martes, 28 de agosto de 2007

"Billy Wilder y las afinidades vienesas", por Manuel Carballo


Poco más de un siglo después de su nacimiento, la figura de Billy Wilder concita entre las heteróclitas huestes de cinéfilos que confluyen en este principio de milenio, los mayores elogios como uno de los más ilustres, versátiles y, al mismo tiempo, personales forjadores de la época dorada del cine clásico americano. A través de una mirada entre acre e insolente, impregnada de un humor cáustico, a veces procaz, casi siempre sutil, Wilder edificó una obra rica y transgresora, caracterizada por un arraigado e inconformista vitalismo irónico que evidencia, a fin de cuentas, su particular postura ante el mundo que le tocó en suerte.

Se ha interpretado muchas veces la obra de Wilder como el resultado de la colisión entre dos culturas dispares: el choque de la experta y desencantadamente irónica idiosincrasia europea y la ingenua y práctica forma de vida de la, por aquel entonces, inocente América. En este artículo nos centraremos en ese primer rasgo europeo.

Aunque nació en Sucha el 22 de julio de 1906, la familia de Wilder pronto se instaló en Viena, cuando el pequeño Billy (por entonces Billie, aunque su auténtico nombre era Samuel) sólo contaba cuatro años. Billy aterrizó así en el epicentro de una sociedad que dejaría una huella indeleble en él: la Mitteleuropa del Jahrhunderwende (cambio de siglo). Billy se crió en la capital de un imperio, el austro-húngaro, que iba a devenir decisivo en el inmediato panorama sociopolítico y cultural del futuro: la Viena decadente emblema de una época; la habsbúrguica o historiográficamente denominada cacania (término acuñado por Musil, que también le atribuyó una "gran actividad ética y estética"). Una época que se caracterizaba por la ambivalencia de sus tendencias. En su seno hallaba cobijo una cultura revolucionaria pero también una moral liberal y burguesa; al borde del Danubio, la incipiente y acaso abstrusa ciencia psicoanalítica se conjugaba con la opereta y las más frívolas varietés; el rococó vienés se armonizaba con la sobriedad y el sentido de la contención; la aristocracia convivía con el proletariado; la sociedad industrial con el agrarismo, el absolutismo con la constitución, el antisemitismo con el sionismo. En resumidas cuentas, una sociedad multiforme en total ebullición humana. Una rápida e incompleta enumeración de los insignes nombres que se formaron y crearon bajo el influjo de esta farbenvolle dekadent (brillante decadencia) centroeuropea dará sin duda la medida de esta efervescencia cultural a la que aludimos: autores de la talla de Musil, Kafka, Brecht, Mann, Zweig, Hofmannstahl, Rilke y Schnitzler (que junto con el caricaturista Grosz aportaba la conveniente dosis de autocrítica); compositores como Schönberg, Mahler y los Strauss, Richard y Johann; pensadores de la importancia de Einstein o Wittgenstein; o artistas plásticos como Klimt o el arquitecto Gropius, fundador de la Bauhaus.

Austria en general, y Viena en particular, era, en palabras de Hofmannsthal, “la visión europea de la cultura alemana”. Suponía, frente a lo alemán, la apertura a lo otro, a lo ajeno; el lugar donde se combinaban la pasión y la fuerza germánica con la alegría de vivir y el gusto armónico y mesurado de los países meridionales, un punto de encuentro entre Occidente y el oriente europeo, del mundo bañado por las aguas y el espíritu del mediterráneo frente al norte teutón. Aunque también a la inversa, Austria era el lugar donde magiares, eslavos, turcos e italianos ejercían su influencia sobre el espíritu alemán. Un sitio donde primaban la coexistencia y la convivencia de las diversas fuerzas del ser europeo, cuyo eco wilderiano es la adaptabilidad en aras de la supervivencia, el anhelo de buscar aquello que te facilita la vida, "esa capacidad judía de adaptación y fructificación" a la que aludía Wittgenstein.

