente culturales sino también políticos de una nación, aduciendo ciertos pasajes de Herder y las gramáticas místicas de los libros sagrados. Confieso que tales apreciaciones me llenaron de sorpresa y turbación, por provenir de una eminencia en el ámbito de la lingüística como Steiner. Hay que resaltar que su libro es una verdadera fuente de información provechosa y pensamiento profundo, pero, como diría el analista pop Raúl Minchinela, su alegato nos plantea muchas preguntas. Principalmente porque el intercambio gramatical nos parece algo insoslayable dentro de la evolución de los lenguajes, lo cual hace todavía más incomprensibles este tipo de alegatos, si no es por un romántico concepto de pureza que se ajusta muy poco a la realidad.


Comparada con otras culturas totémicas o milenarias, cuyas formas y expresiones son profundamente reacias al cambio, Occidente se ha distinguido desde el Renacimiento por el continuo cambio de perspectivas, la incansable búsqueda de formas nuevas y el intercambio obsesivo de maneras de ver, decir o representar los mismos objetos. El lenguaje, por provenir y ser de uso común de los seres vivos, contiene sus mismos rasgos de variabilidad, falibilidad, prueba y error (en última instancia, la concepción de un lenguaje hierático e inmutable contravendría la definición misma de un estado librepensante y laico, desde que en Occidente separamos lo sagrado --lo inmutable-- de las esferas intelectuales y vitales del hombre).

Por cierto que éste es un tema que continuamente vuelve al candelero de la opinión pública, con todas las revisiones y ampliaciones que la Real Academia de la lengua española viene atornillándonos con denodado fervor de purista. Asistimos a una de las tantas y cada vez más frecuentes recapitulaciones de nuestros doctos ante el eclecticismo gramatical que inevitablemente nos aqueja, no sólo a raíz de la globalización cultural y los movimientos de inmigración, sino de nuestro propio papel dentro de los nuevos escenarios sociales, y tal vez éste sea un fenómeno cuyas intrincadas causas no permiten afianzarse en posturas intransigentes. Por un lado nos informan de que teléfono también se dice “celular”, y que un coche es un “carro”, mientras por otro nos recalcan que “spot” es “anuncio” y “windsurf” debe decirse “tablavela”.

Si bien la labor de la Academia es loable como forma de salvaguardar el patrimonio lingüístico del imperio donde nunca se ponía el sol, éste es un fenómeno que al llegar a las masas se traduce en cierta lexicofobia, en concreto por el rechazo subrepticio hacia todo lo que se halle remotamente relacionado con angloparlantes en general, ya no digamos si provienen de Norteamérica. El horror de los puristas por la intromisión de términos como “on-line” o “flashback” es semejante al que debieron de sentir los acartonados españoles de la Edad Media ante la absorción de más de 6.000 vocablos árabes, que aún hoy seguimos utilizando sin que a nadie le importe un comino. Asimismo, la cantidad de palabras tomadas del francés, el italiano, el portugués, el vasco o el catalán hacen del castellano un idioma tan heterogéneo y multiforme como puede serlo cualquiera de los idiomas romances.

El caso de Steiner y su insensata apología de la lengua germana es un ejemplo de cómo a veces perdemos de vista las complejas causas de un fenómeno de uso cotidiano, aunque no por ello simple, como puede serlo el lenguaje. El germen léxico de los antiguos germanos, el idioma de los Nibelungos, se parecería muy poco a las frases elaboradas y manieristas del doctor Fausto, por no decir bastante más rudas que las del afectado Werther, de manera que la Original-und-Nationalsprache no existió como tal hasta los siglos precedentes al romanticismo y nace por tanto como consecuencia de un largo desarrollo lingüístico. Incluso una lengua más sofisticada que el alemán, la lengua de los literatos latinos, era una fase ya avanzada dentro de la evolución del latín, cuyos primeros balbuceos habrían de buscarse en el siglo VI a. C. cuando la magnífica Roma no era más que un pantano. Por “fase avanzada” queremos decir que una lengua ya ha alcanzado su madurez, que ha vivido y transcurrido lo suficiente para haberse modificado de mil maneras diferentes, en definitiva, que ha perdido su “virginidad”. Y los puristas de la lengua serían entonces como desfasados padres celosos obstinados en proteger a sus hijas en una torre de marfil.

Pero el lenguaje no ha sido nunca una doncella etérea; es bien palpable, hay una vitalidad en todos sus rasgos que los parlantes le imprimen según sus usos y costumbres. El lenguaje, coloquial o literario, no es un compendio de palabras estáticas. El Quijote, o cualquier obra de Shakespeare, por citar ejemplos clásicos, abundan en neologismos, expresiones y figuras arriesgadas, refundando el uso convencional del lenguaje para un nuevo uso (que no "mal uso") al que bien podríamos tildar de experimental. Si bien parece cierto que somos esclavos del lenguaje lógico-formal, también es posible el adagio nietzscheano de “bailar en cadenas” dentro de ese formalismo. El tradicional poidere ha devenido en un creador secular, consciente de que no hay nada sagrado y de que el hombre es libre de transformar su medio -y por consiguiente, sus medios de expresión.

Tenemos noticia de monjes brahmanes que en la India guardan el sánscrito de los libros sagrados vedas. Estos “hombres santos” han encontrado una manera inmejorable de preservar intacta la lengua de sus ancestros, del mismo modo que el conservador de un museo arqueológico cuida de sus momias. Pero la conservación arqueológica no está al servicio de las personas y sus necesidades, sino de los muertos y sus fósiles. Una lengua que no contemple la diversidad de usos, el continuo fluir y refluir de expresiones gramaticales, está destinada a sucumbir. Por ello, la “corrupción del lenguaje” es un hecho perfectamente necesario, incluso deseable, ya que el lenguaje debe estar al servicio de los hombres, y no al revés.

Para Ambrose Bierce, el diccionario es un “malévolo instrumento literario destinado a impedir el desarrollo de una lengua y hacerla rígida e inflexible”. Gilbert K. Chesterton afirmaba que gran parte de los problemas del cristianismo son de origen lingüístico, y lo mismo puede decirse de muchos de los problemas que aquejan a nuestra sociedad. En ocasiones, la disputa por la definición de un simple término puede promover conflictos y guerras sociales de profundo calado (el cisma del arrianismo se produjo a partir de un vocablo, y es posible que las religiones monoteístas nacieran a su vez de un capricho de la gramática), ya que a menudo los hombres utilizan palabras idénticas para referirse a cosas bien distintas.

En la actualidad, la controversia por las implicaciones y potestades que la palabra “nación” conlleva no es menos dificultosa, y uno se pregunta si no se estará cometiendo el proverbial error de querer aplicar una palabra vieja a un concepto nuevo, y si una cierta reestructuración no bastaría para dar legitimidad y cabida a ese nuevo concepto... Dicho de otro modo: a cada nueva nominación corresponde una nueva realidad, como sabían Leichhardt y los aborígenes australianos. A ese político crispado, que desde la torre de su ostracismo ha olvidado las herramientas útiles y transparentes que hay en el lenguaje y que cada día aparece en nuestros televisores lanzando sediciosos salivazos verbales, no podemos sino recordarle que, para modificar el mundo, es preciso modificar primero el lenguaje.

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