
Son rara avis los escritores que no claudican ante sus propias virtudes intelectuales e ilustradas, a su sentido común, en suma a su académica sensatez -ese valor tan querido y respetado por este mundo intrínsecamente insensato-, cuando han de hacer uso de su voz lisa y llana en entrevistas, colaboraciones, intervenciones públicas y/o declaraciones de toda índole. Entonces, con esa voz ajena a sus facetas creativas, dicen todo o casi todo lo que se espera que digan, y de ese modo –uf, menudo alivio- se instalan en la “normalidad” y nos tranquilizan, aun sin quererlo nos aseguran que pertenecen al mismo mundo que nosotros, mejor dicho, que piensan con los mismos esquemas y jerarquías axiológicas que nosotros, esto es, los mismos esquemas y jerarquías que la sociedad ha internalizado en nosotros. Desde luego nos aburren, porque nos dicen cosas que ya sabemos, aunque no sepamos que las sabemos. Aparte de que ello confirma aquel viejo aserto (“Nunca conozcas a un escritor en persona si quieres que te gusten sus obras”), nos hace echar en falta escritores que no se desdoblen en dos voces, la “normal” y la creadora. Un notable ejemplo de estos creadores superiores es sin duda el austriaco Thomas Bernhard, el último escritor verdaderamente radical que ha dado la cultura occidental. Ahora bien, quien conozca sus novelas y relatos quizá piense que resultaría muy difícil mantener en la vida cotidiana la misma visión extrema expresada en su obra. Sin embargo, en Conversaciones con Thomas Bernhard (Anagrama, 1991), su libro de no-ficción más revelador y aterrador, nos lo confirma con una visceralidad tan alarmante como fecunda, que nos sacude con la fuerza de un tsunami y nos hace reflexionar de verdad.
En sus páginas descubrimos que entre su voz de escritor y su voz lisa y llana no hay diferencia


Pero en cualquier caso, aquel radicalismo esencial de nuestra primera relación con la vida se evapora, o se sublima en construcciones estéticas, o se aliena en radicalismos de pacotilla que el sistema tolera como válvula de seguridad. Pero en ocasiones puede suceder, como es el caso, que alguien diga sencillamente no y se niegue a pagar domesticación a cambio de protección, conservando la capacidad de ver radicalmente: “Ver más significa huir más lejos. Cuanto más clara se vuelve una cosa, tanto más espantosa resulta.” (Bernhard describe el peculiar proceso que le salvó de la domesticación en los seis volúmenes de su autobiografía, publicada en España por Anagrama.)

Bernhard no sólo especuló con la negación total de lo dado, sino que también la asumió como
forma de vida sin perder los papeles por el camino. Algunos escritores se han asfixiado con sólo atisbar tal posibilidad (por ejemplo, Sylvia Plath), y los que se han zambullido en ella han acabado inventándose salvoconductos de todas clases. Los ejemplos serían incontables (Huysmans y su cristianismo redentor, Henry Miller y su erotismo-salvación), pero Artaud los resume a todos: aspirante a radical supremo, no lo soportó y tuvo que inventarse sus indígenas mexicanos hasta rendirse a la locura, salida decorosa que el sistema habilita para sus irrecuperables. Bernhard, bastante más inteligente y honesto, no se dejó seducir por paraísos artificiales ni por entelequias esperanzadoras. Se limitó a seguir el árido sendero de la racionalidad crítica y estricta que, como es sabido, revela infaliblemente, además de la fragilidad y extrañeza del hombre en un entorno ajeno y amenazador, la ridiculez de los fantoches y normas de este mundo: por un lado, la naturaleza, ciclo ciego y monstruoso que todo lo engulle, antítesis de la libertad y fuente de locura y suicidio en casi toda la obra bernhardiana; por el otro, la opresión agobiante y destructora de los Estados e instituciones sociales (todas embrutecedoras y siniestras, desde la familia hasta el vecindario rural). En medio de esas fuerzas aniquiladoras, el ser humano, hostigado por su finitud, por la enfermedad y su sed de absoluto, posee un único terreno propiamente suyo: el arte y la palabra. Una franja muy estrecha en la que todos los personajes de Bernhard (y él mismo) se la juegan al todo o nada, generalmente perdiendo pero de todos modos intentándolo una y otra vez.

Para Bernhard, la música era el arte supremo (“escribir prosa tiene que ver siempre con la
musicalidad”, “el arte consiste sólo en tocar cada vez mejor el instrumento que se ha elegido”), pero su instrumento fue la palabra, cuyas posibilidades indagó a fondo, y a partir de la novela Helada (1963) fue perfeccionando una poética que, al contrario de la tradicional, no va hacia la musicalidad de las imágenes y las metáforas, lugar ya anquilosado por el lenguaje convencional, sino hacia las ideas y los conceptos, configurando así una genuina música de las ideas. Y al compás envolvente de esa música fue arrancando los mojones con que la insaciable normalidad ha delimitado el pensamiento, ese territorio privilegiado para ejercer la libertad e intentar arañar la verdad, aunque ésta resulte dolorosa y casi siempre insoportable. Y no tuvo reparos en experimentarlo en carne propia.

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