jueves, 12 de julio de 2012

"El legendario Robert Johnson", por Jonio González (Parte 3 de 3)


Tras la última sesión de grabación, el guitarrista recorre Texas con su inseparable Johnny Shines, tocando en bares, fiestas o en la calle. De allí viaja a Memphis y en agosto de 1938 lo encontramos en Greenwood, Mississippi, donde sus amigos Honeyboy Edwards y Sonny Boy Williamson (no John Lee Williamson, sino el auténtico, Rice Miller) habían conseguido una actuación en el Three Forks, un garito a las afueras de la población. Johnson, a quien su fama de mujeriego precedía allá donde iba, solía concentrarse en sus actuaciones en individuos del público, como si cantara sólo para el elegido; la mayor parte de las veces se trataba de mujeres. Quizá en esta ocasión tuviera la mala suerte de concentrarse demasiado en la esposa del particularmente celoso dueño del local, o que ya mantuviera una relación con ella. Lo cierto, en cualquier caso, es que alguien le pasó un vaso de whisky que resultó envenenado, que Robert bebió, que hacia la una de la mañana empezó a sentirse indispuesto y que hacia las dos se sentía tan mal que decidieron llevarlo a Greenwood, donde por falta de dinero ningún médico lo atendió. La agonía duró varios días, al cabo de los cuales, el 16 de agosto, moría como consecuencia de una neumonía. La leyenda dice que se pasó esos días recorriendo el pueblo y aullando, también que su madre lo acompañó en su lecho de muerte y que anotó sus últimas palabras: “Ruego que venga el redentor y me lleve a la tumba.” Honeyboy Edwards, sin embargo, afirmará que murió solo. Como no podía ser menos, existen tres tumbas con su nombre, y nadie sabe en cuál de ellas descansan sus restos.


El legado

La importancia de Robert Johnson en la historia de la música tiene pocos parangones. A sus innovaciones con la guitarra, que fueron el origen del sonido de los grupos de blues de Chicago, debe añadirse su calidad como cantante, capaz de ir de los falsetes que impusieran en el género Blind Lemon Jefferson entre otros, a susurros guturales, inflexiones irónicas o un tono ora atormentado, ora melancólico, que, como recordaría Willie Brown, arrancaba lágrimas en el público. Asimismo, las letras de sus canciones poseen una extraña calidad poética basada en comentarios opuestos y complementarios, en una innovadora estructura narrativa y en una aguda capacidad de observación. Cuando en 1961 Hammond reedita para Columbia una serie de temas de Johnson en King of the Delta Blues Singers , el mundo descubre la verdad que ocultaba la leyenda. Sus temas empiezan a ser interpretados por innumerables músicos jóvenes, como los Allman Brothers, los Rolling Stones, Yardbirds, Peter Green, Stevie Winwood, Paul Butterfield, Cream, Eric Clapton, etc. Cuando en 1990 Sony lanza The Complete Recordings Of Robert Johnson , los veinte mil ejemplares que pensaba vender se convierten en más de un millón. Los críticos no pierden el tiempo y cambian el color de la leyenda. Greil Marcus dramatiza sobre aquello que él mismo se inventa (“Johnson cantaba sobre el precio que tuvo que pagar por las promesas que no pudo mantener”). Wilfrid Mellers habla de “una excitación emocional lunática”, de que voz e instrumento “se estimulan a través del frenesí”, como si no hubiera escuchado “Love In Vain”, “They’re Red Hot” o “Come On In My Kitchen”, con su tristeza evocadora, su ritmo controlado, su intensidad melódica. Ambos, al igual que muchos, invierten los términos y transforman a Robert Johnson en una idea, como escribió su biógrafo Peter Guralnick. Olvidan lo esencial, que Johnson fue ante todo un artista provisto de un genio inusual, perseverante y consciente de sus aptitudes, decidido tanto a no dejar que siguieran robándole el dinero de su trabajo (canta en “I’m a Steady Rollin’ Man”), como a ahondar en su alma y no ocultar aquello que encuentra, todo ello en un entorno social, éste sí, infernal por su dureza, injusticia y arbitrariedad.

Nacido en Buenos Aires en 1954, Jonio González reside en Barcelona desde 1982. Junto con Javier Cófreces fundó en su ciudad natal, en 1981, la revista de poesía La Danza del Ratón. Como traductor de poesía ha vertido al castellano a Sylvia Plath (Tres mujeres, Zaragoza, 1992; Barcelona, 2001), Anne Sexton (El asesino y otros poemas, Barcelona, 1996), Charles Simic, Robert Creeley, Kathleen Raine..., John Berryman, Elizabeth Bishop, entre otros. Asimismo ha escrito diversos prólogos para ediciones de poesía, entre ellos: Poesía escogida, de Blanca Varela (Barcelona, 1993). Colabora habitualmente como crítico de jazz y de literatura de género en publicaciones especializadas. Ha publicado, entre otros, los siguientes poemarios: El oro de la república (Claraboya, Buenos Aires, 1982); Muro de máscaras (Tierra Firme, Buenos Aires, 1987); Cecil (Utopías del Sur, Buenos Aires, 1991); Últimos poemas de Eunice Cohen (Plaza y Janés, Barcelona, 1999), y El puente (Emboscall, Vic, 2001; Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2003).


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