martes, 28 de agosto de 2007

"Freakonomics" y la cosmogonía del caos


El “economista” Steven D. Levitt, coadyuvado por el escritor y articulista del New York Times Magazine Stephen J. Dubner, publicó hará cosa de dos años un libro que llama la atención por su sensatez y brillante razonamiento sobre temas tan importantes y arduos como la influencia de la criminalidad en la economía mundial, la ley del aborto o la legalidad de armas de fuego en Estados Unidos. Este libro, cuyo nombre significa algo así como “economía de lo raro”, pone en práctica un extraño método casuístico basado en factores tan poco equitativos entre los seres humanos como son la lucidez y una aguda percepción de los hechos, para lo cual es necesario desprenderse de cualquier apego hacia las explicaciones señaladas por la generalidad o que gozan de mayor crédito entre la opinión pública. De este modo, Levitt logra dilucidar, en la conjunción inesperada de fenómenos inverosímiles o aparentemente inconexos, el origen de muchos problemas de la actualidad que por regla general pasan por alto la siempre obtusa mirada del sentido común así como los intereses particulares de multinacionales y partidos políticos que no dudan en manipular estas causas en favor de su índice de votos.

La descripción de sistemas causales complejos, de modo que estos mecanismos puedan ser comprendidos por el lector medio habituado a la prensa divulgativa, es un tema difícil cuya tarea exige un privilegiado don de observación, así como una clara disposición del lenguaje y los ejemplos tratados para el caso. Levitt y Dubner poseen estas raras cualidades. La clave de su originalidad radica en el distanciamiento de las explicaciones tradicionales o sistemáticas, para recabar en las muchas y caóticas circunstancias que son el fundamento real de la mayoría de fenómenos complejos, tales como la economía y las causas del crecimiento demográfico. A partir de un análisis supuestamente económico (pero que trasciende sus límites para convertirse en filosófico), Levitt bucea en la organización interna de esos fenómenos hasta sugerir en el lector la imagen de una suerte de cosmogonía del caos.

Los autores de Freakonomics se jactan de no poseer “un tema central claro”, ni un plan retórico estructurado, pero es precisamente esta falta de metodología lo que hace su libro más convincente a la hora de mostrar los auténticos orígenes de hechos cuya explicación a través de sistemas racionales más convencionales resulta abstrusa y falsa. El capítulo 5 (“¿Qué hace perfecto a un padre?”) es una viva muestra de este esquema.

Uno de los casos expuestos en el libro trata del auge de la criminalidad en la ciudad de Nueva York durante las décadas de los 70 y los 80. En 1989, el alcalde de la ciudad Rudolph Giuliani y el jefe de policía Bill Bratton pusieron en práctica un afanoso y espectacular programa para la contención del crimen, basado principalmente en una mayor contratación de agentes de policía. En efecto, la mayor contratación de agentes de la ley conlleva, según los estudios, a la disminución del crimen en aquellas ciudades donde (previo paso a unas elecciones) se había implantado dicha medida, con efectos notorios a corto plazo, y en concreto para los emporios policiales de Nueva York que a raíz del programa de Giuliani y Bratton ganaron enteros. Pero, si indagamos más en este hecho, tenemos que retroceder a 1968, cuando la ley que permitía el aborto fue establecida de forma pionera en la ciudad de Nueva York, los estados de California, Washington, Alaska y Hawai. Entre 1988 y 1994 (es decir, cuando los criminales potenciales nacidos en 1968 habría
n alcanzado su edad óptima), en dichos lugares se experimentó un descenso notable de la criminalidad, en torno a un 13% y un 23% en relación al resto del país. Levitt y Dubner señalan con tino que la tenencia de hijos no deseados fomentaría el malestar y la educación precaria que son el origen de gran parte de conductas criminales, indicando de paso un componente afectivo habitualmente silenciado en este tipo de análisis. De este modo, lo que en su momento se atribuyó sin vacilar a un logro del efectista plan para la contención del crimen ideado por Bratton y Giuliani, hundía sus causas en realidad en razones de orden demográfico mucho más difíciles de entrever, y que por ende señalaban con acierto la prohibición del aborto como factor negativo para la sociedad.

"Hemos evolucionado con una tendencia a vincular la causalidad con las cosas tangibles, no con algún fenómeno distante o complicado. Creemos sobre todo en las causas cercanas: una serpiente muerde a un amigo nuestro, éste chilla de dolor y muere. La mordedura de serpiente, concluimos, ha matado a nuestro amigo. La mayor parte del tiempo, semejante parecer resulta correcto. Pero en lo que se refiere a causa y efecto, una idea tan incuestionable a menudo tiene trampa. Ahora sonreímos cuando pensamos en culturas antiguas que abrazaban causas equivocadas; los guerreros que creían, por ejemplo, que lo que les proporcionaba la victoria en el campo de batalla era la violación de una virgen. Pero nosotros también abrazamos causas equivocadas, por lo general ante la insistencia de un experto que proclama una verdad por la que tiene un interés personal." (Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner; Freakonomics; 4.)

Levitt analiza las cuestiones desde un punto de vista racional, aunque no por ello sistemático, en el sentido de que sus observaciones no se ciernen a estructuras convencionales. Hace acopio de datos, compara, infiere, deduce, intuye, y finalmente incide sobre su objetivo de un modo semejante a las rápidas estocadas laterales de un esgrimista. De este modo, los autores sugieren que la causalidad, cuando no es interrogada a fondo, es también una forma de autoengaño y puede asimismo convertirse en una peligrosa arma de manipulación. El modelo propuesto por estos analistas es semejante al que hace servir la economía: “Comprende (la economía) un conjunto de herramientas extraordinariamente poderoso y flexible, capaz de evaluar de manera fiable un montón de información y determinar el efecto de cualquier factor individual, o incluso del efecto global”, dice Dubner en la introducción al libro. No ha de extrañarnos, pues, que no sólo economistas, sino asesores de la General Motors, los Yankees de Nueva York, senadores e incluso la CIA hayan interrogado a Levitt con el fin de que despejase sus dudas más apremiantes. Este hombre apocado y escuálido, que viste camisas a cuadros y gafas de pasta caducas ha logrado una pequeña panacea para descriptores del mundo, así como una pesadilla para racionalistas recalcitrantes. Definir los mecanismos del caos, y por tanto del mundo, más aún, de la naturaleza humana, resulta un asunto de primera magnitud no sólo para físicos y filósofos, sino para politicastros y legisladores que presuntamente habrían nacido con el poder de iluminar los sinsentidos de la existencia. Demás está decirlo: no hagan caso de estos últimos.  

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