Un "mojo" es una de esas palabras
intraducibles. Según la Wikipedia: un amuleto o talismán asociado con el "hoodoo", que a su vez sería un sistema primitivo de creencias
mágico-religiosas del que bebe el folclore afroamericano.
Sea como fuere, cuando el extraño personaje
Preston Red Foster ("uno de los seres humanos más tímidos del mundo", dirían de
él; para más señas: hombre de color, de unos cuarenta años, con el cabello decolorado y
estrictamente elegante), autor de la canción, se acercó al productor musical Sol
Rabinowitz a finales de los cincuenta, éste debió de quedar absolutamente subyugado por
el hechizo del mojo porque de inmediato reclutó a Ann Cole para grabar
"Got My Mojo Working" y girar con ella por los Estados del Sur, por
donde la poderosa cantante de rock and roll dejaría a propios y extraños
boquiabiertos con su incendiara interpretación. Tanto es así, que el mismísimo
Muddy Waters se quedó prendado de la canción y no tardó mucho en grabar su
particular versión, hoy por todos conocida.
Pese a todo, la versión de Ann Cole me sigue pareciendo
la más prodigiosa, y uno de los momentos más memorables de la música del siglo
XX. Con su timbre potente y claro, con su fraseo perfecto y su virtuosismo para
el arreglo vocal, Ann Cole catapulta la composición de Foster hasta cimas de
perfección, sólo igualable por las mejores mezzosoprano de la tradición clásica.
No me cansaré de reivindicar esta legendaria grabación, ni el asombroso poder
que de manera imprevista surge como fuerza telúrica capaz de plantarle cara al propio mojo: Foster y Cole y Waters nos hablan de esa "cosa" sexual o
pasional, ante la cual se diría que fracasan todos los sortilegios del hoodoo ancestral
(“I got my mojo working… but it just won’t work on you…”). Ni patas de conejo, ni
mechones de pelo, ni huesos de gato, ni raíces de serpiente negra… nos dice la
canción. Sólo el poder mesmerizante de la música (y en particular, de la música rock and roll) se abre
paso allí como instancia quimérica que condensa los misterios de la vida y la
muerte, las fuerzas ocultas de la libido y de la atracción sexual. El mundo occidental
sólo empezaba a atisbar el tiempo de la liberación, y el verano del amor sólo era
un sueño lejano en las mentes de los pequeños burgueses blancos cuando Ann Cole invocabasu mejor cántico a la madre de todas las pulsiones. Woo woo, Wee wee,
Ah Ah… escuchamos en esos coros que acompañan a la cantante en su paroxismo, como rutilantes querubines que advinieran a saludar el rito
humano por antonomasia. Voces que llegan de un tiempo lejano, en donde la mejor
clave para evadir el oscuro curso del cosmos consistía en entonar un viejo traditional arranged y en librarse a la exaltación, pero, sobre todo, a la capacidad de la música para develar la condición humana en su
sencilla (aunque no por ello menos trascendente) verdad.
Cuando Alan Vega y Martin
Rev formaron Suicide y compusieron su disco homónimo estaban pensando en cierto
tipo de asesinato de la cultura, cierto tipo de cataclismo trascendental, esquizoide, sucio e
intoxicado. Implosión final de la conciencia, claudicación y mortalidad de todo
lo bello, como en un relato burroughsiano, las canciones de Suicide transitaban
por un espacio en sombras del american dream donde confluían
con otras joyas del genio disfuncional y con las narraciones del desencanto al
estilo de la Velvet Underground y The Gun Club, pasadas por el filtro post-punk
del tecno neoyorquino. Reverso oscuro de la Nación americana basada en la
prosperidad y la esperanza, el estilo vocal de Vega y el maquinismo de Rev no
hacían honores a la técnica ni al manierismo que impregnaba la música
de aquellos años. El tiempo de las neovanguardias había pasado y el espíritu
renovador de las contraculturas parecía, ahora éste también, un sueño muy
lejano.
