El otro día fue el día de los santos inocentes, y yo me acuerdo de los dos vendedores anti-extasiados que
protagonizan la última película de Roy Andersson, Una paloma se posó en
una rama a reflexionar sobre la existencia. Es posible acordarse también
de Buster Keaton, el actor anti-extasiado por excelencia, pero a mí me apetece
hablar de estos dos. Con sus artilugios de pega que nadie quiere, que a nadie
divierten, con esos rostros lívidos sobrecargados de maquillaje, como en una versión enrarecida de los fastos del viejo cine
mudo, con su mirada cansada, su agotamiento infinito arrastrándose de un lugar
para otro, buscando una comprensión en el otro que nunca llega. Con todo eso,
se me hacen dos de los personajes más emocionantes de 2015, si es que se los puede
llamar personajes. Por alguna razón se aferran a sus maletines llenos de
banalidades, cachivaches, objetos de un divertimento añorado y vetusto,
pertenecientes a una época pasada cuando todo eran frivolidades y todo parecía
posible, sí, aquella época cuando nos reíamos de los males del mundo con una
risa torcida que parecía poder atravesarlo todo; era aquélla una risa
enloquecida, una risa ebria de puro éxito, que muy pronto se iba a parecer a un
rictus petrificado. Una risa congelada, la de esos dos y la nuestra, tras el
fin de la fiesta. Una risa que difícilmente podría reírse de nada más que de sí
misma. Es en esa risa autorreferencial, si se quiere esquizoide, que te
devuelve la imagen de un ser absolutamente extraño, un ser absolutamente
efímero o lleno de patetismo... es en esa risa, digo, la que ríe de sí mismo,
que encuentra en el sí mismo una alteridad intratable y una superficialidad
prodigiosa, es en esa no-risa, al fin, donde nacen los mejores personajes
cómicos (y por lo que me gustan tanto las películas de Andersson, en las que
nadie ríe nunca). En definitiva, pienso que nos reímos siempre por una misma y
única razón, y es que: en realidad es muy risible esto de no tener nada de qué
reírse.
miércoles, 30 de diciembre de 2015
sábado, 5 de diciembre de 2015
El oscuro populismo del deseo - Una lectura lacaniana de la política real
Una de las cosas que se le suele echar en cara a las políticas de izquierdas, y en particular a las de Pablo Iglesias o Alexis Tsipras en Grecia, es el populismo. Nada parece más extraño, por no decir sospechoso, toda vez que esas críticas provienen de un consenso tácito de los medios por mostrar a dichos políticos como dementes. Nos adentramos aquí en el proverbial juego de los Grandes Relatos, es decir, aquel mismo juego que el escéptico televidente pensaba que estaba desenmascarando en estos políticos impertinentes. Pues ocurre que al deslegitimar el discurso “populista” de la izquierda radical (por demente) lo que se está haciendo es, de una parte: 1) asumir de forma expresa un juicio según el cual el populismo sería siempre cosa de otros -los partidos malos-, no de nosotros -los partidos buenos-, y de otra: 2) asumir de manera no siempre consciente una irracionalidad que es intrínseca al discurso pretendidamente anti-populista.
El populismo, siempre alimentado por dicotomías ambivalentes y belicosas, podría entenderse como lo infra-real opuesto a lo hiper-real de la política. El populismo (del latín popularis: "relativo al pueblo") así entendido, como manifestación de lo meramente real (pero que no llega a ser lo más real), podría ser “clave para construir los elementos agregadores para que se produzca un cambio político" (según ha dicho Pablo Iglesias, en entrevista para El mundo, 17/5/15), pero muy a menudo en ese espacio intermedio del podría, o del como si, por estar circunscrito a fortiori a un campo de acción de lo relativizable y lo opinable (el campo de los actos y de lo visible) que resulta inerme frente al verdadero poder efectivo (no visible). Dejando de lado el teatro de los partidos políticos, existe una negación implícita (recíproca) que ha marcado siempre la relación entre el Pueblo y el Poder, y así es como el primero se caracteriza por un movimiento de tipo factual frente a las operaciones abstractas del verdadero poder, que primaría los cuidados cautelares de la razón clínica sobre los desmanes en caliente de la urgente realidad.
Y aquí es donde nos ponemos freudianos (o más bien lacanianos): pues el sueño de un perfecto conservador liberal, podría decirse, sería crear un contexto político sin gente. Es decir, eliminando de la ecuación aquel preciso agente sin el cual la política resulta inútil. Sin embargo, quien sepa algo de la teoría del deseo de Lacan convendrá en que esta ausencia o eliminación es precisamente aquello que da sentido a la operación, lo que significa, en otras palabras, que esa ausencia o eliminación sería el objeto máximo de deseo de nuestro conservador liberal. Y, si se piensa, no se trata de ningún "sueño": el mundo físico es un obstáculo al que había que eliminar, y ésta es una premisa que se han tomado al pie de la letra los arquitectos de la economía global. Esa política sancionadora de la realidad, esa política de la no-gente, la pura y simple política de las élites, es un hecho consumado aunque no por ello visible y evidente.
Y aquí es donde nos ponemos freudianos (o más bien lacanianos): pues el sueño de un perfecto conservador liberal, podría decirse, sería crear un contexto político sin gente. Es decir, eliminando de la ecuación aquel preciso agente sin el cual la política resulta inútil. Sin embargo, quien sepa algo de la teoría del deseo de Lacan convendrá en que esta ausencia o eliminación es precisamente aquello que da sentido a la operación, lo que significa, en otras palabras, que esa ausencia o eliminación sería el objeto máximo de deseo de nuestro conservador liberal. Y, si se piensa, no se trata de ningún "sueño": el mundo físico es un obstáculo al que había que eliminar, y ésta es una premisa que se han tomado al pie de la letra los arquitectos de la economía global. Esa política sancionadora de la realidad, esa política de la no-gente, la pura y simple política de las élites, es un hecho consumado aunque no por ello visible y evidente.
Dicho sin más: el conservador busca la supresión de lo real para cumplir el mandato de su deseo, pero, en tanto esta supresión no llega nunca a producirse, se activa el mecanismo de resentimiento: represión/austeridad/moral puritana. El contra-discurso conservador es al fin y al cabo una política del resentimiento, en el sentido que Nietzsche daba al “resentimiento”, porque desubstancia al espectro político de sus compartimentos vitales. Lo que allí se opera es una descomposición quirúrgica de los circuitos que todavía atan la política a la organicidad, a la realidad, a lo social; es la hiper-tecnocracia liberal en su proyecto de virtualización completa, cuyos elementos habrán de ser “puramente formales, trascendentales” (Žižek), pero no materiales.
Ello es muestra de la virtualidad de las economías que monopolizan el sempiterno (y populista) miedo al cambio, el miedo al “rojo”, el miedo al “terror”. Pues esa misma autoconciencia censurante de hallarse en un Sistema inconcebible, en un mecanismo monstruoso que se revela impredecible y cruento, es la que alimenta toda la mitología del conservador liberal: su terror al monstruo, que no es sino un secreto reconocimiento, es un miedo bien fundado --pues lo que más lo aterroriza es reconocer que esa irracionalidad y ese terror son aquello mismo que lo sostiene, parte de su propio sistema. Al lancear al monstruo populista, como un san Jorge de postín, el conservador accede a una parte de sí mismo que no conocía o que negaba, y la goza: en ello radica su furia y su resentimiento, que se traducirá en la típica pantomima moralizante entre el bien y el mal, con el único fin de borrar del mapa aquella parte que lo hace gozar en demasía (el exceso, la parte intraducible, etc).
