Artículo
publicado el 18/4/2015 en la revista digital Excodra Barcelona, con el título
"Educación y saber: el mundo como productibilidad y consumo"
El
pasado 30 de marzo salía en El País un interesante artículo de Manuel Cruz,
catedrático de filosofía contemporánea, titulado “Visto uno, vistos todos”, en
el que se hacía eco de una cuestión que siempre me ha llamado la atención en el
entorno universitario. Y es que: en contra del dictado de la lógica práctica
(esa lógica de la eficiencia y la utilidad que se ha convertido en dogma), la
educación universitaria no es algo que vaya necesariamente unido al mercado
laboral; más aún: constituye uno de los mayores mitos del progreso --en su progresivo
maridaje con el modelo neoliberal de productibilidad y consumo— pensar que el
trabajo sea la única finalidad del estudio académico. La lógica de la
eficiencia y la utilidad unida al estudio; el estudio como simple medio
mecánico para la producción laboral... (y por fin, la regularización de ese
estudio de acuerdo a fines y conceptos de pura productibilidad, caso de la
reciente "metafísica de la empresa" del señor Wert). Allí, el espacio
privado del espíritu o mens racional es
invadido por un estado instrumentalizado de cosidad, sin otra meta que la
rentabilidad y el ingreso exponencial de ganancias; sin otra meta que la
funcionalidad por sí misma, sin pararse a preguntar hacia dónde o el porqué
de esa funcionalidad institucionalizada.
Es
algo que siempre llamó mi atención desde que era estudiante, cuando los chicos
tenían que elegir entre ingresar al BUP o al FP. Dado que tuve la suerte de
tener unos padres sabios, ése no fue mi caso, y acabé decantándome por estudios
particulares enfocados a mi formación musical (mi abuela, que había sido
directora de escuela en Uruguay, nos enseñaba a mi hermano y a mí cuando no
había dinero para pagar el curso escolar). Como es natural en una sociedad que
fomenta las desigualdades, ingresar a BUP o FP determinaba el horizonte laboral
de los jóvenes individuos, toda vez que con el tiempo esta disyuntiva acabaría
revelando su verdadera farsa, a saber: que no había tal dualidad, o no la había
a efectos reales, pero no obstante se
insistía en ella subrepticiamente con esta delimitación clasista.
Paradójicamente, sólo ahora, tras una vida de autodidactismo y alergia
académica, siento el reclamo de cursar una carrera universitaria, no sujeta a
ningún condicionamiento. Los actuales universitarios, que se manifiestan a
diario por los recortes y leyes draconianas de un gobierno insensible a la
realidad, son enfrentados por su parte a la doble demanda de un mandato agónico
por cuanto que irrealizable: por un lado, se les impone la adoración sin
ambages del ídolo de la rentabilidad-y-productibilidad; por otro, se eliminan o
erosionan los espacios tradicionalmente destinados a la rentabilidad-y-productibilidad,
los espacios del trabajador natural. La propia idea del trabajador es ya una
idea anacrónica y obsoleta, inadecuada al mundo de las finanzas y transacciones
virtuales.
Pero
lo que nos interesa aquí es el desplazamiento del centro de gravedad, del paso
del estudio como edificación del alma, a ser concebido como una maniobra de
fines lucrativos (si esto fuera posible). Manuel Cruz hacía hincapié en su
artículo: los estudios superiores no son concebidos “en términos de formación
integral del ciudadano”, sino como una “gran formación profesional destinada a
preparar a los individuos para una más eficaz inserción en el mercado de
trabajo”. Todo lo cual alimenta la
mercantilización de la gente, la abominable lógica de la eficiencia y la
utilidad en la que vivimos, y que por ende nos desconecta de nuestra más
esencial esfera, consistente en entender y empatizar con el mundo.