Tal vez la canción que
mejor ejemplifica esto es “Dream Baby Dream” (y no es casual la doble evidencia de la palabra "dream", que designa a un tiempo el acto
de soñar como el sustantivo "sueño"). El sueño de "Dream Baby
Dream" es un sueño que se ha trastocado en pesadilla. Con un bucle
armónico que hace pensar en las canciones románticas de los años cincuenta, la voz
de Vega se va transformando en un delirio maníaco; podría ser la voz de un
cantante enamorado con unas copas de más, o la de un Elvis Presley febril y
deslustrado en pleno bajón de anfetaminas, o la de un padre de familia
fascinado ante las pantallas de la realidad telemática que por aquel entonces
todavía eran la principal herramienta del establishment. (Hay que tener presente que es en esta tradición de la música y de la cultura americana donde la canción de Suicide se inserta, como homenaje o conato final a una cadena de significantes que constituyen la industria del entretenimiento del siglo XX.) “Sueña, sueña”, le dice ese padre de familia al objeto de sus deseos, como en una
reformulación de aquella película de Sidney Pollack, Danzad danzad
malditos. El imperativo categórico de
“soñar” o de “tener un sueño” se convierte así en un mandato agónico. Es un
sueño que pareciera haberse olvidado de la finalidad del sueño en sí, para
centrarse en la propia actividad soñante, en el sueño “para sí”. (Nota: la
versión que hizo Bruce Springsteen en 2014 prescinde del lado
"schyzo" de Vega y Rev para resaltar únicamente el lirismo de la armonía; algo
muy propio del estilo corajudo y entusiástico de Springsteen, pero que revierte
la canción de Suicide por completo; por algo el disco de Springsteen se titula High
Hopes, es decir, lo que vendría a ser el reverso inequívoco de
"suicidio".) El american dream es entonces este impasse, este encierro en la propia compulsión
que sueña, ya muy alejado de la posibilidad de alcanzar el objeto de su sueño
(algo que capta mucho mejor la sonoridad onírica pero trastornada de Suicide que el pragmatismo
luminoso de Springsteen). El objeto de este sueño escapa continuamente, se
escurre como entre los acordes de una melodía psicodélica, y sólo queda la
gratificación, la repetición, el automatismo.
Edito: a raíz de los comentarios de amigos en mi página de Facebook, se podría intentar aquí una "genealogía del sueño" en la música americana, desde el estándar de jazz de los años treinta "Dream a Little Dream of Me", pasando por "Mr Sandman", la versión de "All I Have To Do Is Dream" de los Everly Brothers (1958), "Dream Baby" de Roy Orbison (1962) o "If I Can Dream" de Elvis (1968), hasta el anti-éxtasis demiúrgico de la canción de Suicide. Como
apuntaba arriba, es en esta tradición donde debe ubicarse “Dream
Baby Dream”, la cual, si bien no sabemos si guarda relaciones explícitas con
aquello que Guy Debord llamó la “sociedad del sueño”, sí certifica una constancia
y una permanencia de lo onírico sobre las posibilidades, a menudo inquietantes y equívocas, de nuestras existencias abocadas al fin impreciso de la vigilia.
Otro de los cuadros que me impactaron del Hamburger Bahnhof de
Berlín, cuando estuve allí hace unos meses, y que se exponía en la colección
temporal sobre "Entartete Kunst" (el, así llamado por los nazis,
"arte degenerado").
En 1917,
Max Beckmann pintó esta variación del motivo de Adán y Eva y el árbol del
conocimiento. El Paraíso de la inocencia queda muy lejos aquí. Las dos figuras
aparecen viejas, hastiadas, enfermas (véanse los tonos verdes de la piel de
Eva); y lo que es más, extrañadas y desnaturalizadas de su propia
condición (el ademán de Adán rechazando el pecho que le ofrece Eva con un gesto
de cansancio; la pose incómoda, y hasta tocada por un sentido del ridículo).
Adán más bien parece un pequeño burgués que lo hubiera perdido todo jugando a
las cartas, y ella es una señorona de pelo mustio que se ha hartado de esperar
a su príncipe azul. El ojo abyecto de la serpiente enroscada en el árbol parece
celebrar el triunfo sobre la virtud perdida de estas dos criaturas.
Durante la Primera Guerra Mundial, Beckmann estuvo destinado en
Flandes y fue víctima de una crisis nerviosa que lo dejó profundamente
traumatizado. A partir de ahí cambiaría su estilo y empezó a pintar motivos
religiosos, casi como si de un negativo de El Greco se tratara (se ha señalado
el interés de Beckmann por el gnosticismo, pero la influencia de El Greco es
también perceptible en sus pinturas religiosas, como en el Cristo descendiendo
de la cruz). Beckmann reivindicaba un tipo de “realismo trascendental”, en el
convencimiento de que el pintor ha de enfrentarse a la realidad sin ningún tipo
de ilusiones.
"Ser
un hijo de nuestro tiempo -escribió-. Oponer el naturalismo contra el propio
ser. La objetividad contra las visiones interiores. Mi amor pertenece a los
cuatro grandes maestros del misticismo masculino: Mälebkircher, Grünewald,
Brueghel y Van Gogh."
"Tal sería, en todo caso, la
miserable 'gloria' de los condenados: no la gran claridad de los goces
celestiales bien merecidos, sino el pequeño fulgor doloroso de las faltas que se
arrastran bajo una acusación y un castigo sin fin. Al contrario que las
falenas, que se consumen en el instante extático de su contacto con las llamas,
los gusanos relucientes del infierno son pobres ‘moscas de fuego’ –fireflies, como se llaman en inglés
nuestras luciérnagas— que sufren en su propio cuerpo una eterna y mezquina
quemazón. Ya a Plinio el Viejo le había resultado inquietante una especie de
mosca, llamada pyrallis o pyrotocon, que no podía volar más que en el fuego: ‘Mientras
que está en el fuego, vive; cuando su vuelo la aleja excesivamente de él,
muere.’"
Georges Didi-Huberman; Supervivencia de las luciérnagas; Abada Editores, 2012.