En ese goce populista, pues, que el subversivo y el reaccionario le proponen al conservador y al liberal, estos últimos encuentran el reflejo de su propio goce frustrado. Y, a falta de poder reaccionar con violencia, se reacciona con "medidas de austeridad". El conservador Nicolás Maduro conmina a los venezolanos a ajustarse el cinturón y hacer colas de varias horas para conseguir un paquete de arroz; mientras tanto, el liberal Barak Obama (o quien fuere) ordena a su cámara de comercio abrir o cerrar el bloqueo; la Banca amenaza a la conservadora Merkel, Merkel amenaza al subversivo Tsipras, y Tsipras implora a sus votantes... Así en un círculo sin fin. (En el momento de escribir esto, emiten en el telediario un reportaje sobre la situación de las familias con discapacitados. Nada se dice de los recortes que dispensó a dichas familias la ex presidenta de Castilla-La Mancha, María Dolores de Cospedal. Sin embargo, el relato televisado nos muestra una imagen de realidad social y valores solidarios, se anima a los telespectadores a sumarse a las campañas de donaciones, y se nos dice que “cuanto más das, más recibes”.) Es la economía de la moral puritana, que parecía haberse extinguido con el Big Bang del consumismo: eliminar el exceso, la parte indescifrable de la ecuación, sólo gozar lo justo (en un caso, por mediación de una virtualidad completa de lo real: negación de las clases populares, anulación de la experiencia gregaria y de las condiciones sociales de existencia; en el otro, por una represión del populista liberal: sus vicios, sus libertades, sus privilegios, sus consignas capitalistas...). Sólo así, con esta elisión de la estructura piramidal que opera en la crítica pretendidamente anti-populista (lo que quiere decir, en la crítica pretendidamente ilustrada y racionalista), el sujeto encuentra un alivio entre lo real-monstruoso (quitarle el pan al discapacitado o al hambriento, al estilo Cospedal) y lo inimaginable-monstruoso (la Crisis, el agujero negro económico, el desfalco financiero…). El término “populismo”, al final, parece que fuera utilizado torticeramente por aquellos que han olvidado cómo gozar su enfermedad endémica (las personas), o lo que es igual, aquellos que han olvidado cómo hacer política para las personas reales. Personas que, al contrario que en el deseo de Lacan, existen y son de carne y hueso.
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martes, 24 de noviembre de 2015
"The war game" y el apocalipsis televisado (o la importancia de lo irrepresentado)
*
Vuelvo de ver The war game (Peter Watkins, 1965), dentro del ciclo de la Filmoteca "Pensar el fin: cine apocalíptico y filosofía", y me reitero en las palabras del buen Farocki (ver entrada del 2 de noviembre).
Farocki realizó su documental de ficción, Fuego
inextinguible, unos años después de The war game, y, aunque no
fue reconocido con ningún Oscar de la academia, iba mucho más allá en la
crítica del discurso televisivo y el lenguaje documental de su época. Un
discurso y un lenguaje que todavía hoy se nos presenta en toda su problemática
cotidiana. Jill Godmilow, en 1996, se atrevió con un
"remake" de la obra de Farocki, What Farocki
taught, y es interesante escuchar las reflexiones de la cineasta
norteamericana hacia el final de la película ("We don't have a word for
this kind of video"), así como la recreación plano por plano de Fuego
inextinguible. Toda una experiencia de re-cover, o de repetición de lo
distinto, que hará las delicias de cualquier gramatólogo derridiano. Lo que el vídeo de Farocki y Godmilow esconde es
aquello mismo que The war game pretende mostrar con todo su impacto y dramatismo.
Ahora bien: ¿cómo casa
esto con nuestra moderna condición de espectadores bulímicos? ¿No es
precisamente esa pan-mostración, descarnada e indiscriminada, lo que en las
últimas décadas parece haberse convertido en moneda corriente en nuestro mundo
hiper-mediático? ¿No son precisamente las imágenes que muestran-y-dicen-todo,
como la tristemente célebre fotografía del niño muerto real yaciendo
en una playa, las que tienen el poder de movilizarnos y "concienciarnos" de los dramas del mundo? Es posible
que sí, pero esto pasa por un elevado precio a pagar, que es el precio de la
muerte de la representación (no en un sentido limitativo de "representación pictórica", sino en el más amplio de Vorstellung).
En su lugar, tenemos
una suerte de presentación omnisciente, o totalidad omnicomprensiva, suerte de crisol
aléphico en donde se muestra la realidad del mundo en su totalidad de efectos
inmediatos, pero no hay allí ninguna lógica de
la presencia como tal; no hay allí ninguna dialéctica de
la diferencia, del cuerpo o de la perspectiva geométrica. Todo es un experienciar adulterado
por la autogénesis de lo virtual y la auto-referencia tautológica. Una inter-periencia que
no se fecunda en ninguna relación o delación con lo representado, que ya ni
siquiera subsiste gracias a una referencia con lo representado, sino en tanto a
su propia mismidad indiferenciada (su "desemejanza interiorizada", en
palabras de Deleuze).
Desemejanza, pues, que
no se limita a tomar por referente un motivo trascendental (el mundo, la
Historia, lo real...), sino a producir y verificar su propia inhibición autorrecursiva,
en la metaficción pura de un discurso sistémico que sólo habla de sí.
Pues lo que allí verdaderamente
ocurre, en las imágenes de la realidad mediática total e inmediata, es la producción de una serie de miradas (miradas-producto) que se concitan al unísono en lo
decible y lo visible, y que no darían crédito siquiera a lo escondido y lo
irrepresentado (lo que no se dice en los medios informativos), pues todo allí es dicho
y presentado.
"We don't have a word for this video" ("No tenemos una palabra para este tipo de vídeo"), dice Godmilow de la obra de Farocki, en la sospecha de que eso es precisamente lo que ocurre con la realidad: que no tenemos una palabra para ella (o la tenemos, pero siempre es una palabra hueca). Y asimismo, cuando sometemos lo fáctico y lo fenoménico a la espectralidad radical de la hiper-mirada; lo que es esencialmente incomprensible y monstruoso a la inteligibilidad de una simple mirada descriptora del mundo.
En la película de Watkins, en definitiva, se echa en falta cierta mirada crítica sobre el propio aparato filmante, sobre el propio lenguaje operativo y por extensión sobre la realidad así contada. Pero ésa, desde luego, hubiera sido otra historia.
*Vídeo: What Farocki taught, de Jill Godmilow (1996)
Documentos relacionados:
Jill Godmilow, "What's wrong with the liberal documentary?"
http://www3.nd.edu/~jgodmilo/liberal.html
Jill Godmilow, "Kill the documentary as we know it"
http://artsites.ucsc.edu/faculty/Gustafson/FILM%20170B.S10/GODMILOW_kill_the_docume_2D.pdf
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viernes, 20 de noviembre de 2015
Miradas, dispositivos y conciertos. Lo que pensé con Gwyn Ashton.
