domingo, 14 de noviembre de 2010

In memoriam Tusitala


Me entero por un amigo de que ayer fue el 160 aniversario de Robert Louis Stevenson (1850-1894) y me precipito al ordenador para escribir unas líneas que surgen de mí casi como una obligación, un tributo, sin duda destiempo y trasnochado, a uno de los autores que más me hizo disfrutar en cierta época de mi vida.

A pesar de haber leído a Stevenson, a pesar de haber vivido a Stevenson, lo cierto es que me quedé en un escaso puñado de sus obras (El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde, los relatos reunidos en El diablo de la botella, Cuentos de los Mares del Sur, El club de los suicidas, relatos y ensayos dispersos, etc). Pero esto nunca me ha parecido una clase de pérdida, al revés, y es que una sola página de Stevenson vale por mil. La cualidad mercúrica de su prosa, la sensibilidad de sus metáforas que irrumpen como un vino mitológico de imposibles aromas, sus inclasificables matices y coloraciones; la hondura y templanza de sus juicios, la nostalgia maravillada del mundo, esa suerte de mélancolique joie de vivre que caracteriza a los artistas vitales pero que al mismo tiempo comprenden la fatalidad de la vida; su extraordinario conocimiento de la psicología humana, y sobre todo sus imágenes dotadas de insólita energía, todo ese compendio de rasgos irrepetibles convirtieron a Stevenson, el escritor-viajero por antonomasia, en uno de los escritores victorianos más particulares y memorables.

Probablemente, una de las razones de su éxito fue la misma que convirtió a tantos otros itinerantes dotados para la pluma, como él, en verdaderos prodigios literarios. Podrían rastrearse casos desde sir Walter Raleigh hasta Jack London, pasando por Francis R. Burton, Herman Melville o Joseph Conrad, y en todos ellos se hallará la misma sutil mixtura entre realidad y fantasía, entre mundo e ideas, entre experiencia e imaginación… opuestos que se tocan y que en su encuentro dan origen a personalidades siempre vitales, soñadoras, pero también melancólicas, taciturnas, atrapadas en un nexo indescifrable entre la vida interior y el mundo que trataban de navegar, explorar hasta las últimas consecuencias. Y es de este “punto de encuentro” del que les quiero hablar. La cualidad de ambivalencia tal vez sea la que mejor define al ser humano de hoy y de siempre, una cualidad especialmente puesta de relieve en Dr Jekyll y Mr Hyde, sin duda una de las mejores obras de Stevenson y que más han marcado la conciencia psicológica del hombre moderno –a su lado las farragosas publicaciones sobre psicoanálisis de Sigmund Freud hacen pensar en un elefante en una tienda de Bohemia--, pero que también sobrevuela muchas otras obras del autor, en su gusto por los dúos de protagonistas (el príncipe Florizel y el coronel Geraldine en El club de los suicidas; el oscuro binomio fraternal Jim/Capitán Silver en La isla del tesoro, etc), o en la pluralidad de sus intereses y temas. Stevenson era una criatura anfibia, un hombre de poderoso intelecto, pero a su vez un hombre de mundo. De la tensión resultante entre esas dos formas de vida, la del aventurero y el soñador, surgiría la extraña cualidad de su pensamiento, así como la de todos los poetas viajeros. Esa tensión, el conflicto entre mente y materia, quizá entre ficción y realidad, es palpable en el sentir propio de la cultura victoriana que lo vio nacer, en un tiempo en que los imperios colonizadores llegaban a su cenit y se adivinaba el advenimiento de la revolución industrial, pero aun así profundamente enraizada en el filamento de lo imaginario que daría ese regusto tan especial a las letras victorianas.


