jueves, 19 de noviembre de 2015

¿De qué hablamos cuando hablamos del Sistema?



A día de hoy, parece bastante seguro que hablar del "Sistema" equivale a hablar de una instancia imprecisa, de un ideal abstracto en el que caben las cientos de miles de pluralidades de la ergonomía social y económica. Hablando con la gente, todavía parece que es una palabra que se pronuncia con ironía, con la conciencia sobria de alguien que cree haber dejado atrás un concepto manido y anticuado, con la mirada desengañada de quien posee un conocimiento realista de las cosas, cuando no es tomada como un signo de conspiranoia. Y no les falta razón, a quienes dictaminan que el Sistema es una entelequia, sólo que esto es así por motivos distintos de los que damos por realistas.

Hay una falta de confianza (natural, escéptica, laicodemocrática) hacia aquello que consideramos que no pertenece al espacio de lo tangible (se podría añadir, de lo visible), y es precisamente esta distinción, tan prolija y cabal, entre lo designable como “cosa” y lo indesignable como tal, la que prescribe el juicio ontológico. El Sistema debe ser necesariamente una entelequia, pero no porque en su lugar haya un espacio reservado para “algo” concreto. Muy al contrario, ese “algo” concreto participa de una cualidad inconcreta, a saber: la pertenencia a un conjunto de cosas indeterminado; el conjunto de todos los entes en el orbe de lo posible concreto, sin una causa ni una finalidad específica. Ese conjunto de lo posible concreto (el mundo como la totalidad de los hechos) es pues una physis indeterminada, polimórfica, sin centro, sin anatomía, sin todo (“el todo es lo Abierto”, diría Deleuze), ni suma de las partes. No existe Forma (eidós) capaz de pensar esa suma irracional, el Sistema, y tampoco morfología (morphé) en donde ésta se verifique como realidad concreta. 

Como en la criatura viscosa y amorfa de The Blob (Irvin Yeaworth, 1958), el protoplasma trascendental del Sistema no tiene localidad, no tiene sujeto, no tiene siquiera un contexto especificable. (“El terror no tiene forma”, rezaba el subtítulo del remake de 1988.) Pero ocurre que pensamos erróneamente el Sistema en términos objetuales, ontológicos (lo que es y lo que no es), términos que nada saben de esa ambigüedad caracterológica. El Sistema (lo amorfo, lo inefable, lo indecidible en términos ontológicos) es allí analizado, categorizado, delineado, y finalmente descartado por objeto imposible. Siempre hay un momento de exceso en el que el Sistema deviene pesadilla, deviene mutación o proliferación metastásica, escapando con ello a la retención ontológica de lo que es concreto o inconcreto. El Sistema ni siquiera tiene algo que ver con el orden de lo secuenciable, lo delineable, lo positivamente pensable, o lo posible. El orden de lo pensable y lo posible, si me apuran, es el verdadero lugar fantasmal y abstracto, y analizarlo desde nuestro común espacio antropológico, nuestro espacio realista de lo concreto y empírico, no resuelve nada. El Sistema no sería así distinto de lo que Lacan denominaba lo Real, o Spinoza la substancia: un no-dios, un anti-concepto, una idea suicida que se autorrevoca, en el doble proceso que va de su unicidad a su indeterminación mundana. 

Así, lo Real (el Sistema) se apoyaría en su misma falta de centro, en su misma negatividad, para excretar la efectiva existencia de la presencia positiva. Aquí es donde aparece una modificación de tintes hegelianos del esquema spinozista: todo lo que es sensible, positivo, materializable o aparente, participa de lo ininteligible o lo indeterminado. Así todas las imágenes de híbridos mitológicos, o el pathos de lo siniestro, son especulaciones de esa totalidad abierta o realidad monstruosa (la monstruosidad de lo Real) que se resuelve como pulsión erótica, como mutación mitocondrial y como genética promiscua (y la misma “transformación” del mundo, en Marx, era vinculada con el “terror”). Parafraseando a Derrida y su taxonomía del espectro, podríamos decir que el Sistema es siempre --y ahí está esa reciente moda por el engendro lovecraftiano, el horripilante Cthulhu, como intuición certera del exceso y lo ilegible que son inherentes a toda idea de Sistema--. En el árbol genealógico de las monstruosidades, sin duda no faltaría el ancestral Tifón, la Esfinge o la Quimera, pero no menos el intolerable Sistema, el cual es ubicuo e irrepresentable. Con su comportamiento predatorio, salvaje, desordenado, excesivo, el Sistema es la verdadera Cosa inespecularizable (“Indescribable!… Indestructible!… Nothing can stop it!”); situada más allá de las seguridades lógicas, más allá de las instancias dialécticas, la suya es una idea única indestructible que fagocita todo lo vivo (lo inteligible, lo positivo) sumiéndolo en la oscuridad y la podredumbre. “El terror no tiene forma”… Hay una gran verdad escondida en ese eslogan publicitario de la TriStar Pictures, y que podría resumirse en un mantra muy lacaniano: lo Real no tiene forma


 "¿De qué hablamos cuando hablamos del Sistema?" resulta así una pregunta engañosa, pues el mero acto de mencionarlo (al Sistema) ya consiste en el proceso inverso de desaprenderlo, de negarle a la Cosa-Sistema su ilegibilidad y su intrascendencia. No puede negarse lo que ni siquiera puede pensarse, y en consecuencia no hacemos sino hablar de lo mismo, "hablar de naderías", cuando creemos que hablamos en términos positivos. Afirmar el estado positivo de las cosas, ¿no es darle a la Bestia su carnaza, el sacrificio sagrado de la Palabra?; pero la cosa de John Carpenter no se "nadifica", no se crea ni se destruye, no se niega ni se afirma, tan sólo se hace irreconocible en su devenir desontológico. A su modo, se oculta. El Sistema es entonces una categoría trascendental, pero que, por la acción biunívoca del ocultamiento/desocultamiento, vomita su propia eyección monstruosa, su anti-paradoja, su Identidad pura. Un replegarse aporístico que se manifiesta en la materia desechable en forma de residuos, como masa fecal u orgánica, desperdicios escatológicos, tecnológicos y biomecánicos, invirtiendo el papel tradicional de la materia: lo artificial, lo residual y lo muerto ya no se contemplan, con este proceso, como antagonistas de lo inteligible, sino como su raíz y más esencial sustento. El Sistema devuelve así lo vivo a su cosidad, a su estado pre-simbólico y pre-natural, su estado de muerte fundamental. 

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