Anoche,
mientras veía a Gwyn Ashton en el
Rocksound, entre tema y tema, iba sacando tiempo para mirar por encima
de mi hombro y me percaté de una curiosa (o no tan curiosa) circunstancia:
durante todo el concierto, y entre una audiencia que no superaría las cincuenta o sesenta personas, había más gente en el público grabando o sacando fotos que
simplemente mirando. A lo mejor es que estoy fuera de circuito, y la verdad es
que hacía bastante tiempo que no iba a un concierto. Pero se acabó contemplar la música en directo, pensé. Ahora si no tienes
interpuesto un objetivo o una pantalla entre tu ojo y lo que pasa en el
escenario, es como si no estuvieras allí, ¿verdad? Yo echaba ojeadas de vez en cuando y
veía que éramos unos pocos los que asistíamos sin necesidad de
aparatos. Había algo de efigies antediluvianas, de fósiles arqueológicos, de
rituales de una época olvidada, en la pose de esos pocos que asomábamos la
cabeza sin mediación de dispositivos. No es nada nuevo: Vilém Flusser ya señalaba a mediados de los ochenta la preeminencia del
acto de grabar sobre el acto de experimentar. Y Comolli dice que todas esas imágenes no se hacen para ser
miradas. ("Si todos graban, ¿quién mirará las imágenes?", algo así
viene a decir. El mundo se convierte así en una gigantesca
cámara-filmante-ciega, valga la paradoja, pero dejemos eso por ahora.) El hecho es que en un momento del concierto Ashton sacó una lap steel slide guitar y yo me quedé embobado,
mirando aquello como si fuera un artefacto sobrenatural. Los que miraban con sus
objetivos o con sus móviles veían lo mismo, pero con el añadido del encuadre y
el foco, el ángulo y la duración del corte, etc. Se diría que el sonido de aquella
lap steel podía deconstruirse en un código cubista generado desde arreglos
ópticos, prótesis incestuosas de materia orgánica y dispositivos digitales. Lo
importante aquí es el medio, el sistema operativo situado "en" y
"entre" la representación y lo representado. El tiempo de la imagen del mundo definitivamente ha acabado, y me acuerdo de aquella pieza de Gil J. Wolman: “The time of
poets is finished, today I'm sleeping”. Así
que en realidad ya no queda nada de esa noción "incestuosa" de la desnaturalidad tecnológica. El fusionamiento
maquínico de Cronenberg era el
resultado de un “choque”, de un proceso de asimilación en el que los viejos
paradigmas cedían con tortuosa complacencia a las erotizaciones de lo
tecnológico. Hoy por hoy, sin embargo, ya no hay atisbo de “forzamiento”, ni de
violencia; el maridaje es total y perfecto, los natos digitales (nacidos en la
era digital) ya no perciben esa tensión dramática que se encontraba en el
fetichismo maquínico. The time of poets… La experiencia de la no-experiencia,
decía. La inter-periencia. El acontecimiento por fin liberado
necesariamente de la representación y el concepto. El acontecimiento puro, el
no-acontecimiento, aquel que no acontece
en la representación, sino en la mismidad de su propia identidad indivisa, etc.
Yo pensaba en los pioneros del Delta blues y en sus conocidos cánticos en torno
a la religiosidad y la vida errante. Lejos de apagarse, ese mundo se metaboliza en una
nueva cosa. La función del nuevo paradigma no es tanto cortar con el pasado, ni
borrarlo, ni transformar el mundo en algo distinto, sino absorber lo ya
existente, reproducirlo, invadirlo, sintetizarlo. Todo ello se ramifica en un
mecanismo tentacular adiposo, reflectante, fecundante. La cultura del injerto
plantífero, del grano transgénico, consiste en emular a su predecesor; como la
acción del murciélago chupóptero, la elaborada técnica del Sistema (ver entrada más abajo) consiste en alimentarse
de su presa sólo hasta el punto preciso en el que ésta piensa que no está
sirviendo de alimento. El fusionamiento de los moluscos a la roca, o de los
parásitos a su huésped, es un mecanismo parecido, con la salvedad de que el
parásito no termina con su huésped. El sonido de aquella guitarra era algo
increíble. Se traducía en mis oídos con una verdad irrefutable. Y esto es así
porque la música es el único arte en el que el acontecimiento es también
liberado de la representación y el concepto. Tal vez por eso casan tan bien los
conciertos con las miradas-objeto de los dispositivos tecnológicos. Puede
encontrarse allí un perfecto maridaje entre realidades puras, esto es:
desprovistas de referente dialéctico. La música no necesita mantener esa
dialéctica con nada, ésa es la clave de su fuerza; y el espectro unidimensional
de la mirada-producto, la mirada que con Comolli no cumple ni tan siquiera la función de representar, de guardar
o de registrar, sino del solo mirar, nos coloca de sopetón en un absoluto
irrepresentado/irrepresentable. Se acabó representar. Pero se acabó también el
secreto poder iconoclasta (y hasta ahora exclusivo) de la música.
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jueves, 19 de noviembre de 2015
¿De qué hablamos cuando hablamos del Sistema?
A día de hoy, parece bastante seguro que hablar del "Sistema" equivale a hablar de una instancia imprecisa, de un ideal abstracto en el que caben las cientos de miles de pluralidades de la ergonomía social y económica. Hablando con la gente, todavía parece que es una palabra que se pronuncia con ironía, con la conciencia sobria
de alguien que cree haber dejado atrás un concepto manido y anticuado, con la
mirada desengañada de quien posee un conocimiento realista de las cosas, cuando
no es tomada como un signo de conspiranoia. Y no les falta razón, a quienes
dictaminan que el Sistema es una entelequia, sólo que esto es así por motivos
distintos de los que damos por realistas.
Hay
una falta de confianza (natural, escéptica, laicodemocrática) hacia aquello que
consideramos que no pertenece al espacio de lo tangible (se podría añadir, de lo
visible), y es precisamente esta distinción,
tan prolija y cabal, entre lo designable como “cosa” y lo indesignable como
tal, la que prescribe el juicio ontológico. El Sistema debe ser necesariamente
una entelequia, pero no porque en su lugar haya un espacio reservado para
“algo” concreto. Muy al contrario, ese “algo” concreto participa de una
cualidad inconcreta, a saber: la pertenencia a un conjunto de cosas
indeterminado; el conjunto de todos los entes en el orbe de lo posible
concreto, sin una causa ni una finalidad específica. Ese conjunto de lo posible
concreto (el mundo como la totalidad de los hechos) es pues una physis indeterminada, polimórfica, sin centro, sin anatomía, sin todo (“el todo es lo Abierto”, diría Deleuze), ni
suma de las partes. No existe Forma (eidós) capaz de pensar esa suma irracional, el
Sistema, y tampoco morfología (morphé) en donde ésta se verifique como realidad concreta.
Como en la criatura viscosa y amorfa de The Blob (Irvin Yeaworth, 1958), el protoplasma trascendental del Sistema no tiene localidad, no tiene sujeto, no tiene siquiera un contexto especificable. (“El terror no tiene forma”, rezaba el subtítulo del remake de 1988.) Pero ocurre que pensamos erróneamente el Sistema en términos objetuales, ontológicos (lo que es y lo que no es), términos que nada saben de esa ambigüedad caracterológica. El Sistema (lo amorfo, lo inefable, lo indecidible en términos ontológicos) es allí analizado, categorizado, delineado, y finalmente descartado por objeto imposible. Siempre hay un momento de exceso en el que el Sistema deviene pesadilla, deviene mutación o proliferación metastásica, escapando con ello a la retención ontológica de lo que es concreto o inconcreto. El Sistema ni siquiera tiene algo que ver con el orden de lo secuenciable, lo delineable, lo positivamente pensable, o lo posible. El orden de lo pensable y lo posible, si me apuran, es el verdadero lugar fantasmal y abstracto, y analizarlo desde nuestro común espacio antropológico, nuestro espacio realista de lo concreto y empírico, no resuelve nada. El Sistema no sería así distinto de lo que Lacan denominaba lo Real, o Spinoza la substancia: un no-dios, un anti-concepto, una idea suicida que se autorrevoca, en el doble proceso que va de su unicidad a su indeterminación mundana.
