sábado, 22 de diciembre de 2012

El sueño de Monk


Artículo publicado en El País Cultural de Montevideo, el 23/11/2012, con el título "El sueño de Thelonious Monk"

El pasado 10 de octubre se cumplieron 95 años del nacimiento de Thelonious Monk (1917-1982). Buena parte de nuestra intelligentsia más esnob, que se llena la boca con las variaciones Goldberg o la música de John Coltrane, ignora por completo la intensa modernidad que se escondía tras el pianista más venerado por los músicos de jazz, aquellos que se reunían para escucharle y tocar en el mítico Minton’s House, el club de Harlem donde se cocinaba la verdadera vanguardia del jazz de los años cuarenta, mientras el público blanco temblaba encandilado por las luces de pirotecnia mainstream de la Calle 52. Autodidacta y fogueado en las técnicas del piano stride, Monk perfeccionaría al límite su habilidad para el discurso interno, que gira en torno a la idea (y la praxis) de su tempo interno. El estilo de Monk alcanzó la madurez muy pronto, apenas se modificó desde sus primeras grabaciones, pero es posible constatar una evolución hacia un tipo de estética casi inasequible desde el análisis convencional de la improvisación. Un discurso que se sirve de alusiones, de silencios, de lo que Davis y Coltrane denominaban “acordes sugeridos”, de melodías circulares, dislocaciones, quiasmos, modificaciones de los patrones lógicos de armonía, etc. Hay en ese discurso aparentemente fragmentario o deconstructivo una lúcida coherencia unitaria, una voz personal que actúa a un tiempo como elemento desestabilizante y cohesionante dentro de las vertientes fundamentales del jazz: tradición y renovación. Todo lo cual confiere a la figura de Monk un lugar único en la evolución de dicho género musical, amén de un paradigma estético por completo original cuyas implicaciones podrían seguirse en los campos más diversos de la actividad intelectual.

Durante sus primeros años en Nueva York, Miles Davis se dejaba caer por el Minton’s House a la búsqueda de sus admirados Dizzy Gillespie y Charlie Parker, y no tardó en trabar contacto con el pianista, a quien más tarde señalaría como una de sus mayores influencias. La relación entre ambos debió de ser lo más parecido a la del aprendiz y el monje shaolin. Davis solía tocar su adaptación de “Round Midnight”, pieza capital de Monk, y siempre esperaba la aprobación del maestro con expectación. “No la has tocado correctamente”, decía Monk cada vez. O: “Ésa no es la manera de tocarla.” Davis se exasperaba y se debatía, hasta que por fin una noche el pianista le dio su asentimiento. Monk era un hombre reconcentrado, en extremo huraño y reservado, y lo mismo podía decirse de Davis. Pero ahí no acabaría la relación entre los dos: en 1954 se reunieron por primera y última vez en un estudio, para grabar la que sería una de las obras más singulares de la música contemporánea. Recogida en distintas ediciones, dos de ellas: Thelonious Monk: The Complete Prestige Records, y Miles Davis Vs. Thelonious Monk, cuyo sugerente título no resulta gratuito en absoluto, como tampoco la foto de portada elegida para la ocasión, en la que vemos a Davis en camiseta de tirantes, sudoroso y con aspecto exhausto. Davis era aficionado al boxeo, y se tomó aquellas sesiones con Monk literalmente como un combate. En la toma #2 del clásico de Gershwin, “The Man I Love”, ocurre uno de los momentos mágicos de la historia del jazz: Monk amaga, espera, se demora en un silencio interminable. Davis, desesperado, acude con un golpe por el flanco, pero Monk lo ataja como a un corderito. Había que ser un músico de otra especie para adaptarse a los espacios y dislocaciones de Monk; “era imposible levantarle la mano a Monk” –comentaría Davis-, “si intentabas hacerle un quiebro o lanzarle un upper, con un solo dedo volvía a ponerte en tu sitio”. A lo largo del disco escuchamos a Monk en su mejor estado de forma, con sus extraños fraseos y espacios, y los esfuerzos de Davis, que brilla con autoridad propia, por hacerse valer en tan excepcional encuentro. Los dos pesos pesados apenas se pisan en esa sesión, y el xilofonista Milt Jackson tuvo que hacer de árbitro mediador entre ambos, aprovechando para introducir largos solos, todo lo cual podría resultar decepcionante al oyente que esperara encontrar un choque de titanes; Monk y Davis juegan a un lenguaje de correspondencias, de prudentes estrategias en la distancia, sin llegar al enfrentamiento directo, y eso hace que los pocos momentos cuerpo a cuerpo saquen verdaderas chispas de genialidad.


