lunes, 11 de mayo de 2015

El mundo como productibilidad y consumo




Artículo publicado el 18/4/2015 en la revista digital Excodra Barcelona, con el título "Educación y saber: el mundo como productibilidad y consumo"

El pasado 30 de marzo salía en El País un interesante artículo de Manuel Cruz, catedrático de filosofía contemporánea, titulado “Visto uno, vistos todos”, en el que se hacía eco de una cuestión que siempre me ha llamado la atención en el entorno universitario. Y es que: en contra del dictado de la lógica práctica (esa lógica de la eficiencia y la utilidad que se ha convertido en dogma), la educación universitaria no es algo que vaya necesariamente unido al mercado laboral; más aún: constituye uno de los mayores mitos del progreso --en su progresivo maridaje con el modelo neoliberal de productibilidad y consumo— pensar que el trabajo sea la única finalidad del estudio académico. La lógica de la eficiencia y la utilidad unida al estudio; el estudio como simple medio mecánico para la producción laboral... (y por fin, la regularización de ese estudio de acuerdo a fines y conceptos de pura productibilidad, caso de la reciente "metafísica de la empresa" del señor Wert). Allí, el espacio privado del espíritu o mens racional es invadido por un estado instrumentalizado de cosidad, sin otra meta que la rentabilidad y el ingreso exponencial de ganancias; sin otra meta que la funcionalidad por sí misma, sin pararse a preguntar hacia dónde o el porqué de esa funcionalidad institucionalizada.

Es algo que siempre llamó mi atención desde que era estudiante, cuando los chicos tenían que elegir entre ingresar al BUP o al FP. Dado que tuve la suerte de tener unos padres sabios, ése no fue mi caso, y acabé decantándome por estudios particulares enfocados a mi formación musical (mi abuela, que había sido directora de escuela en Uruguay, nos enseñaba a mi hermano y a mí cuando no había dinero para pagar el curso escolar). Como es natural en una sociedad que fomenta las desigualdades, ingresar a BUP o FP determinaba el horizonte laboral de los jóvenes individuos, toda vez que con el tiempo esta disyuntiva acabaría revelando su verdadera farsa, a saber: que no había tal dualidad, o no la había a efectos reales, pero no obstante se insistía en ella subrepticiamente con esta delimitación clasista. Paradójicamente, sólo ahora, tras una vida de autodidactismo y alergia académica, siento el reclamo de cursar una carrera universitaria, no sujeta a ningún condicionamiento. Los actuales universitarios, que se manifiestan a diario por los recortes y leyes draconianas de un gobierno insensible a la realidad, son enfrentados por su parte a la doble demanda de un mandato agónico por cuanto que irrealizable: por un lado, se les impone la adoración sin ambages del ídolo de la rentabilidad-y-productibilidad; por otro, se eliminan o erosionan los espacios tradicionalmente destinados a la rentabilidad-y-productibilidad, los espacios del trabajador natural. La propia idea del trabajador es ya una idea anacrónica y obsoleta, inadecuada al mundo de las finanzas y transacciones virtuales.      

Pero lo que nos interesa aquí es el desplazamiento del centro de gravedad, del paso del estudio como edificación del alma, a ser concebido como una maniobra de fines lucrativos (si esto fuera posible). Manuel Cruz hacía hincapié en su artículo: los estudios superiores no son concebidos “en términos de formación integral del ciudadano”, sino como una “gran formación profesional destinada a preparar a los individuos para una más eficaz inserción en el mercado de trabajo”. Todo lo cual alimenta la mercantilización de la gente, la abominable lógica de la eficiencia y la utilidad en la que vivimos, y que por ende nos desconecta de nuestra más esencial esfera, consistente en entender y empatizar con el mundo.