Como en la criatura viscosa y amorfa de The Blob (Irvin Yeaworth, 1958), el protoplasma trascendental del Sistema no tiene localidad, no tiene sujeto, no tiene siquiera un contexto especificable. (“El terror no tiene forma”, rezaba el subtítulo del remake de 1988.) Pero ocurre que pensamos erróneamente el Sistema en términos objetuales, ontológicos (lo que es y lo que no es), términos que nada saben de esa ambigüedad caracterológica. El Sistema (lo amorfo, lo inefable, lo indecidible en términos ontológicos) es allí analizado, categorizado, delineado, y finalmente descartado por objeto imposible. Siempre hay un momento de exceso en el que el Sistema deviene pesadilla, deviene mutación o proliferación metastásica, escapando con ello a la retención ontológica de lo que es concreto o inconcreto. El Sistema ni siquiera tiene algo que ver con el orden de lo secuenciable, lo delineable, lo positivamente pensable, o lo posible. El orden de lo pensable y lo posible, si me apuran, es el verdadero lugar fantasmal y abstracto, y analizarlo desde nuestro común espacio antropológico, nuestro espacio realista de lo concreto y empírico, no resuelve nada. El Sistema no sería así distinto de lo que Lacan denominaba lo Real, o Spinoza la substancia: un no-dios, un anti-concepto, una idea suicida que se autorrevoca, en el doble proceso que va de su unicidad a su indeterminación mundana.
Así, lo Real (el Sistema) se apoyaría en su misma falta de centro, en su misma negatividad, para excretar la efectiva existencia de la presencia positiva. Aquí es donde aparece una modificación de tintes hegelianos del esquema spinozista: todo lo que es sensible, positivo, materializable o aparente, participa de lo ininteligible o lo indeterminado. Así todas las imágenes
de híbridos mitológicos, o el pathos de lo siniestro, son
especulaciones de esa totalidad abierta o realidad monstruosa (la
monstruosidad de lo Real) que se resuelve como pulsión erótica,
como mutación mitocondrial y como genética promiscua (y la misma
“transformación” del mundo, en Marx, era vinculada con el “terror”). Parafraseando
a Derrida y su taxonomía del espectro, podríamos decir que el Sistema es
siempre --y ahí está esa reciente moda por el engendro lovecraftiano,
el horripilante Cthulhu, como intuición certera del exceso y lo ilegible que
son inherentes a toda idea de Sistema--. En el árbol genealógico de las
monstruosidades, sin duda no faltaría el ancestral Tifón, la Esfinge o la
Quimera, pero no menos el intolerable Sistema, el cual es ubicuo e
irrepresentable. Con
su comportamiento predatorio, salvaje, desordenado, excesivo, el Sistema es la
verdadera Cosa inespecularizable (“Indescribable!… Indestructible!… Nothing can stop it!”);
situada más allá de las seguridades lógicas, más allá de las instancias dialécticas, la suya es una idea única indestructible que fagocita todo lo
vivo (lo inteligible, lo positivo) sumiéndolo en la oscuridad y la podredumbre. “El terror no tiene forma”…
Hay una gran verdad escondida en ese eslogan publicitario de la TriStar
Pictures, y que podría resumirse en un mantra muy lacaniano: lo Real no
tiene forma.
"¿De
qué hablamos cuando hablamos del Sistema?" resulta así una pregunta
engañosa, pues el mero acto de mencionarlo (al Sistema) ya consiste en el
proceso inverso de desaprenderlo, de negarle a la Cosa-Sistema su ilegibilidad
y su intrascendencia. No puede negarse lo que ni siquiera puede pensarse, y en
consecuencia no hacemos sino hablar de lo mismo, "hablar de
naderías", cuando creemos que hablamos en términos positivos. Afirmar el
estado positivo de las cosas, ¿no es darle a la Bestia su carnaza, el
sacrificio sagrado de la Palabra?; pero la cosa de John Carpenter no se
"nadifica", no se crea ni se destruye, no se niega ni se afirma, tan sólo
se hace irreconocible en su devenir desontológico. A su modo, se oculta. El Sistema es entonces una categoría
trascendental, pero que, por la acción biunívoca del ocultamiento/desocultamiento, vomita su propia eyección monstruosa, su anti-paradoja, su Identidad pura. Un
replegarse aporístico que se manifiesta en la materia desechable en forma de
residuos, como masa fecal u orgánica, desperdicios escatológicos, tecnológicos
y biomecánicos, invirtiendo el papel tradicional de la materia: lo artificial, lo residual y lo muerto ya no se contemplan,
con este proceso, como antagonistas de lo inteligible, sino como su raíz y más
esencial sustento. El Sistema devuelve así lo
vivo a su cosidad, a su estado pre-simbólico y pre-natural, su estado
de muerte fundamental.
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domingo, 15 de noviembre de 2015
Anti-Éxtasis, de Federico Fernández Giordano
Sinopsis de Anti-Éxtasis - Autorreferentes y apocalípticos
Género: Ensayo / Filosofía
Publica: Editorial Excodra
Fecha de lanzamiento: Diciembre, 2015
Foto de portada: Raquel Calvo
Blog del libro: http://anti-extasis.blogspot.com.es/
Foto de portada: Raquel Calvo
Blog del libro: http://anti-extasis.blogspot.com.es/
Según una conocida tesis, vivimos en la
sociedad del éxtasis. El éxtasis del consumo, el éxtasis de las máquinas, el
éxtasis de la información, el éxtasis de la actividad… Pero, sobre todo, el
éxtasis de las imágenes. Mediante una poliédrica aproximación al fenómeno de la
mirada, el presente ensayo elucida la
cultura de la imagen en torno al sujeto autorreferente, la psicología de la visión y el espectro mediático.
El “ek-stase”,
que en la tradición neoplatónica definía al sujeto que vive “fuera de sí”,
habría revertido en una inquietante lasitud de pensamiento y en una fascinación por el Sistema que, a la
manera de un Gran Espectro, fagocita y redefine nuestra manera de ver el mundo.
El Sistema-Espectro, como generador
de miradas-producto, se constituye en “motor inmóvil”, supremo hacedor
omnisciente, moderno ideal numinoso en el que se aglutinan las condiciones
materiales de existencia.
Anti-Éxtasis propone una doble ontología del espectro (espectro analítico / espectro dialéctico)
para acometer una crítica política del signo en la que se entremezclan la
historia del arte, la cultura de masas, el cine y la literatura, planteando por
el camino una relectura trágica sobre las potestades del deseo, el ser y la
nada. La existencia espectral es esta especie de éxtasis, en la que Baudrillard
consignaba su tesis de la comunicación (“Ya no estamos en el drama de la
alienación, sino en el éxtasis de la comunicación”), pero que a la postre de
desvela desprovista incluso de ese éxtasis de lo infinito, desprovista de su
paradoja y de su mitología abisal. La finitud del deseo, la necesidad del azar,
el discurso del silencio, entre otros elementos descongestionantes, se revelan
agentes propiciatorios de una nueva mirada que ya no busque la mera auto-gratificación
del sujeto, sino el verdadero fondo anti-abismático en el que, contra todo
pronóstico, tiene lugar el “salir y sostenerse del ente”.
