Artículo publicado el 15-6-2012 en El País Cultural de Montevideo, con el título "La factoría de ideas"
A
mediados de la década pasada, columnistas y bloggers de todo el mundo se
apoderaron de una expresión de nuevo cuño: la “comunidad-realidad” (reality-based-community).
Éste era el término que algunos altos cargos políticos de la era Bush (Hijo)
utilizaban para referirse al mundo que quedaba más allá de sus despachos, el
mundo físico, el mundo de las apariencias y la representación, por usar la
fórmula del romanticismo filosófico, aunque lo cierto es que no queda mucho
rastro de romanticismo en un mundo en el que vivimos y morimos el 99,99 por
ciento de la población mundial. Dicho término apareció por primera vez en 2004
en un artículo del New York Times, donde el
periodista Ron Suskind revelaba los detalles de una significativa charla con un
alto cargo de la Casa Blanca. El escritor francés y doctor en Historia de las
ideologías, Christian Salmon, recoge esta conversación en su recomendable
ensayo Storytelling (2008):
“Me dijo que la gente como yo era de esos tipos ‘que pertenecen a lo que llamamos la comunidad-realidad’: ‘Usted cree que las soluciones emergen de su
juicioso análisis de la realidad observable.’ Asentí y murmuré algo sobre
los principios de la Ilustración y el empirismo. Me cortó: ‘El mundo ya no funciona así. Ahora somos un
imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras usted
estudia esa realidad, juiciosamente como desea, actuamos de nuevo y creamos
otras realidades nuevas, que asimismo puede usted estudiar, y así son las
cosas. Somos los actores de la historia. […] Y a usted, a todos ustedes, sólo
les queda estudiar lo que hacemos’.”
El
libro de Salmon ponía de relieve las tácticas de propaganda y su relación con
el relato, el arte de contar historias. En cierto momento el relato propiamente
dicho dio el salto para ser adoptado por las clases políticas como puro
instrumento de control, lo cual es palmario en el actual circo político que nos
circunda, y en su relación inherente con los medios de comunicación. La
principal preocupación de los partidos políticos ya no se limita a establecer y
cumplir un programa determinado, sino a difundir una estudiada y minuciosa
imagen mediática de sí mismos, discurso que entronca con los estudios de
la periodista canadiense Naomi Klein sobre el comportamiento de las
corporaciones multinacionales. “Esta tendencia se resume en que las
corporaciones estarían cada vez menos interesadas en vender productos, sino que lo que venden
son modos de vida e imágenes” (No logo,
2000). Edward Bernays, sobrino del célebre Sigmund Freud, fue el primero en
sacar provecho de las teorías del subconsciente con fines puramente
comerciales. Según el documentalista Adam Curtis, “enseñó a las corporaciones
americanas cómo podían hacer que la gente deseara cosas que no necesitaba,
conectando los productos de producción masiva con sus deseos inconscientes”, y
lo cierto es que desde Bernays estos métodos de persuasión han sido constantes
en el mundo de la publicidad y el consumo. Pero ya antes de la sociedad de
consumo, se hallaban los mismos mecanismos en el discurso político. El propio
Bernays lo dejaba bien claro en su libro Propaganda
(1928), obra que sigue la línea parental de El príncipe de Maquiavelo, en la
tradición fáctica del despotismo ilustrado que vivimos en nuestros días y que
ya en el siglo XVIII preocupaba a mentes preclaras como Jonathan Swift o
Nicolás de Condorcet. “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos
y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la
sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad
constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el
destino de nuestro país” (Edward Bernays, op cit).
Pero no hace falta leer al inquietante Bernays para tomar conciencia
de que vivimos en el mundo del relato. Desde la Eneida de Virgilio hasta la maquinaria de Hollywood encontramos el
mismo trato sibilino. Estos discursos enmarcados en el corpus del story-telling apelan
al apego natural del ser humano por el relato, por un lado, y a los deseos
inconscientes que activan nuestro comportamiento por el otro. En su libro de
reciente publicación, La lechuza y el
caracol (2012), el filósofo argentino Tomás Abraham arremete contra el
sistema de pensamiento único inculcado a través del relato kirchneriano, y que
se sustenta en la narrativa del discurso como llave maestra por la que lograr
fines políticos. “Es una estafa ideológica porque usa
recursos de la culpa, la figura de la víctima, del dolor y la muerte para
justificar un poder que no es liberador, sino que marca la continuidad de un
ejercicio de la política en la Argentina, que es apropiarse del Estado con
fines privados”, declara el autor.
A
través de ese despotismo ilustrado se justifica la depauperación de los estados
democráticos, la anulación misma del Estado como tema de fondo del discurso
político, cuyo argumento en los últimos cuarenta años ha sido propagar los
axiomas de la economía liberal. No es casualidad escuchar en boca de los
políticos que dirimen la actual crisis europea las mismas palabras pronunciadas
por Margaret Thatcher hace treinta años, durante las conocidas reformas de
privatización que pusieron patas arriba el estado de bienestar británico:
“There’s no alternative” (“No hay alternativa”). Desde entonces, la misma
consigna ha imperado en el debate económico internacional, siendo que poco a
poco tendemos hacia la catastrófica puesta en escena de ese story-telling que
ya dura demasiados actos, y que tiene demasiados subtextos y subtramas por
clarificar.
Paradójicamente
nuestra realidad parece ser un reflejo nada realista de lo que ocurre por
debajo, como si en efecto nos hubieran excluido del tapete de juego que
pertenece al 0, 01 de la población mundial, cuyos hechores “dan la espalda no
sólo a la ‘realpolitik’, sino al mero realismo,
para convertirse en creadores de su propia realidad, maestros de las
apariencias, reivindicando lo que podríamos llamar una ‘realpolitik de la ficción’” (Christian Salmon, op. cit.).
La clase política se ha convertido en la mayor y más prolífica factoría de
contar historias, si me apuran, en competencia directa con la industria de
Hollywood, con la sustancial diferencia de que estas “historias” que
nos cuentan los políticos no se adscriben o no deberían adscribirse al mundo de
la ficción; antes bien, son ideadas para ser comprendidas como “realidad”. He ahí la divergencia esencial entre el discurso
político y los guionistas de Hollywood. Es un hecho: necesitamos las
historias, como explicación, como exégesis, como representación dotada de
sentido en un mundo carente de mucho sentido. La estructura de la novela de misterio, con su mecánica de planteamiento/nudo/resolución,
se parece en eso a la novela policiaca y el thriller. Modelos narrativos que giran de forma sistemática en torno a la búsqueda
de la verdad. Se intuye una verdad oculta, a cuya revelación aspiran todos los
esfuerzos del héroe. Y la finalidad última de ese héroe, que hoy es anónimo a
la manera del “súper-hombre de masas” de Umberto Eco, consiste ya no tanto en la asunción del fatum como en rebelarse contra la sinrazón y la injusticia; la búsqueda de la verdad por
todos los medios, el derribo de los importantes significados allí donde sean
falsarios o arbitrarios. Tomar
conciencia de lo arbitrario, lo autoritario, nos conduce necesariamente a ese distanciamiento crítico que será nuestra mejor arma contra el pensamiento único y el
despotismo ilustrado de los gobernantes. Refutando a la Thatcher y a los
actuales planificadores de la catástrofe mundial, lo cierto es que se
equivocan, o nos quieren equivocar, porque: sí
hay alternativa.
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