viernes, 20 de noviembre de 2015

Miradas, dispositivos y conciertos. Lo que pensé con Gwyn Ashton.



Anoche, mientras veía a Gwyn Ashton en el Rocksound, entre tema y tema, iba sacando tiempo para mirar por encima de mi hombro y me percaté de una curiosa (o no tan curiosa) circunstancia: durante todo el concierto, y entre una audiencia que no superaría las cincuenta o sesenta personas, había más gente en el público grabando o sacando fotos que simplemente mirando. A lo mejor es que estoy fuera de circuito, y la verdad es que hacía bastante tiempo que no iba a un concierto. Pero se acabó contemplar la música en directo, pensé. Ahora si no tienes interpuesto un objetivo o una pantalla entre tu ojo y lo que pasa en el escenario, es como si no estuvieras allí, ¿verdad? Yo echaba ojeadas de vez en cuando y veía que éramos unos pocos los que asistíamos sin necesidad de aparatos. Había algo de efigies antediluvianas, de fósiles arqueológicos, de rituales de una época olvidada, en la pose de esos pocos que asomábamos la cabeza sin mediación de dispositivos. No es nada nuevo: Vilém Flusser ya señalaba a mediados de los ochenta la preeminencia del acto de grabar sobre el acto de experimentar. Y Comolli dice que todas esas imágenes no se hacen para ser miradas. ("Si todos graban, ¿quién mirará las imágenes?", algo así viene a decir. El mundo se convierte así en una gigantesca cámara-filmante-ciega, valga la paradoja, pero dejemos eso por ahora.) El hecho es que en un momento del concierto Ashton sacó una lap steel slide guitar y yo me quedé embobado, mirando aquello como si fuera un artefacto sobrenatural. Los que miraban con sus objetivos o con sus móviles veían lo mismo, pero con el añadido del encuadre y el foco, el ángulo y la duración del corte, etc. Se diría que el sonido de aquella lap steel podía deconstruirse en un código cubista generado desde arreglos ópticos, prótesis incestuosas de materia orgánica y dispositivos digitales. Lo importante aquí es el medio, el sistema operativo situado "en" y "entre" la representación y lo representado. El tiempo de la imagen del mundo definitivamente ha acabado, y me acuerdo de aquella pieza de Gil J. Wolman: The time of poets is finished, today I'm sleeping”. Así que en realidad ya no queda nada de esa noción "incestuosa" de la desnaturalidad tecnológica. El fusionamiento maquínico de Cronenberg era el resultado de un “choque”, de un proceso de asimilación en el que los viejos paradigmas cedían con tortuosa complacencia a las erotizaciones de lo tecnológico. Hoy por hoy, sin embargo, ya no hay atisbo de “forzamiento”, ni de violencia; el maridaje es total y perfecto, los natos digitales (nacidos en la era digital) ya no perciben esa tensión dramática que se encontraba en el fetichismo maquínico. The time of poets… La experiencia de la no-experiencia, decía. La inter-periencia. El acontecimiento por fin liberado necesariamente de la representación y el concepto. El acontecimiento puro, el no-acontecimiento, aquel que no acontece en la representación, sino en la mismidad de su propia identidad indivisa, etc. Yo pensaba en los pioneros del Delta blues y en sus conocidos cánticos en torno a la religiosidad y la vida errante. Lejos de apagarse, ese mundo se metaboliza en una nueva cosa. La función del nuevo paradigma no es tanto cortar con el pasado, ni borrarlo, ni transformar el mundo en algo distinto, sino absorber lo ya existente, reproducirlo, invadirlo, sintetizarlo. Todo ello se ramifica en un mecanismo tentacular adiposo, reflectante, fecundante. La cultura del injerto plantífero, del grano transgénico, consiste en emular a su predecesor; como la acción del murciélago chupóptero, la elaborada técnica del Sistema (ver entrada más abajo) consiste en alimentarse de su presa sólo hasta el punto preciso en el que ésta piensa que no está sirviendo de alimento. El fusionamiento de los moluscos a la roca, o de los parásitos a su huésped, es un mecanismo parecido, con la salvedad de que el parásito no termina con su huésped. El sonido de aquella guitarra era algo increíble. Se traducía en mis oídos con una verdad irrefutable. Y esto es así porque la música es el único arte en el que el acontecimiento es también liberado de la representación y el concepto. Tal vez por eso casan tan bien los conciertos con las miradas-objeto de los dispositivos tecnológicos. Puede encontrarse allí un perfecto maridaje entre realidades puras, esto es: desprovistas de referente dialéctico. La música no necesita mantener esa dialéctica con nada, ésa es la clave de su fuerza; y el espectro unidimensional de la mirada-producto, la mirada que con Comolli no cumple ni tan siquiera la función de representar, de guardar o de registrar, sino del solo mirar, nos coloca de sopetón en un absoluto irrepresentado/irrepresentable. Se acabó representar. Pero se acabó también el secreto poder iconoclasta (y hasta ahora exclusivo) de la música. 

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