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LITERATURA DISPAR
lunes, 2 de noviembre de 2015
Fuego inextinguible
Harun Farocki en
"Fuego inextinguible” (Nicht löschbares Feuer, 1969):
“Si les mostramos fotos de
daños causados por el napalm cerrarán los ojos. Primero cerrarán los ojos a las
fotos; luego cerrarán los ojos a la memoria; luego cerrarán los ojos a los hechos;
luego cerrarán los ojos a las relaciones que hay entre los hechos. Si les mostramos
una persona con quemaduras de napalm, heriremos sus sentimientos. Si herimos
sus sentimientos, se sentirán como si hubiéramos probado el napalm sobre
ustedes, a su costa. Sólo podemos darles una débil demostración de cómo
funciona el napalm.”
[Después de esto Farocki
baja la mirada, coge un cigarrillo encendido que hay fuera de cuadro y lo apaga
sobre su antebrazo. Una voz en off pronuncia la famosa frase: "Un cigarrillo arde a 400 grados. El napalm arde a 3.000 grados"]
“Si los espectadores no
quieren tener responsabilidad alguna frente a los efectos del napalm –dice la
voz en off-, ¿qué responsabilidad podrían asumir respecto a las explicaciones
sobre su uso?”
[Cámbiese “napalm” por
“genocidio”, “invasión militar”, “expolio”, "saqueo financiero", o lo
que se prefiera, y el sentido es el mismo]
“¿Así que no quieren asumir
ninguna responsabilidad? -escribe Didi-Huberman en Cómo abrir los ojos-. Entonces también es un
problema de saber/conocimiento (knowledge; connaissance), de ignorancia/desconocimiento (acknowledgement; méconnaissance). Pero ¿cómo
impartir conocimiento en alguien que se niega a conocer? ¿Cómo abrir los ojos?
¿Cómo desarmar las defensas, las protecciones, los estereotipos, la mala
voluntad, las políticas de avestruz de quien no quiere saber? Es con esta
pregunta siempre en mente que Farocki considera el problema de toda su
película. Es con esta pregunta en mente que su mirada vuelve a la lente de la
cámara.”
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lunes, 13 de julio de 2015
Las manos de Nicolas
Dos películas
que me han obsesionado en los últimos años, Valhalla Rising y Only God Forgives, ambas del director danés Nicolas Winding Refn (a
quien muchos conocerán por Drive, pero no tanto por sus auténticas
obras maestras, como Fear X, y las aquí comentadas); dos películas, decía, que son dos homenajes al
cine trascendental, y en las que se encuentran dos planos interconectados. En la
primera, el bárbaro One Eye interpretado por Mads Mikkelsen tiende sus manos
cerradas al acabar sus combates. En la segunda, el advenedizo
macarrilla Julian (Ryan Gosling) ofrece sus manos exactamente del mismo modo al
término de la película. En el primero hay una forma de atavismo. En el segundo
rendición o resignación. One Eye acabará liberándose de sus opresores y
mantendrá la calma cuando llegue el momento final, pero sólo porque sabe que es
dueño de sus actos. La de Julian, por el contrario, es una lucha frenética
contra lo imposible (que él cree posible), aunque también termine de algún modo
"restituyendo" el orden de cosas en ese plano final. En ambos hay
aceptación de un orden de cosas contra el que no pueden luchar, y que define a
mi modo de ver la actitud de muchas personas ante la actual crisis mundial.
Como héroes de capa caída tendemos las manos para que nos pasen una vez más la
brida, para que nos lleven a la celda o para que nos amputen nuestra
integridad… Ya Tucídides lo dijo: “Entre la libertad y la tranquilidad, tienes
que elegir. No se puede tener las dos cosas a la vez.” One Eye elige la libertad
(y lo paga con su vida). Julian elige la tranquilidad (y le cortan los brazos).
La vida o los brazos. Pero no las dos cosas a la vez.
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miércoles, 1 de julio de 2015
"When Yuppies Go to Hell", de Frank Zappa
Siempre he pensado que la suite "When
Yuppies Go to Hell" (en realidad una semi-improvisación en directo)
contiene algunas de las claves para comprender el mundo en el que vivimos. A
ratos tiene ese aire de las improvisaciones jazzísticas de la época de The Grand Wazoo, pero
mayormente es una especie de pesadilla, en la que la sátira y algo más
inquietante (indefinible) se mezclan. Es una revisión del Infierno de Dante, me dijo alguien. Y yo
estoy de acuerdo. Creo que cuando los yuppies (los
ejecutivos de hoy) van al infierno se pasan llamando a la puerta durante un par
de días hasta que los echan por no creer en el Diablo. "I don't believe in
hell", dice la voz de Bobby
Martin, apostasiando del americanismo republicano. Hacia el minuto 8:25 me
parece discernir una melodía de Ravel o de Bizet,
no podría asegurarlo. Todo se deconstruye rápidamente en un delirio controlado
hasta desembocar en una sección orquestal con el Synclavier, un chisme
endemoniado en las manos de Zappa.
La grandiosa Viena parece derrumbarse en un instante de oscuridad grumosa,
mientras los sonidos de cisterna, gruñidos y ladridos nos reintroducen en una
dimensión escatológica de la que, a fuerza de vanidad, nos habíamos enajenado,
recordándonos que nuestro auténtico lugar está ahí, junto a las letrinas de la
Historia. Es el reino del caos. Pero otros lo llaman Europa.
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lunes, 29 de junio de 2015
"Canciones del segundo piso", de Roy Andersson
En una de
las escenas de Songs from the second floor (Roy Andersson, 2000) se
ve a grupos de capitalistas arrastrando carritos henchidos de maletas. El peso
de las maletas es tal que su avance resulta penoso mientras una serie de
azafatas de vuelo aguardan en sus mostradores. Se trata allí de la huida, de la
fuga de capitales, del sálvese quien pueda. La película presenta un escenario
preapocalíptico en el que las ciudades son abandonadas entre procesiones de
gente que van por las calles autoflagelándose, como en una actualización
secular de los calvarios de El Bosco. En otra escena los mismos capitalistas
conchabados con la Iglesia tiran a una niña por un barranco. Más tarde uno de
ellos, decrépito, acodado en una barra y entre vómitos, se preguntará: "Hemos
sacrificado a una criatura plena de futuro. ¿Acaso se puede hacer más?"
Capitalistas y cleros se distribuyen en esa escena en una resaca espantosa,
hartos, borrachos, tirados por el suelo, en la más completa inmundicia moral y
espiritual. Cada plano de Songs from the second floor es una obra
maestra pictórica, llena de significado y sentido. Sin un solo movimiento de cámara, la aparente
cotidianidad va derivando cada vez más en un delirio surrealista, viva imagen
de una realidad desquiciada que se viene abajo como un gigante con pies de
barro.