Ésta es la mayor bestia negra que el modelo social de la rentabilidad-y-productibilidad quiere evitar: no podemos crear una clase de ciudadanos empatizantes, que busquen en el aprendizaje una manera de crear lazos y aliarse, sino una clase homogenizada de individualistas despóticos, que sean felices en el fracaso del otro. Según esta lógica del depredador civilizado, el Sistema en sí es inamovible, inapelable, inconmensurable; es el pueblo el que siempre tiene la culpa, la culpa de ser sí mismo, sea porque es demasiado ignorante, sea porque es demasiado egoísta, demasiado humano, demasiado imperfecto... “Fijaos en la máquina –parece decir el Sistema, a través de sus innumerables oráculos-, contemplad su eficiencia, su perfecta sincronía, su pulcritud sacramental... contemplad al Sistema regenerándose y auto regulándose por los siglos de los siglos... sólo Él, en su infinita sabiduría, es digno de toda meta...”    



Pero: no es tanto la calidad de las personas la que ha cambiado, sino el propio mundo como sistema. Un sistema-mundo que a cada día que pasa se hace más ladino, más fuerte y complejo, anulando la capacidad de respuesta del individuo, y por supuesto pervirtiendo toda posibilidad de crítica. Un sistema hiperanabolizado e hiperalimentado, consensuado por el macrocosmos económico y el quimérico “estado de bienestar”, cuya acción conjunta termina por volver idiota y risible cualquier manifestación de disidencia. Nuestro sentido auténtico del mundo se pierde en las cenagosas estructuras de la competitividad y el desarrollo, en un resquebrajarse del marco autónomo social, percibiendo este proceso de rasgadura como ruptura, como negación rotunda o como muerte violenta del arte, y en última instancia como delirio u enajenación de las masas descontentas. Pero no hacemos sino asumir indirectamente el discurso instrumental del progreso, aquel que pone en el pueblo, en las gentes desorientadas, la responsabilidad de su desgracia. La sinrazón es entonces normalizada y entronada desde los emporios de la información: los políticos aparecen como mediáticos clowns que roban y ríen al mismo tiempo; y Belén Estéban tiene mucho que decir precisamente porque hemos convertido a ese ente social antaño verdadero y real, el pueblo, en una abstracción y en una absurdidad.

Ser en el mundo, ya lo decía Heidegger, significa la capacidad de preguntar y aprender constantes, de re-aprender ese aprender y de re-crear-se a partir de él. Tal es el significado filosófico de vivir instalado en el mundo, de vivir auténticamente en el mundo: aprehenderlo, concebirlo (ya que no experimentarlo) en todos sus aspectos y momentos, en toda su profundidad de superficies. La vida del hombre práctico que transcurre instalada en la ociosidad de la ignorancia no es una vida auténtica, como dirían los existencialistas, es una vida in-existente. Y hasta que no se haya denegado ese mundo “inauténtico que hemos construido --ese mundo de lo meramente superficial, lo pecuniario y lo funcional--, no se habrá comprendido este sentido verdadero de ser en el mundo. 


Lo cierto es que el saber no responde a ninguna noción de utilidad peregrina, a ningún intercambio de intereses comerciales, a ninguna solución inmediata para tu deriva existencial. Concebir el estudio y el saber en ésta su dimensión corrosiva, equivale a pensar el estudio como arma de rebelión, el mundo como campo de batalla. Conciliar lo verdaderamente importante que hay en el saber equivale a dinamitar el mundo en el que vivimos, es decir: el mundo fundado en la hipocresía y en la futilidad, en la mercancía y en la deshumanidad. El aprendizaje y el saber, resulta una obviedad decirlo, no han de ser un mecanismo para secuestrar la verdad, ni para apropiársela, ni mucho menos para redirigirla hacia los fines prácticos de la rentabilidad y el consumo, sino un medio de desprendimiento de la propia inautenticidad: un procedimiento por el que se dilucidan los hilos negros que componen el mundo. Un procedimiento, al fin y al cabo, de descomposición o descentralizamiento de nuestra determinada (y comúnmente arbitraria) imagen de la realidad. 

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