Es un placer para Saturnalia contar con la colaboración de nuestros amigos, que de vez en cuando nos dejan perlas como la que nos ocupa en esta ocasión. Escrito por Jonio González para Revista Ñ, y publicado por la misma en mayo de 2011, este sustancioso artículo analiza algunas de las claves del jazz.
Quizá sea cierto, como cuenta la leyenda y tan bellamente ha descrito Michael Ondaatje, que el jazz lo inventó Buddy Bolden una noche en que, particularmente dolorido e inspirado, de su corneta comenzó a brotar “un blues y un himno más triste que el blues, y después un blues más triste que un himno. Fue la primera vez que oí un himno y un blues juntos”. Quizá sea cierto también que han sido las grandes individualidades, de Louis Armstrong a Ornette Coleman, pasando por Coleman Hawkins, Charlie Parker, Thelonious Monk o John Coltrane, quienes han hecho crecer por impulsos (de genio, de trabajo, de búsqueda) nuestra música preferida. Sin embargo, ésta nació “de un grupo en el que todos los ejecutantes pueden improvisar juntos aportando cada uno algo personal a un constante efecto colectivo”, como ha escrito Alan Lomax. (El crítico Frank Tirro nos recuerda, a propósito de ello, que el que cada componente de la orquesta desempeñara un papel específico facilitaba esa improvisación colectiva: cada voz encontraba su sentido en una voz mayor que la incluía.) Y es precisamente ese aporte personal al proyecto colectivo, esa individualidad que se afirma en la medida en que contribuye a la identidad (el bien) común, lo que hizo desde sus comienzos del jazz una expresión artística tan original y, sobre todo, democrática en su apelación a la responsabilidad y la solidaridad.

La mirada del otro
El protagonista de El hombre invisible , la novela de Ralph Ellison, uno de los grandes escritores negros que ha dado la literatura estadounidense y un gran escritor a secas, afirma: “Sólo seré libre cuando descubra quién soy.” El jazz fue la primera forma de expresión de los de su raza que adquirió un carácter masivo, lo cual significa, por un lado, que fue aceptada, y apropiada, por los blancos (de hecho, fue una orquesta de blancos, la Original Dixieland Jazz Band, la primera que realizó grabaciones comerciales del género), y, por otro, que dotó a aquellos de la visibilidad que éstos le negaban.
Esa visibilidad, no obstante, implicaba la necesidad de la mirada de otro ajeno a la propia comunidad, y es por ello por lo que artistas como Duke Ellington o, más tarde, Anthony Braxton, se mostraron renuentes a emplear la palabra “jazz”, con el argumento de que significaba un límite impuesto a lo que consideraban, sencillamente, música.
Cuando Dizzy Gillespie y Charlie Parker crean el bebop, buscan algo “que los músicos blancos sean incapaces de tocar”, esto es, buscan una identidad distinta de la adjudicada por quien dicta las normas y, con ellas, los modos de mirar. La apropiación antes mencionada llegó al punto, ha escrito el crítico y poeta Amiri Baraka (antes LeRoi Jones), de que la música negra “señaló la existencia de una música estadounidense”. Y fueron en este sentido, y principalmente, individualidades como Cecil Taylor, Albert Ayler, Archie Shepp o el citado Coltrane quienes, en busca de esa identidad cooptada, comenzaron a hacer de su música la manifestación de una “actitud” (política, social, cultural, humana) capaz de prescindir de todo lo aprendido en tanto herramienta de control. ¿Y el público? Ya no contaba, o contaba en la medida en que compartiera con el artista una visión particular del mundo.
Cómo significar algo
En 1931 una canción de Ellington nos recordaba que “no significa nada si no tiene swing”. Fletcher Henderson, Benny Goodman, Jimmie Lunceford, Count Basie o Woody Herman, como más tarde las grandes bandas de la Costa Oeste, de Pete Rugolo a Doc Severinsen, respetaron esta regla al pie de la letra. Y la letra afirma, nos recuerda el poeta y crítico Jacques Réda, que el swing “nace de las condiciones creadas por el uso de compases de dos y cuatro tiempos, así como de la acentuación típica de tiempos débiles”. No obstante ello, cualquier persona con una mínima sensibilidad musical advertirá de inmediato que una canción posee swing, y lo expresará balanceando la cabeza, por ejemplo, lo que prueba mejor que nada el aserto de Armstrong: “Si necesitas que te lo expliquen, es que nunca lo entenderás”. Como quiera que sea, las orquestas mencionadas más arriba contaban a estos fines con artistas de enorme calidad, como Willie Smith, Lester Young o Stan Getz, muchos de los cuales se convertirían en figuras fundamentales del género, pero también con jefes de filas excepcionalmente carismáticos y arreglistas como Sy Oliver, Don Redman, Bill Holman o Benny Carter, quienes les proporcionaron una voz propia hasta el punto de hacerlas reconocibles de inmediato. Miles Davis, uno de los grandes revolucionarios del jazz (al menos mientras hizo jazz), fraguó su mito en las bandas de Gil Evans, pero el mérito de éste no fue sólo permitir a aquél exponer toda su maestría, sino introducir estructuras armónicas inéditas hasta entonces, y lo habría hecho con Miles o sin él. Cabe preguntarse si Davis habría creado Kind of Blue sin la experiencia que supuso su paso por la formación de Evans. Al respecto, Ornette Coleman, creador del free jazz y máximo responsable de lo que Carlos Sampayo define como “disolución de las formas”, lo tenía claro: en su busca de la libertad volvió la mirada hacia la improvisación grupal, hacia la alegría (enmascaradora a menudo del dolor) del jazz primitivo, hacia su energía y solidaridad. Ningún solista (y hablamos de artistas tan personales y hasta peculiares como Freddie Hubbard, Don Cherry o Eric Dolphy) se impone al resto, pero cada uno, con su propio lenguaje, con su propio discurso, contribuye a la coherencia, paradójicamente heterogénea, del conjunto. ¿Habría sonado igual el disco Free Jazz con otros músicos? Seguramente no, pero no por ello Coleman se habría amilanado.
Constituye casi un tópico decir que el instrumento de Ellington era su orquesta, especialmente si no se tiene en cuenta su faceta de pianista, pero podría decirse lo mismo de músicos tan opuestos a priori como Count Basie y Sun Ra, por no mencionar a Gerry Mulligan, cuya orquesta fue definida como “laboratorio de experimentación” y poseía, sin embargo, una cualidad y un sonido eminentemente clásicos. Así pues, lo que la afirmación acerca de Ellington encierra, en realidad, es el hecho de que su genio necesitaba las voces del grupo para expresarse. Una personalidad tan contundente (y salvaje) como Charles Mingus entendió esto muy bien en el momento de encarar sus obras para orquesta, ensayando con ésta las estructuras armónicas y las texturas musicales que luego trasladaría a sus pequeñas formaciones: las individualidades están siempre al servicio de un proyecto mayor, la composición, que se enriquece con aquéllas a la vez que las libera ofreciéndoles un espacio de expresión infinito en su acotamiento (cuyo equivalente en literatura sería el soneto), la voz se construye y logra su peculiaridad en contacto e interacción con otras voces, el caos, arriesga quien esto escribe, es un camino posible hacia una forma capaz de armonizar el yo individual con el colectivo. Y ese modo de armonización lo encontró Mingus en la tradición. La gran enseñanza del (literalmente) extraordinario contrabajista y compositor de Nogales fue, en este sentido, que la tradición no son las formas antiguas, no es la esclerosis de la imaginación, no es una forma de vasallaje, sino la preservación de lo que Julio Cortázar llamó “el oscuro fuego central olvidado”, esto es, el arte como memoria y comunión.
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