“Hasta el momento, el intento de llegar a un acuerdo ha fracasado por la exigencia de los acreedores de sostener una ficción”, decía el filósofo Jürgen Habermas en un artículo publicado ayer. Y los personajes de Andersson parecieran haber cobrado conciencia repentinamente de esa ficción en la que vivían tranquilos y seguros; el mecanismo de pánico se activa y las ratas salen despavoridas de debajo de los escombros. El principio de placer que guiaba sus latrocinios se ha visto de pronto abocado al pozo negro del thanathos. Uno de ellos pierde la cabeza y prende fuego a su propio negocio, tras el trauma irreparable que supone tener un hijo poeta y que “se ha vuelto majareta”. Los fantasmas personales lo acosarán durante toda la película, surgiendo de la tierra como personajes del Juicio Final, hasta llegar a un punto muerto en el que las pulsiones de goce ya no tienen salida, ya no hay válvula de escape a tanto robo y tanto saqueo. La película acaba significativamente en un páramo que a la vez es un cruce de caminos. La encerrona sin fondo adonde conduce toda esta miseria.
“Hasta el momento, el intento de llegar a un acuerdo ha fracasado por la exigencia de los acreedores de sostener una ficción”, decía el filósofo Jürgen Habermas en un artículo publicado ayer. Y los personajes de Andersson parecieran haber cobrado conciencia repentinamente de esa ficción en la que vivían tranquilos y seguros; el mecanismo de pánico se activa y las ratas salen despavoridas de debajo de los escombros. El principio de placer que guiaba sus latrocinios se ha visto de pronto abocado al pozo negro del thanathos. Uno de ellos pierde la cabeza y prende fuego a su propio negocio, tras el trauma irreparable que supone tener un hijo poeta y que “se ha vuelto majareta”. Los fantasmas personales lo acosarán durante toda la película, surgiendo de la tierra como personajes del Juicio Final, hasta llegar a un punto muerto en el que las pulsiones de goce ya no tienen salida, ya no hay válvula de escape a tanto robo y tanto saqueo. La película acaba significativamente en un páramo que a la vez es un cruce de caminos. La encerrona sin fondo adonde conduce toda esta miseria.
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domingo, 21 de junio de 2015
Reinvenciones de Mahoma y Marx
Artículo publicado en el nº XXIV de la revista digital Excodra, dedicado a la Filosofía; mayo, 2015.
Leyendo
estos días Espectros de Marx, en su
cuidada quinta edición publicada por la editorial Trotta, un texto que reúne la
doble conferencia que Derrida impartió en 1993 ante la Universidad de
California, Riverside, y que resulta tan oportuno en nuestros días como puede
serlo toda crítica sobre la realidad fundante. Partiendo de las múltiples
interpretaciones de Marx, el discurso derridiano remite no sólo a los derroteros
del marxismo, a sus derivaciones y relaciones con el original, sino también,
por poner un ejemplo de manifiesta actualidad, a los derroteros del
fundamentalismo.
“Hay
múltiples interpretaciones del Corán, pero hay un solo Corán”, decía hace poco
un imán parisino, en un reportaje de la tele. Una afirmación que sin
duda gozará de una amplia aceptación, por parecer la más adecuada a la
corrección, pero que resulta el reverso exacto de aquello que, bajo la
perspectiva de la deconstrucción, puede decirse que constituye uno de los
lugares habituales de la hermenéutica: pues hay múltiples interpretaciones del
Evangelio, será más bien, entonces, que no puede haber ningún único Evangelio.
(Y la
razón que se desprende de aquí es cómo, por qué no podemos hablar tampoco de
ningún Sistema único.)
Desafiando
toda noción de hermenéutica, más aún cuando, como en el caso de los protestantes,
se trataría allí de una supuesta fidelidad al texto original, las versiones
fundamentalistas del Corán son en realidad la prueba ontológica de la ausencia
de fundamento. Y, como veremos aquí, no
hay mayor “herejía” en las caricaturas de Charlie Hebdo que en la pretensión de
una vuelta al Origen fundante.
Derrida
se hace eco de esa condición trágica, propia del ser humano, que consiste en la
futilidad de un regreso a la realidad fundante, y que es la escisión original entre el hombre y el
mundo: en el principio está la diferenciación, el acontecer de lo múltiple, la
partición, la proliferación y la pluralidad continuas que se derivan de una dislocación original.
“The time is out of joint” (“El tiempo
está fuera de quicio”), nos dice Derrida a través de Hamlet. Y es esa misma
dislocación, o falta de concordancia, la que en tiempos remotos ya había sido
señalada por Anaximandro en el primer texto filosófico conocido.[1]
En Anaximandro, la escisión del Origen es causa de una “injusticia” (adikia) que los seres habrían contraído
en el momento de nacer, en su advenir del origen ilimitado (ápeiron) a la existencia finita, “usurpando”
así una existencia a la no-existencia. (En los cantos de Hesíodo, la partición
del Cielo y la Tierra denotaba también esa escisión fundamental entre lo finito
y lo infinito, que se repite en el mito del Paraíso bíblico y en muchas otras
cosmogonías). Éste fue, asimismo, el “pecado original” del ser: cobrar
conciencia, hacer pensamiento su libre albedrío y su finitud.
Tenemos,
pues, que hay una situación de trastorno
sobre la que se define la existencia (una “injusticia conforme al orden del tiempo”;
“The time is out of joint”); es el Un-grund, el “falso fundamento” en el
que tiene lugar el “salir y sostenerse” (Heidegger) del ente. Un hecho a tener
en cuenta ante los principios
totalizadores del Sistema. (Y, aunque Hegel re-integrara de algún modo la
existencia en el Espíritu, deshaciendo en apariencia la maldición dialéctica,
dicha reintegración de los contrarios no dejaba de ser un acontecimiento
posterior al peregrinaje dialéctico, al penar errático de la razón universal
por el mundo de los entes, etc.) La noción del Sistema, que no es otra cosa que
la aplicación de la economía liberal a escala global, viene a proponernos
precisamente un falso panorama de “re-unificación”. El Sistema plantea una
“naturaleza original” del mundo —felizmente, la del capitalismo— porque es
planteada como verdad inmanente, como Origen (y finalidad) incontrovertible,
toda vez que al precio de suprimir la tensión y la diferencia: ninguna barrera
puede oponer resistencia al Sistema, su amplitud ha de ser total y perfecta --y,
desde la caída de la URSS y la mundialización de internet a principios del
nuevo siglo (en 2004 la World Wide Web llegó a todos los países del planeta),
parece que lo ha logrado como nunca antes en el pasado--. Pero, aún habremos de
insistir, lo que se plantea allí es una falsa sensación de unidad (“Pensamiento
Único”; “Sistema Global”…), un quimérico ingreso a un estado pre-edípico, donde
no habría trastorno ni desgarro con el Otro, sino la pura jouissance del ser-yo-mismo en su desarrollo narcisista. Mismo caso
de las políticas localistas y nacionalistas: el falso discurso de la identidad
unitaria, la hegemonía del signo frente a los múltiples significados, de lo
textual frente a lo intertextual, etc. En otras palabras: un mundo de Identidad
pura, sin relación ni delación con la Diferencia, es decir la negación misma
del mundo —que consiste en Identidad-y-Diferencia.
Sólo
una noción desvirtuada de la ética, aquella que se sustenta en una idea absoluta y jerarquizadora a la que las demás
categorías habrían de someterse (como el mandato de progreso o el estado de bienestar en los países democráticos, que han de
funcionar a costa de todo lo demás),
sólo esta noción inicua, digo, asumiría los hechos más graves como un
acontecimiento inextricable, como un “designio divino”, contra el que nada
puede hacerse. La resignación al fatum
(la tiranía del Original) es el principal motor de los fanáticos y asesinos,
pero también de los políticos llamados liberales, los popes del capitalismo y
el laissez faire, según los cuales
todo mal ajeno sería inapelable, consecuencia de unas leyes “naturales”
inconmovibles, etc.
