Anoche,
mientras veía a Gwyn Ashton en el
Rocksound, entre tema y tema, iba sacando tiempo para mirar por encima
de mi hombro y me percaté de una curiosa (o no tan curiosa) circunstancia:
durante todo el concierto, y entre una audiencia que no superaría las cincuenta o sesenta personas, había más gente en el público grabando o sacando fotos que
simplemente mirando. A lo mejor es que estoy fuera de circuito, y la verdad es
que hacía bastante tiempo que no iba a un concierto. Pero se acabó contemplar la música en directo, pensé. Ahora si no tienes
interpuesto un objetivo o una pantalla entre tu ojo y lo que pasa en el
escenario, es como si no estuvieras allí, ¿verdad? Yo echaba ojeadas de vez en cuando y
veía que éramos unos pocos los que asistíamos sin necesidad de
aparatos. Había algo de efigies antediluvianas, de fósiles arqueológicos, de
rituales de una época olvidada, en la pose de esos pocos que asomábamos la
cabeza sin mediación de dispositivos. No es nada nuevo: Vilém Flusser ya señalaba a mediados de los ochenta la preeminencia del
acto de grabar sobre el acto de experimentar. Y Comolli dice que todas esas imágenes no se hacen para ser
miradas. ("Si todos graban, ¿quién mirará las imágenes?", algo así
viene a decir. El mundo se convierte así en una gigantesca
cámara-filmante-ciega, valga la paradoja, pero dejemos eso por ahora.) El hecho es que en un momento del concierto Ashton sacó una lap steel slide guitar y yo me quedé embobado,
mirando aquello como si fuera un artefacto sobrenatural. Los que miraban con sus
objetivos o con sus móviles veían lo mismo, pero con el añadido del encuadre y
el foco, el ángulo y la duración del corte, etc. Se diría que el sonido de aquella
lap steel podía deconstruirse en un código cubista generado desde arreglos
ópticos, prótesis incestuosas de materia orgánica y dispositivos digitales. Lo
importante aquí es el medio, el sistema operativo situado "en" y
"entre" la representación y lo representado. El tiempo de la imagen del mundo definitivamente ha acabado, y me acuerdo de aquella pieza de Gil J. Wolman: “The time of
poets is finished, today I'm sleeping”. Así
que en realidad ya no queda nada de esa noción "incestuosa" de la desnaturalidad tecnológica. El fusionamiento
maquínico de Cronenberg era el
resultado de un “choque”, de un proceso de asimilación en el que los viejos
paradigmas cedían con tortuosa complacencia a las erotizaciones de lo
tecnológico. Hoy por hoy, sin embargo, ya no hay atisbo de “forzamiento”, ni de
violencia; el maridaje es total y perfecto, los natos digitales (nacidos en la
era digital) ya no perciben esa tensión dramática que se encontraba en el
fetichismo maquínico. The time of poets… La experiencia de la no-experiencia,
decía. La inter-periencia. El acontecimiento por fin liberado
necesariamente de la representación y el concepto. El acontecimiento puro, el
no-acontecimiento, aquel que no acontece
en la representación, sino en la mismidad de su propia identidad indivisa, etc.
Yo pensaba en los pioneros del Delta blues y en sus conocidos cánticos en torno
a la religiosidad y la vida errante. Lejos de apagarse, ese mundo se metaboliza en una
nueva cosa. La función del nuevo paradigma no es tanto cortar con el pasado, ni
borrarlo, ni transformar el mundo en algo distinto, sino absorber lo ya
existente, reproducirlo, invadirlo, sintetizarlo. Todo ello se ramifica en un
mecanismo tentacular adiposo, reflectante, fecundante. La cultura del injerto
plantífero, del grano transgénico, consiste en emular a su predecesor; como la
acción del murciélago chupóptero, la elaborada técnica del Sistema (ver entrada más abajo) consiste en alimentarse
de su presa sólo hasta el punto preciso en el que ésta piensa que no está
sirviendo de alimento. El fusionamiento de los moluscos a la roca, o de los
parásitos a su huésped, es un mecanismo parecido, con la salvedad de que el
parásito no termina con su huésped. El sonido de aquella guitarra era algo
increíble. Se traducía en mis oídos con una verdad irrefutable. Y esto es así
porque la música es el único arte en el que el acontecimiento es también
liberado de la representación y el concepto. Tal vez por eso casan tan bien los
conciertos con las miradas-objeto de los dispositivos tecnológicos. Puede
encontrarse allí un perfecto maridaje entre realidades puras, esto es:
desprovistas de referente dialéctico. La música no necesita mantener esa
dialéctica con nada, ésa es la clave de su fuerza; y el espectro unidimensional
de la mirada-producto, la mirada que con Comolli no cumple ni tan siquiera la función de representar, de guardar
o de registrar, sino del solo mirar, nos coloca de sopetón en un absoluto
irrepresentado/irrepresentable. Se acabó representar. Pero se acabó también el
secreto poder iconoclasta (y hasta ahora exclusivo) de la música.
viernes, 20 de noviembre de 2015
Miradas, dispositivos y conciertos. Lo que pensé con Gwyn Ashton.
Etiquetas:
David Cronenberg,
Federico Fernández Giordano,
Gwyn Ashton,
Jean-Louis Comolli,
Jil J. Wolman,
MUSICOLOGÍA,
Vilém Flusser
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario