Artículo publicado en El País Cultural de Montevideo, verano de 2013.
Chagall es uno de esos pocos
genios, contados con los dedos de una mano, que pueden adscribirse a la
categoría de artistas totales, esos rara avis que abarcan sucesivas décadas y estilos
artísticos diferenciados. Murió con 98 años, conoció una revolución, dos
guerras y el exilio, y en el ínterin produjo sin descanso una obra compuesta de
polaridades asombrosas. La guerra y la paz, la dicha y la desgracia, el viaje y
la patria, el paraíso y el infierno... son algunas de las obsesiones que
rondarán su obra de principio a fin. No en balde, sus telas plasman un
recorrido vital que bascula entre lo experiencial y lo simbólico, lo angélico y
lo terrenal, lo trascendental y lo prosaico, en ese cruce de caminos heterodoxo
y polisémico que constituye el vórtice mercúrico de Chagall.
LO REAL Y LO SAGRADO. Reticente a la narración y la
alegoría, el suyo es un discurso hermético plagado de claves personales, que se
aparta de las convenciones o estilismos. Su capacidad para franquear los
códigos estéticos, a la vez que nutrirse de ellos, facultaron a Chagall para
realizar una operación de ensamblaje única, en la que prevalece el intenso
equilibrio entre su originalísima estética personal y el testimonio de su
tiempo. En Chagall confluyen las cualidades del artista druídico, catalizador
de obsesiones, sueños o pesadillas, y como tal, su visión muestra una realidad
del mundo más vívida y estimulante que la realidad fehaciente.
La colección reunida en el Musée
de Luxembourg de París, desde el 21 de febrero hasta el 21 de julio (2013), es prueba
de su experiencia de largo recorrido: se inicia con la Primera Guerra Mundial,
sigue con Rusia en tiempos de guerra, el periodo de entreguerras en Francia, el
exilio en Estados Unidos, y por fin la vuelta a Francia. El cubismo, el futurismo,
el surrealismo y las otras vanguardias son meros refugios para militantes que
el pintor de Vitebsk elude con sobriedad, comulgando con sus renovaciones y
postulados, pero manteniéndose siempre en ese margen irreductible que es el
mundo privado del artista. De lo realista, al tratar los desastres de la
guerra, a lo “superreal” que hay en el universo de los sueños sólo hay un paso,
y Chagall logra mostrar ese difícil nexo con pasmosa sencillez. En los cuadros
reunidos en el museo Luxembourg, sublimados por la luz y el colorido que
parecen facetas de lo sagrado, recorremos los paisajes de su ciudad natal, las
tradiciones judías hasídicas que marcaron su infancia, los episodios bíblicos,
y por supuesto la familia y la pareja, objetos siempre presentes y exacerbados por
el colorido de su paleta onírica.
En el parisino barrio de
Montparnasse, la identidad de Chagall iba construyéndose mediante la
articulación de la modernidad y sus raíces judeo-rusas. En 1914 acude a la
inauguración de su primera exposición en Berlín, donde se viene preparando la
vanguardia del incipiente siglo XX, y desde allí viaja a Rusia para reunirse
con su prometida, Bella Rosenfeld. Pero estalla la guerra, y se ve obligado a
pasar los ocho años siguientes en suelo ruso. En la obra de aquellos años aparecen figuras
torturadas, soldados heridos o marchándose al frente, mujeres dolientes,
campesinos y ancianos huyendo, y sobre todo los mendigos de Vitebsk, que
encarnan la figura del judío errante, el “luftmensch” u “hombre de aire”,
personajes saturninos que inspiran retratos de rabinos, de un modo semejante a
como el Greco utilizaba como modelos a los dementes del manicomio de Toledo
para sus cuadros de los Apóstoles. Con la llegada de la Revolución rusa, es
nombrado comisario de arte de la región de Vitebsk y funda la Escuela de Arte
de la misma ciudad, pero sus diferencias con otro miembro del partido, Kazimir
Malévich, y la carga del peso burocrático lo empujan a buscar nuevos
horizontes. De este modo regresa a París en 1923, donde vuelve a codearse con
las figuras destacadas de su tiempo. Realiza grabados para Almas muertas de Gogol, Las
fábulas de La Fontaine y la Biblia. Para este último encargo, viajará a
Palestina donde encontrará, además de inspiración, una parte de sí mismo. Los
motivos y rituales hasídicos denotan su preocupación por un arte judío moderno,
en retratos y personajes que anuncian la espiritualidad de las grandes
composiciones ulteriores.
LO ONÍRICO. En la obra de Chagall, como en la de los grandes
artistas, la
representación no es ficción ni imitación de la realidad, sino la
prolongación de su propia verdad personal. Chagall no deja sitio sólo al
inconsciente, como hacían los surrealistas, sino que condensa y desplaza de su
centro las categorías de lo imaginario y lo empírico, en un proceso análogo al
sueño. Por ello, se ha dicho que Chagall es “un soñador consciente”, en un estilo que ha sido reproducido hasta la saciedad por sus muchos imitadores. Figuras
anónimas, animales o seres híbridos, se entremezclan en composiciones de
apariencia incongruente en una deriva de ingravidez y perspectivas, planos y
proporciones irreales que se tornan suprarreales. Una especie de polifonía
visual en la que se establecen multiplicidad de capas, significados y registros
simbólicos: una virgen que también es una novia, un asno que es un autorretrato
del artista... son ejemplos del código esotérico y chamánico de Chagall, que
André Breton definió como mágico.
En 1937, tres de sus lienzos son
exhibidos en la exposición “Entartete
Kunst” (“Arte degenerado”) organizada por los nazis en Berlín, y sus obras
son requisadas de las colecciones públicas. El yugo antisemita aprieta, Chagall
y su esposa huyen al sur del Loira, y en 1940 encuentran exilio en Nueva York. Pero
Chagall es una antena de filamento y no permanece ajeno a la destrucción y la
barbarie, sus cuadros de esa época aparecen infestados de pueblos en llamas,
persecuciones, guerra y éxodo, en un progresivo acercamiento a lo sombrío; también
autorretratos, referencias intertextuales o escenas nocturnas que evocan la
profunda conmoción del mundo en esos años. En 1941 conoce al galerista Pierre
Matisse, quien expondrá su obra hasta el final de sus días, y recibe el encargo
para el decorado y vestuario de Aleko,
el ballet inspirado en Los zíngaros
de Pushkin, con música de Tchaikovsky. Pero la muerte súbita de Bella, en 1944,
lo sume en la desolación. “Todo se hace
tinieblas”, declara el artista, entrando en una espiral de reconstrucción y
homenajes continuos a la esposa perdida.
Pero del caos renacerá la luz, y
en 1949 regresará definitivamente a su segunda patria, Francia, para instalarse
en Orgeval y luego en Vence. Su obra se va abriendo a la luminosidad y los temas
solares, marítimos o mitológicos. París y sus monumentos, el ciclo del Mensaje bíblico, cerámica, escultura,
experiencia de la grandiosidad en vidrieras y mosaicos, frescos y techos... son
algunos de los elementos que marcan su etapa final. En ellos, como en el final
de un círculo perfecto, Chagall encontró una forma de rendir cuentas con el abismo,
con los tormentos del sí mismo y del otro, conformando en un largo proceso de
desarrollo esa verdad artística inconstreñible que es el sedimento de lo real y
lo quimérico, y que resume, a su imagen y semejanza, la experiencia
trascendente del mundo.