Así
que, retomando a Anaximandro, es la conciencia de trastorno, de dislocación (“The time is out of joint”), de inadecuación
a la idea de totalidad fundante, la
que legitima al pensamiento crítico frente a las locuras del fundamentalismo —que no
se diferencian mucho, en esto, de las locuras del triunfalismo liberal—. No se
trata, pues, de vanagloriarnos de nuestros logros en detrimento de los crímenes
de los “bárbaros”, sino de asumir, precisamente, que es la propia capacidad
para auto-revocarse, la imposibilidad de volver al origen, lo que legitima cualquier
existencia particular, reducida así a su humildad, a su finitud, a su quiebra
fundamental. Es lo que convierte a la filosofía en un instrumento útil y
necesario, un instrumento de auto-desprendimiento de las propias verdades.
Dada
la imposibilidad de regresar al
origen, de volver sobre el Original, de restablecer
el orden del tiempo que se
había roto… así pues, sólo se lo podrá reinventar.
Las reinvenciones de Marx se parecen en esto a las reinvenciones del
Corán, y estas dos a la deconstrucción derridiana: son el error necesario, la finitud, la doxa que profana la Verdad fundante original (Lenin y Stalin serían
“profanadores” deconstructivos-progresivos; el salafismo y el qutbismo serían “profanadores” deconstructivos-regresivos, etc), toda vez que Marx y Mahoma (si se prefiere, El Capital y El Corán) como tales no existen —no
pueden existir por sí mismos, sino en relación con sus
intérpretes-profanadores. (Por otra parte, es conocida la polisemia y la
multitextualidad en toda la obra de Marx; y el Corán fue fruto de un largo
proceso de disinencias y variaciones de recopilados fragmentarios, mayormente
orales —la “ciencia del abrogante y el abrogado”—, hasta la elaboración del
corpus único que hoy se maneja, promulgado por el califa Utmán para poner fin a
las divergencias iniciales.) En este sentido, la primera condición de
existencia, tanto en el Corán como en la Biblia o en la obra de Marx, es la
denegación de toda existencia original.
“Abandone usted su idea del libro original”, le podríamos decir al fiel
monoteísta, igual que al lector semántico, sin gravar con ello ningún estatuto
de lo real.
El fanático antepondrá siempre un
Orden trascendental (un supra-orden) a los pequeños órdenes; un Gran Relato
anterior a los múltiples relatos; un Original previo a las
interpretaciones, etc. Y lo mismo ocurre con las ideas colosales de
“Naturaleza”, “Unidad”, “Dios”, “Sistema”, “Orden Mundial”… Es por ello que Derrida empieza su
conferencia con un ataque a la integridad, al acomodamiento superfluo en la
identidad y en el reconocimiento propio, en un pasaje que aún escandaliza por
su flagrante actualidad.[2]
Pues el Sistema une y sintetiza lo disperso, pero al precio de dejar desubicado
lo que es disyuntivo (el Otro). El Otro es entonces visto como una amenaza a la
integridad homogénea del Sistema, y se lo deja morir a las puertas, en las
playas de la especulación inmobiliaria, se lo deja pudriéndose en su distancia
ilusoria.
El
Sistema, el Capital, el Orden Mundial, o como se quiera llamar (Derrida lo llama, justamente,
“desorden mundial”), no puede
constituir en ningún caso una realidad fundante (una natura naturata, en la jerga de Spinoza). A lo sumo, como única realidad fundante,
habríamos de admitir la ética (natura
naturae). Del mismo modo que la ciencia sin filosofía resulta presuntuosa y
arrogante, el capitalismo por sí solo, sin el “cuidado” de lo ético, es una
monstruosidad abyecta. Y en estos días en que los bancos europeos parecen más
interesados en proteger a toda costa el Gran
Orden económico que en recibir a seres humanos muriéndose en las costas, o
que en atender las esperanzas de vida de millones de griegos, etc, resulta oportuna la donación
derridiana: el donar lo que no se tiene, el donar del “suplemento”, el donar
“sin deuda y sin culpa” (aquí Derrida y Heidegger se apartan de la lectura
escatológica de Anaximandro). Lo ininteligible, lo intraducible que hay en la
escisión es el momento de exceso que nos libera de la mercantilidad y la
utilidad, volviendo a ser, o mejor dicho, re-siendo en la heterogeneidad y la
diferencia. En efecto, es posible (y preciso) donar lo que no se tiene —y en
esto consiste la tarea del artista, que es por sí y por nada, para todos y para
ninguno; el desarrollarse infinitamente desinteresado del arte, etc—. Es aquel
donar, pues, sin dirección y sin objeto, sin admonición y sin tendencia al
ser-uno del Sistema, el que nos legitima para una operación que no sea ya la
del juicio admonitorio (tan sangrante) de Occidente. (Por eso Derrida suprime
la “venganza” de la ecuación culpa-expiación.)
Es ese donar sin esperar nada, sin reajusticiar, sin devolver ni reunificar
nada, el “suplemento”, lo que facilita la única operación verdadera del ser: dejar al otro el ser del otro; donar al otro lo que le es suyo propio (sic).
Hamlet
—al igual que la Troika Financiera y los fanáticos del Estado Islámico— se
mortificaba pensando que había nacido destinado a “enderezar el tiempo”.[3]
Pero he aquí que la moraleja, la enseñanza no entresacable, no sometida a la
utilidad y la jurisprudencia, acaso ilegible
en la sentencia de Anaximandro, era justo lo contrario: dejar al tiempo como
está, dislocado, sin balanzas de ajusticiamiento universal, sin ajustes de
cuentas ni venganzas equilibradoras del orden moral; en la estructura
contrahecha de la Identidad y la
Diferencia. Aquí es donde efectivamente podría hablarse de una “expiación de la
culpa”, de una con-donación de la deuda…
tras el pago resultante de una donación que sabemos que jamás vamos a recuperar, que excede lo
que hay, que no tiene intereses, ni utilidad, ni beneficio… puesto que
tiene un pie en aquello que no se puede medir ni valorar lo suficiente.
[1] “Allí donde está la génesis de las cosas que
existen, allí mismo tienen éstas que destruirse por necesidad [to
khreón]. Pues ellas tienen que cumplir
mutuamente expiación [tisis] y
penitencia por su injusticia [adikia]
conforme al orden del tiempo.”
[2] "Un nombre por otro, la parte por el todo:
siempre podrá tratarse la violencia histórica del Apartheid como una metonimia.
Tanto en el pasado como en el presente. Por diversas vías (condensación,
desplazamiento, expresión o representación), siempre podrán descifrarse a
través de su singularidad muchas otras violencias que se producen en el mundo.
A la vez parte, causa, efecto, síntoma, ejemplo, lo que pasa allí traduce lo
que tiene lugar aquí,
siempre aquí, donde quiera que estemos y desde donde miremos, justo a nuestro
lado. Responsabilidad infinita, desde entonces. Prohibido el reposo a cualquier
forma de buena conciencia.”
[3] “El
tiempo está fuera de quicio; ¡Oh, suerte maldita, que ha querido que yo nazca
para recomponerlo!”
