Una puerta
que me fascinaba, cada vez que pasaba por delante, en la calle de Moratín de Madrid.
Una puerta
que, según se anuncia en la misma, estaría destinada a "abrir
puertas", pero que sin embargo permanece cerrada a cal y canto.
Una puerta descontextualizada, diríase que
asediada por esos cables telefónicos y mallas de obra, que la ciernen como una
telaraña.
Una
puerta-basurero, en la que los despojos han tomado parte hasta convertirla en
un tótem de la arquitectura residual, un monumento a la memoria urbana
desmitificada, fagocitada por el empuje inevitable del ¿progreso?
Una puerta-híbrido mitológico.
Una puerta-museo de algo así como el
devenir, de un lugar procesual en tránsito, en perpetua metamorfosis, aunque
anclado todavía a su pasado más pueril ("compre", "venda",
"contrate").
Una puerta que habla varios lenguajes,
todos ellos incompatibles. Una puerta-campo de batalla semántico, con sus
grafitis y sus reclamos publicitarios comunicando consignas inútiles en el
vacío.
Una puerta-capitalismo.
Una puerta que ha sido
"des-puertizada". Cuya función original ahora parece consistir en su
propia disfuncionalidad, en su propia condición de "outsider" frente
al éxtasis de los grandes escaparates (no menos vacíos).
Puerta-museo de la discordia. Deyección
purulenta. Mutación escatológica... Puerta origen y fin de los tiempos. Esfinge
sin misterios.
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