Es común a todo hombre sentirse sobrecogido ante las manifestaciones de su interior. De ahí el encanto primordial del arte. ¿Qué sensación vertiginosa, qué tañer lejano nos alcanza al imaginar las oscuridades de la psique? ¿Eran éstos los pensamientos de Poe, poseedor sin duda de grandes oscuridades, al titular su cuento El descenso al Maelstrom? ¿Por qué desde siempre hemos vivido la ilusión de un mundo fantasmagórico, incluso incendiario, localizado en los subterráneos del mundo? ¿Quizá porque allí van los muertos? ¿O porque la cualidad primera de la realidad sensible parece tender siempre hacia abajo? ¿Por ello los lugares mitológicos de la divinidad se han visto siempre ubicados en emplazamientos celestiales, hiperbóreos o de las alturas?
Dentro de ese ámbito de lo deslindado, lo convulso y lo caído de la gracia, es donde figuran algunos de esos rasgos sin duda oscuros y que comportan una entera rama vital del hombre. La historia religiosa está plagada de descensos. Si contásemos cuántas veces ha bajado Dios a la Tierra en las exégesis judeocristianas, éste se habría cansado hace tiempo de tanto ir y venir. Quizá por eso envía también a sus corresponsales, los arcángeles. A Jesús lo bajaron de la cruz una vez muerto, y Dios bajó con él de los cielos para aleccionar a los hombres. De emplazamientos en las alturas parece proceder el progreso, así como el conocimiento; el soma vino a la montaña con un águila; el fuego y los cereales los trajo Prometeo directamente del cielo; Adán y Eva cayeron del lugar donde se hallaba el Paraíso... También los dioses mistéricos derrotan en paseos y vivencias por el mundo de los humanos, haciéndoles padecer los autores el sufrimiento de los hombres, los argumentos múltiples de la tragedia griega, el dolor, la fatalidad, el desarraigo, la pérdida de seres queridos, etc. En cierto modo, y al contrario que en el gnosticismo ortodoxo, que eleva al hombre hacia Dios, lo cultos mistéricos pretendían acercar los dioses a nuestro mundo. En ese “volverse carne” del espíritu, el hombre antiguo expresaba sus dudas y flaquezas, el ingrediente de crueldad inherente a la vida, su propia imperfección ante una realidad que lo acoge, en la piedad ocasional del dios, y que lo aniquila, en su condicón de mortal frente a la eternidad.
Hoy en día asistimos a un nuevo tipo de misterio, un nuevo tipo de descenso: la razón, todopoderosa hasta tiempos recientes, ha visto cómo muchas de sus fundamentaciones generales comienzan a tambalearse ante la irrupción de variables y fisuras que alteran la imagen que hasta hace poco teníamos de ella, en un giro cualitativo semejante a la Revolución copernicana. Las representaciones y fórmulas de la ciencia tradicional han resultado o acabarán resultando en un plazo medio falaces. “Los hombres no se contentan con cuentos de dioses y gigantes”, ha dicho el astrónomo premio Nobel Steven Weinberg; pero estrellas enanas, estrellas neutrónicas y agujeros negros son cuentos de dioses y gigantes, o, como mínimo, cumplen la misma función simbólica de unos fenómenos que no comprendemos en lo más esencial de su naturaleza. Los científicos de la actualidad aseguran que el universo, tras expandirse en una noche eterna de frío y calor inconcebibles, vuelve a encogerse y comenzar su ciclo nuevamente. De un modo análogo, un habitante de la Edad Media se decía que tras la batalla final en el Ragnarök, la Tierra era destruida por el fuego y el agua y los hijos de Thor regresaban del Infierno triunfantes y el mundo volvía a comenzar. Todo esto son sólo formas de representación; la fabulación humana se ve lanzada una vez más hacia los abismos de la fantasía y los mundos imaginados, hacia el continente insondable de las imágenes, como un núcleo latente de perpetua actividad, pujante e impaciente por hacernos ver cuán imperfectos nacen nuestros frutos a la sombra incierta de las teorías.