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lunes, 18 de mayo de 2015
Constructores de realidad: del relato político a la economía liberal
Artículo publicado el 15-6-2012 en El País Cultural de Montevideo, con el título "La factoría de ideas"
A
mediados de la década pasada, columnistas y bloggers de todo el mundo se
apoderaron de una expresión de nuevo cuño: la “comunidad-realidad” (reality-based-community).
Éste era el término que algunos altos cargos políticos de la era Bush (Hijo)
utilizaban para referirse al mundo que quedaba más allá de sus despachos, el
mundo físico, el mundo de las apariencias y la representación, por usar la
fórmula del romanticismo filosófico, aunque lo cierto es que no queda mucho
rastro de romanticismo en un mundo en el que vivimos y morimos el 99,99 por
ciento de la población mundial. Dicho término apareció por primera vez en 2004
en un artículo del New York Times, donde el
periodista Ron Suskind revelaba los detalles de una significativa charla con un
alto cargo de la Casa Blanca. El escritor francés y doctor en Historia de las
ideologías, Christian Salmon, recoge esta conversación en su recomendable
ensayo Storytelling (2008):
“Me dijo que la gente como yo era de esos tipos ‘que pertenecen a lo que llamamos la comunidad-realidad’: ‘Usted cree que las soluciones emergen de su
juicioso análisis de la realidad observable.’ Asentí y murmuré algo sobre
los principios de la Ilustración y el empirismo. Me cortó: ‘El mundo ya no funciona así. Ahora somos un
imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras usted
estudia esa realidad, juiciosamente como desea, actuamos de nuevo y creamos
otras realidades nuevas, que asimismo puede usted estudiar, y así son las
cosas. Somos los actores de la historia. […] Y a usted, a todos ustedes, sólo
les queda estudiar lo que hacemos’.”
El
libro de Salmon ponía de relieve las tácticas de propaganda y su relación con
el relato, el arte de contar historias. En cierto momento el relato propiamente
dicho dio el salto para ser adoptado por las clases políticas como puro
instrumento de control, lo cual es palmario en el actual circo político que nos
circunda, y en su relación inherente con los medios de comunicación. La
principal preocupación de los partidos políticos ya no se limita a establecer y
cumplir un programa determinado, sino a difundir una estudiada y minuciosa
imagen mediática de sí mismos, discurso que entronca con los estudios de
la periodista canadiense Naomi Klein sobre el comportamiento de las
corporaciones multinacionales. “Esta tendencia se resume en que las
corporaciones estarían cada vez menos interesadas en vender productos, sino que lo que venden
son modos de vida e imágenes” (No logo,
2000). Edward Bernays, sobrino del célebre Sigmund Freud, fue el primero en
sacar provecho de las teorías del subconsciente con fines puramente
comerciales. Según el documentalista Adam Curtis, “enseñó a las corporaciones
americanas cómo podían hacer que la gente deseara cosas que no necesitaba,
conectando los productos de producción masiva con sus deseos inconscientes”, y
lo cierto es que desde Bernays estos métodos de persuasión han sido constantes
en el mundo de la publicidad y el consumo. Pero ya antes de la sociedad de
consumo, se hallaban los mismos mecanismos en el discurso político. El propio
Bernays lo dejaba bien claro en su libro Propaganda
(1928), obra que sigue la línea parental de El príncipe de Maquiavelo, en la
tradición fáctica del despotismo ilustrado que vivimos en nuestros días y que
ya en el siglo XVIII preocupaba a mentes preclaras como Jonathan Swift o
Nicolás de Condorcet. “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos
y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la
sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad
constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el
destino de nuestro país” (Edward Bernays, op cit).
Pero no hace falta leer al inquietante Bernays para tomar conciencia
de que vivimos en el mundo del relato. Desde la Eneida de Virgilio hasta la maquinaria de Hollywood encontramos el
mismo trato sibilino. Estos discursos enmarcados en el corpus del story-telling apelan
al apego natural del ser humano por el relato, por un lado, y a los deseos
inconscientes que activan nuestro comportamiento por el otro. En su libro de
reciente publicación, La lechuza y el
caracol (2012), el filósofo argentino Tomás Abraham arremete contra el
sistema de pensamiento único inculcado a través del relato kirchneriano, y que
se sustenta en la narrativa del discurso como llave maestra por la que lograr
fines políticos. “Es una estafa ideológica porque usa
recursos de la culpa, la figura de la víctima, del dolor y la muerte para
justificar un poder que no es liberador, sino que marca la continuidad de un
ejercicio de la política en la Argentina, que es apropiarse del Estado con
fines privados”, declara el autor.
A
través de ese despotismo ilustrado se justifica la depauperación de los estados
democráticos, la anulación misma del Estado como tema de fondo del discurso
político, cuyo argumento en los últimos cuarenta años ha sido propagar los
axiomas de la economía liberal. No es casualidad escuchar en boca de los
políticos que dirimen la actual crisis europea las mismas palabras pronunciadas
por Margaret Thatcher hace treinta años, durante las conocidas reformas de
privatización que pusieron patas arriba el estado de bienestar británico:
“There’s no alternative” (“No hay alternativa”). Desde entonces, la misma
consigna ha imperado en el debate económico internacional, siendo que poco a
poco tendemos hacia la catastrófica puesta en escena de ese story-telling que
ya dura demasiados actos, y que tiene demasiados subtextos y subtramas por
clarificar.
Paradójicamente
nuestra realidad parece ser un reflejo nada realista de lo que ocurre por
debajo, como si en efecto nos hubieran excluido del tapete de juego que
pertenece al 0, 01 de la población mundial, cuyos hechores “dan la espalda no
sólo a la ‘realpolitik’, sino al mero realismo,
para convertirse en creadores de su propia realidad, maestros de las
apariencias, reivindicando lo que podríamos llamar una ‘realpolitik de la ficción’” (Christian Salmon, op. cit.).
La clase política se ha convertido en la mayor y más prolífica factoría de
contar historias, si me apuran, en competencia directa con la industria de
Hollywood, con la sustancial diferencia de que estas “historias” que
nos cuentan los políticos no se adscriben o no deberían adscribirse al mundo de
la ficción; antes bien, son ideadas para ser comprendidas como “realidad”. He ahí la divergencia esencial entre el discurso
político y los guionistas de Hollywood. Es un hecho: necesitamos las
historias, como explicación, como exégesis, como representación dotada de
sentido en un mundo carente de mucho sentido. La estructura de la novela de misterio, con su mecánica de planteamiento/nudo/resolución,
se parece en eso a la novela policiaca y el thriller. Modelos narrativos que giran de forma sistemática en torno a la búsqueda
de la verdad. Se intuye una verdad oculta, a cuya revelación aspiran todos los
esfuerzos del héroe. Y la finalidad última de ese héroe, que hoy es anónimo a
la manera del “súper-hombre de masas” de Umberto Eco, consiste ya no tanto en la asunción del fatum como en rebelarse contra la sinrazón y la injusticia; la búsqueda de la verdad por
todos los medios, el derribo de los importantes significados allí donde sean
falsarios o arbitrarios. Tomar
conciencia de lo arbitrario, lo autoritario, nos conduce necesariamente a ese distanciamiento crítico que será nuestra mejor arma contra el pensamiento único y el
despotismo ilustrado de los gobernantes. Refutando a la Thatcher y a los
actuales planificadores de la catástrofe mundial, lo cierto es que se
equivocan, o nos quieren equivocar, porque: sí
hay alternativa.
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