Ésta
es la mayor bestia negra que el modelo social de la rentabilidad-y-productibilidad
quiere evitar: no podemos crear una clase de ciudadanos empatizantes, que
busquen en el aprendizaje una manera de crear lazos y aliarse, sino una clase homogenizada
de individualistas despóticos, que sean felices en el fracaso del otro. Según
esta lógica del depredador civilizado, el Sistema en sí es inamovible, inapelable,
inconmensurable; es el pueblo el que
siempre tiene la culpa, la culpa de ser sí mismo, sea porque es demasiado
ignorante, sea porque es demasiado egoísta, demasiado humano, demasiado imperfecto...
“Fijaos en la máquina –parece decir el Sistema, a través de sus innumerables
oráculos-, contemplad su eficiencia, su perfecta sincronía, su pulcritud sacramental...
contemplad al Sistema regenerándose y auto regulándose por los siglos de los
siglos... sólo Él, en su infinita sabiduría, es digno de toda meta...”
Pero:
no es tanto la calidad de las personas la que ha cambiado, sino el propio mundo como sistema.
Un sistema-mundo que a cada día que pasa se hace más ladino, más fuerte y
complejo, anulando la capacidad de respuesta del individuo, y por supuesto
pervirtiendo toda posibilidad de crítica. Un sistema hiperanabolizado e
hiperalimentado, consensuado por el macrocosmos económico y el quimérico “estado
de bienestar”, cuya acción conjunta termina por volver idiota y risible
cualquier manifestación de disidencia. Nuestro sentido auténtico del mundo se pierde en las
cenagosas estructuras de la competitividad y el desarrollo, en un
resquebrajarse del marco autónomo social, percibiendo este proceso de rasgadura
como ruptura, como negación rotunda o como muerte violenta del arte, y en
última instancia como delirio u enajenación de
las masas descontentas. Pero no
hacemos sino asumir indirectamente el discurso instrumental del progreso, aquel
que pone en el pueblo, en las gentes desorientadas, la responsabilidad de su
desgracia. La sinrazón es entonces normalizada y entronada desde los
emporios de la información: los políticos aparecen como mediáticos clowns que roban
y ríen al mismo tiempo; y Belén Estéban tiene mucho que decir precisamente
porque hemos convertido a ese ente social antaño verdadero y real, el pueblo,
en una abstracción y en una absurdidad.
Ser
en el mundo, ya lo decía Heidegger, significa la capacidad de preguntar y
aprender constantes, de re-aprender ese aprender y de re-crear-se a partir de
él. Tal es el significado filosófico de vivir instalado en el mundo, de vivir
auténticamente en el mundo: aprehenderlo, concebirlo (ya que no experimentarlo)
en todos sus aspectos y momentos, en toda su profundidad de superficies. La
vida del hombre práctico que transcurre instalada en la ociosidad de la ignorancia
no es una vida auténtica, como dirían los existencialistas, es una vida
in-existente. Y hasta que no se haya denegado ese mundo “inauténtico” que hemos construido --ese mundo de lo meramente superficial, lo
pecuniario y lo funcional--, no se habrá comprendido este sentido verdadero de
ser en el mundo.
Lo
cierto es que el saber no responde a ninguna noción de utilidad peregrina, a
ningún intercambio de intereses comerciales, a ninguna solución inmediata para
tu deriva existencial. Concebir el estudio y el saber en ésta su dimensión
corrosiva, equivale a pensar el estudio como arma de rebelión, el mundo como
campo de batalla. Conciliar lo verdaderamente importante que hay en el saber equivale
a dinamitar el mundo en el que vivimos, es decir: el mundo fundado en la
hipocresía y en la futilidad, en la mercancía y en la deshumanidad. El
aprendizaje y el saber, resulta una obviedad decirlo, no han de ser un
mecanismo para secuestrar la verdad, ni para apropiársela, ni mucho menos para
redirigirla hacia los fines prácticos de la rentabilidad y el consumo, sino un
medio de desprendimiento de la propia
inautenticidad: un procedimiento por el que se dilucidan los hilos negros que
componen el mundo. Un procedimiento, al fin y al cabo, de descomposición o descentralizamiento
de nuestra determinada (y comúnmente arbitraria) imagen de la realidad.
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