Las reminiscencias del carácter vienés en la obra de Wilder no se reducen a brillos más o menos superficiales, como pueden ser la tonadilla utilizada en Kiss me, stupid ("Bésame, tonto") 1964, las constantes alusiones paródicas a Freud y el psicoanálisis que pueblan sus películas, las sillas estilo tonet que decoran el salón de The apartment ("El apartamento") 1960 o la ingente cantidad de apellidos centroeuropeos que ornan a muchos de sus personajes; o más evidentes, como el entorno y el argumento de The emperor waltz ("El vals del emperador") 1948, o la procedencia del libreto que inspira Five graves to Cairo ("Cinco tumbas al Cairo") 1943, Hotel Imperial obra del húngaro Lajos Biró y que se desarrollaba durante la Primera Guerra Mundial. Las huellas de la wiener leben (vida vienesa) que recorren sus filmes son también de una naturaleza más honda. Además de la antes mencionada adaptabilidad y la capacidad de supervivencia de la que hacen gala algunos de sus personajes (ya sea en un entorno hostil como el inolvidable Sefton de Stalag 17 ("Traidor en el infierno") 1953, o simplemente con un afán de medro social como el inefable Baxter de The apartment ("El apartamento") 1960, y que pueden entenderse como una proyección de las capacidades del propio Wilder, acostumbrado durante su vida a adecuarse a las más diversas situaciones con el fin de superar sus adversidades económicas, ya fuera haciendo de guía turístico en una ciudad que no conocía, o alquilándose como pareja de baile en los salones del Berlín de entreguerras, o incluso en sus primeros años en Hollywood, ganándose la vida como escritor en un idioma ¡que no dominaba!; aparte de esta adaptabilidad, decíamos, el rastro de esa infancia y primera juventud que transcurre en la ciudad del extremo del imperio se manifiesta en aspectos más arraigados pero no por ello más evidentes. Por ejemplo en el respeto por las palabras, en el cinismo y en la búsqueda de la verdad que movía a los habitantes de la Viena finisecular. En el arte de hacer cosas importantes sin darse importancia; en tomarse la vida y la propia obra con seriedad pero sin grandilocuencias y con sobriedad; en esa sutileza y en esa ironía que tamizan la alegría de vivir; en esa carencia de sentimentalismo frente a la orgullosa suntuosidad del carácter prusiano; en un vitalismo sin ambages que procede de lo más hondo del ser humano; en el rechazo a la autocomplacencia y la autocompasión; en la huida de lo convencional para optar por posturas transgresoras y contracorriente. Características todas ellas propias de esa paradigmática sociedad vienesa y también del apátrida (otro rasgo centroeuropeo) Billy Wilder.

Una prolongación de este ambiente, con matices y variaciones, lo encontró Wilder en la otra ciudad que contribuyó de forma notoria a la hora de tejer su personalidad artística: el Berlín a caballo de la década de los 20 y los 30, inmediatamente anterior a la ascensión de Hitler como canciller (Wilder abandonó la ciudad en los días siguientes al incendio del Reichstag). Un Berlín en su época dorada, sembrado de cabarets y en el que triunfaba el travestismo; "una ciudad educada en la sutileza" según S. Zweig. Wilder, que había comenzado a trabajar como periodista en Viena, llegando a entrevistar entre otros a Schnitzler, R. Strauss y casi a Freud (que lo echó de su casa al saber que era periodista), continuó su labor profesional en Berlín hasta que logró introducirse en la importante industria del cine berlinés. Allí, junto a otros cineastas neófitos que también lograron hacer carrera en Hollywood (Fred Zinnemann, Robert Siodmack y su hermano Kurt y Edgar E. Ulmer) contribuyó a la realización de un film Menschen am sonntag ("Gente en domingo") 1930, que terminó siendo pionero de un cine realista que utilizaba actores no profesionales. Tras un breve paso por París, donde incluso llegó a dirigir una película Mauvaise graine ("Curvas peligrosas") 1934, Wilder viajó a Hollywood con un contrato de la Columbia por un guión suyo, Pam Pam, que nunca llegó a realizarse. Con casi treinta años, y una personalidad que se había tejido en los ambientes descritos anteriormente, Wilder arribó a la tierra prometida, al lugar donde siempre quiso llegar: La ciudad de los sueños. El choque estaba servido. A partir de ahí, el resto es historia...

En Hollywood, Wilder impregnó cada una de sus películas, fueran éstas comedias, films noirs, profundos dramas psicológicos, películas de suspense o intriga, o incluso filmes de ambiente bélico, de una causticidad y una hondura nada evidente, difíciles de alcanzar. Los filmes de Wilder no poseen el aliento épico de John Ford, ni el furioso lirismo que atraviesa las obras de Nicholas Ray, ni el barroquismo visual y conceptual de las películas de Orson Welles, pero neutralizan estas aparentes carencias con una maravillosa arquitectura narrativa, una excelsa eficacia, y un ¿sano? sentido del humor que las eleva a la misma altura artística de esas obras.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Deslumbrante descripción de la formación de un creador, de una época, de una mítica y fecundísima ciudad en su bisagra en el tiempo, de un momento histórico de la humanidad.
Gracias, Manuel Carballo.
La etiqueta de esta entrada no podría llamarse mejor: 'Fantastoscopio', porque esta entrada es fantástica, no puedo creer que no tenga comentarios hasta hoy. Me fascinó.