Para el que no lo sepa todavía, Stevenson fue un autor prolífico no sólo a nivel cualitativo, sus obras se cuentan por decenas y abarcan desde el libro de viajes hasta la novela, pasando por el relato, la poesía y el ensayo. Provenía de una familia de ingenieros presbiterianos, y su vida estuvo marcada desde muy joven por la enfermedad y una salud precaria, que heredaría de su madre. Siendo niño se aficionó a los relatos a través de los sermones religiosos de la iglesia y la niñera calvinista de la familia, que lo aterrorizaba con sus historias sobre la Biblia. También conoció el gusto por el viaje en edad adolescente, esta vez de la mano de su padre, y de todo ese caldo de cultivo florecería la voluptuosa imaginación del autor así como su apego por la exploración y la fantasía. Inició la carrera de Ingeniería náutica, estudió Derecho, y durante algún tiempo llegó a ejercer la abogacía, pero nada de eso le reportó el éxito ni la satisfacción como lo haría su verdadera pasión, la escritura.

Tras frecuentes viajes, aquejado de tuberculosis, Stevenson conoció el amor de su vida en la figura de una joven norteamericana llamada Fanny Osbourne. Vivieron juntos en Calistoga, en el lejano Oeste, y contrajeron matrimonio cuando el escritor contaba treinta años. Viajaron por el mundo en busca de climas apacibles que el escritor escocés tanto necesitaba para su debilitada salud, hasta recalar en los archipiélagos del Pacífico Sur. En ese lugar pudo hallar al fin la claridad que tanto echaba a faltar en las islas británicas --tan poco apropiadas, según contaba Borges, para sentarse a leer un libro--. Stevenson llegó a implicarse en los movimientos políticos y sociales de los samoanos, tomando partido por un jefe tribal y oponiéndose a la dominación alemana, escribiendo para la prensa británica sobre las injusticias cometidas en aquella parte del mundo, y junto a Mark Twain fue una de las mejores cabezas pensantes de su tiempo con sensibilidad para los derechos humanos. Entre los aborígenes, Stevenson era conocido cariñosamente como Tusitala, “el que cuenta historias”.

Cabe apuntar que Stevenson no es un autor que simplemente se lee, con los ojos y el intelecto. Stevenson es un autor que se vive, con las fibras y las vísceras. Sus páginas no capturan la vida, en un sentido de realismo: capturan el estremecimiento por la vida, algo también muy propio de las letras anglosajonas, en oposición al realismo social del otro gran coloso cultural de la época, Francia. Para siempre quedarán en el recuerdo las intensas imágenes que pueblan sus libros: el atormentado doctor Jekyll, basculando en la noche y en las interioridades de la psique en busca de su alter ego maligno; el monstruoso capitán Silver que visitaba al joven Jim en sus pesadillas, caminando sobre una sola pierna; la aparición, repentina y perturbadora, del espíritu encerrado en “El Diablo de la botella”…

La mala salud y su afición al alcohol lo llevarían a un final prematuro. A la edad de 44 años, Stevenson murió de un infarto cerebral. Su tumba se encuentra en un monte verde de la isla de Samoa, donde descansa junto a su mujer. Allí puede leerse el epitafio que el propio escritor, muy previsor, escribió catorce años antes de morir, intuyendo tal vez que su largo viaje por el mundo, su búsqueda desesperada por escapar de la enfermedad y de una sociedad que repudiaba sería, como todos los buenos viajes, un viaje sin regreso.

Talofa e i lo matou Tusitala, Ua tagi le fatu ma le ‘ele ‘ele.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Como siempre, es de agradecer la penetración de tus artículos.Comparto la pasión por Stevenson.Siguiendo el hilito del "estremecimiento" como una estela palpitante sólo añadir que, efectivamente, y a pesar de las comparaciones con Freud, Stevenson es sobre todo magnífico no en la polaridad que nos presenta en la superficie de sus novelas( por ejemplo entre Jekyll y Hide) sino cuando difumina los límites entre los opuestos. Ahí, creo yo, surge ese estremecimiento que te captura porque entonces te da de lleno.
Un abrazo

Federico Fernández Giordano dijo...

Muy cierto, de hecho, esa cualidad de difuminar los contrastes es otro signo inequívoco de los verdaderos retratistas, de los talentos con sensibilidad para la esencia humana, que nunca es blanca o negra, tan llena de matices y de lugares intermedios, ¿verdad?, lugares para los que seguramente nuestro vocabulario todavía no ha inventado palabras adecuadas. Por ello tiene aún más mérito el "arte de difuminar los contrastes", y Stevenson, qué duda cabe, era un experto en eso.
Un abrazo