"(...) en realidad se trata de convertir las universidades en
centros de enseñanza secundaria y de someterlas al proceso de degradación
profesional que se ha llevado a cabo en este sector, a fuerza de descualificar
los perfiles académicos de las titulaciones, los docentes y los estudiantes,
quienes después de todo tendrán que incorporarse a un mercado laboral que
considera la cualificación científica y la formación humanística como un
obstáculo para la empleabilidad".
Ayer leía estas líneas en un artículo publicado en El
País, titulado "¿Por qué sobra la filosofía?". Sus firmantes
(Fernando Savater, José Luis Pardo, Ramón Rodríguez, José Luis Villacañas
Berlanga) reclaman (y con razón) una "explicación que no sea solamente
contable" al proyecto de refundir la Facultad de Filosofía, y lo hacen a
sabiendas, por supuesto, de cuáles son las verdaderas razones de fondo. Pues
hay que decirlo sin rodeos: es la mercantilización del conocimiento, la lógica
empresarial de la utilidad y el beneficio, lo que aquí se impone como un dogma
indiscutido del ideario neoliberal galopante. Lo que resulta escandaloso es
que, aun sabiendo esto (y lo sabemos hace mucho tiempo), se abunde en esa
dirección desde las instituciones con una falta total de disimulo, y con el
desamparo de los docentes que tienen que limitarse a contemplar esta
aberrante transformación aun con el rechazo mayoritario entre sus filas. Transformación social y cultural que no traerá nada,
ni ha traído nada en los últimos 30 años, a no ser multitud de cabezas en serie
formateadas para un espíritu crítico deficiente y demasiado agobiadas con la
lógica de los números como para preocuparse por sus derechos, eso por
descontado.
Según esa lógica del "rectorado", que no es otra cosa que un eufemismo de la lógica del Ministerio, habría que concebir el sistema
de enseñanza como una gran máquina de fines lucrativos (si esto aún fuera posible) que impondría al profesorado la dudosa tarea de vigilar índices y tensiómetros
de productividad. Rehenes de esa extraña lógica de los números y los
resultados, los investigadores serían así los meros instrumentos de una
mecánica cosificada y empobrecedora, cuando no pulverizadora de la autonomía del
conocimiento y del poder autocrítico de las ideas. Los estudiantes, por su parte, bajo este sistema de valores estarían sometidos a una doble
demanda agónica: por un lado, se les impone la adoración sin ambages
del ídolo de la rentabilidad-y-la-productibilidad; mientras que por otro lado,
se eliminan o erosionan los espacios tradicionalmente destinados a la
rentabilidad-y-la-productibilidad (el trabajo clásico), espacios, por cierto,
ya radicalmente desfasados en el mundo de las finanzas y los negocios virtuales. Pues es cierto que no podemos crear una clase de ciudadanos
empatizantes, que busquen en el aprendizaje una manera de crear lazos y
aliarse, sino una clase homogeneizada de individuos despóticos, que sean
felices en la competitividad y en el fracaso del otro.
Lo que ocurre con la universidad no es un hecho aislado. Se
trata de un esquema mucho más amplio de transformación social y económica,
nadie lo ignora, propulsado por los laboratorios ideológicos que han tomado las
riendas de las universidades. (En el recuerdo reciente todavía el inefable
ministro Wert, con sus Boletines Oficiales del Estado y su Metafísica de la Empresa, o las Consejerías de Empresa y Conocimiento... como
muestra de esa monstruosa lógica empresarial aplicada a las humanidades.) Aquí
se puede ver la bota del modelo productivo imperante afianzándose sin cortapisas porque ya no hay nadie o casi nadie que quiera cambiar ese
modelo, ni que sea por otros cauces que no tienen que ver con la universidad. El
mundo, y hace pocos días las urnas, vienen avisando de lo que pasa cuando
determinados sectores insisten demasiado en un modelo de cosas que contraviene los designios de las Grandes Empresas en las que se han convertido los Estados modernos. Resulta escalofriante la posibilidad de una
universidad dejada en manos de los tecnócratas, las estructuras de la educación
y el pensamiento abandonadas a la pura rentabilidad de las cifras. Pero mucho
más grave resulta, como parece que ocurre, la normalización de esa situación como un
fenómeno racional y necesario y no ver en ello el alegato de una voluntad profundamente
irresponsable y destructora; la voluntad de una ideología de viejo cuño fundada en la capitalización del conocimiento y en los márgenes de beneficio, y
cuyas raíces se diría que se encuentran tan insertadas en nuestra idiosincrasia
que ya no sólo los ministros y los políticos, sino que es el propio "rectorado" el que ha olvidado la distinción entre
pensamiento y mercancía.
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