Con sus melodías circulares, con sus meditados silencios, Monk tenía la capacidad de abrir pequeños portales al infinito, o a la nada. Su manera de sentarse en la banqueta, la tensión acumulada sobre los hombros, la relación tan física de acercarse al piano como si tratara de violentarlo para descubrir nuevas sonoridades allí escondidas, todo en ello denotaba una perpetua batalla contra sí mismo, y por extensión contra los cánones de lo musical. Tras el aparente padecimiento físico se escondía una auténtica exploración de los límites; hay en Monk una aproximación a “lo desconocido” semejante a la del Coltrane de los últimos años. Su capacidad para situar los espacios dentro de la arquitectura de la improvisación responde a un hecho de la lógica interna, y que tiene que ver con la estética, pero también con un novedoso dinamismo de equilibrios y métrica. Una lógica alternativa como mecanismo por el que evadir la armonía convencional. La necesidad de abrir los límites de la racionalidad, presente en el espíritu del arte del siglo XX, responde a la misma idea que llevó a los músicos de jazz hacia la liberación total, a los dadaístas, o a la vanguardia abstracta de la música clásica como la entendieron Schoenberg y Alban Berg. Pero, si bien esa lógica interna se encuentra a la perfección en Monk y Coltrane, es cuestionable poder hallarla en Ornette Coleman, el creador del free-jazz. El “salvajismo” perpetrado por Ornette y sus compinches escapaba por el camino fácil, era irracionalidad pura, delirio místico o extasi, y por tanto incapaz de una verdadera modificación interna.


The London Collection (1971) supuso el punto final a la carrera musical de Monk, antes de abandonar el piano definitivamente a mediados de los setenta, y es tal vez su mayor cima como músico de jazz e intérprete de sus propias canciones. A pesar de ser más reconocido por su faceta de compositor, Monk apenas varió su repertorio de originales desde su primer disco en estudio (Genius of modern music, 1947), y es en la peculiaridad de su ejecución donde debe buscarse la última y más escondida valía de su obra. Las reinterpretaciones recogidas en The London Collection de “Evidence” o “Misterioso” destilan lo mejor de su lírica de claroscuros, y encontramos una de sus mejores características, la estructura melódica circular, en las dos baladas del disco. “Ruby My Dear” parece describir un infierno infinito, regresando obsesivamente al motivo central, el círculo de la memoria y el sentimiento, ruinas circulares o perpetuación del deseo, bucle posmoderno por el que el oyente encuentra su condena, pero también su salvación, en una construcción que nos redime con su magnífica belleza. Ninguno de los temas era nuevo, pero aportaban a las viejas tonadas de Monk un aire excepcional, a pesar de los crecientes problemas de salud psíquica que señalaron su descenso al abismo. Mientras que Coltrane buscó su particular superación de los límites a través de la música monocromática o las posibilidades del free-jazz, Monk inició la andadura por un terreno solitario, que nadie más aparte de él había explorado. Punto límite, culminación asombrosa o círculo perfecto, el suyo es el mejor de los círculos perfectos, porque es aquel que no se cierra total o limpiamente, sino que expresa los renglones torcidos de una brecha irreparable.