viernes, 31 de agosto de 2007

"Frank Kozik y Man's Ruin Records", por Máximo González



POR AMOR AL ARTE

Frank Kozik ha sido uno de los diseñadores de carteles de conciertos más reconocidos, retorcidos e influyentes de los últimos veinte años. Puede que no fuese más que otro de tantos dibujantes underground durante sus inicios, a principios de los años ochenta, pero poco a poco fue fraguándose una reputación que le permitió trabajar para cada vez más clubes y bandas. Kozik, madrileño de nacimiento, emigró a los Estados Unidos con su familia a mediados de los años setenta, siendo un adolescente. Las malas notas, el hecho de que lo echasen de varios colegios y su afición a las drogas, lo llevaron a ingresar en el ejército. No tardó en ser trasladado a la ciudad de Austin, Texas, donde tomó contacto con la escena punk local, de la que quedó enamorado para siempre. Fue entonces cuando colgó el uniforme y empezó a asistir a cuantos conciertos y fiestas le era posible. Durante unos cuantos años, su vida se redujo a trabajos mal remunerados y drogas varias, pero en el transcurso de todo aquello conoció a unos tipos que se dedicaban a diseñar e imprimir flyers en blanco y negro para eventos underground. Aquello fue el comienzo de su carrera.



Pronto empezó a dibujar y diseñar pósteres para las bandas que tocaban en el Cave Club, el garito de su amigo Brad First. Lords Of The New Church de Stiv Bators y Brian James, Ministry o Sonic Youth, eran algunos de esos grupos. El reconocimiento por parte de los fans, los músicos y la prensa local, dio alas a un Kozik que, tras ser introducido en varias técnicas de impresión, tales como la serigrafía, comenzó a codearse con el mundillo artístico de la ciudad y a ofrecerse como artista free lance. Entonces consiguió su primera exposición en la galería de arte La Luz de Jesús, en Los Ángeles, y empezó a producir sus primeros carteles de gran tamaño y en varios colores. Sin embargo, cosas de la vida, su relación con la gente de la metrópoli californiana no tardó en avinagrarse, y cuando Frank ya estaba convencido de que su carrera artística había llegado a su fin, el destino quiso que conociera a su amigo Kevin Plamandon, con cuyo apoyo Kozik siguió adelante con su particular forma de entender el arte en el mundo del rock.

KOZIK, O EL SIGLO XX EMPAPADO EN LSD

El estilo gráfico de Frank Kozik bebe de variadas y, a veces, casi antagónicas fuentes, desde los dibujos animados de Hanna-Barbera, el manga japonés, el cómic americano más mainstream, el pop-art de los años sesenta, la psicodelia de los setenta, el punk más puro y descarriado, el mundo de los dragsters y de las Harley-Davidson, el arte infantil, la imaginería militar fascista y soviética, la imaginería religiosa cristiana, musulmana e hindú, toda la cultura basura estadounidense, los psychokillers, el horror más camp, el tattoo art, dibujantes como Robert Williams o Jack Kirby... Todo ello pasado por una batidora punk y colorista, en la que se plasma una visión del mundo recién finiquitado del siglo XX sumida en la decadencia, la confusión y la tergiversación tanto estética, moral como informativa. Cuanto más cool es considerado algo, mayor es la mentira que se esconde detrás.

Frank Kozik es permeable a todo, y de todo se aprovecha a la hora de perpetrar sus enfermizos trabajos. En sus obras pueden encontrarse las aberraciones más delirantes: Pedro Picapiedra pasado de vueltas inyectándose heroína; el oso Yogi tumbado borracho en el bosque mientras el guardabosque le echa el sermón; la virgen de Guadalupe con un micro-pene; niños engullendo ácidos y cerveza; elefantes rosas; cerditos a lo Porky blandiendo cuchillos ensangrentados; la cabeza cortada de Jerry García; inocentes conejitos disfrazados de Hitler; el mismo Hitler sudando como un cerdo mientras le mete mano a un perro; el maléfico rostro de Charles Manson sirviendo de fondo para una angelical foto de Sharon Tate; diablesas enfundadas en trajes de baño estampados con esvásticas; Richard Nixon; Marx; Churchill; Lee Harvey Oswald; la mítica portada de Tintín en la Luna con el famoso cohete estrellándose en un cráter... Indudablemente, hay quien diría que ésa es la obra de un loco peligroso, aunque, realmente, no es sino una crítica frontal a la sociedad de consumo, la manipulación global practicada por compañías, medios y gobiernos. Kozik engulle lo que tiene a su alrededor y lo expulsa en una forma más agradable a su maníaco paladar. Manipula y explota lo que tiene a mano y lo retuerce hasta dar forma a una imagen chocante de la que no podemos quitar el ojo, porque no hace sino hipnotizarnos con su delirio. Actualmente hay otros grandes artistas como Coop o Shag, también maestros en el arte de la serigrafía, dedicados al negocio del arte en el rock, aunque nadie ha llegado tan lejos como nuestro querido Frank. La lista de bandas con las que Kozik ha trabajado durante todos estos años es realmente interminable. Si bien, al principio, las bandas de rock más subterráneo, ruidoso y alternativo, como Jesus Lizard, Butthole Surfers, Melvins, Killdozer o unos incipientes Red Hot Chili Peppers eran las que demandaban sus servicios, su creciente fama hizo que artistas consagrados o de más éxito, como los Beastie Boys, Iggy Pop, Ramones, Mötley Crüe, Danzig, Nirvana, The Cramps o los legendarios Alice Cooper y Neil Young, también vieran cómo Frank realizaba carteles anunciando sus conciertos.



A mediados de los años noventa, ya se había convertido en el gurú del poster art, y las bandas del momento, como Beck, Pearl Jam, Nine Inch Nails, Marilyn Manson o Green Day no tardaron en convertirse en clientes habituales. La culpa de todo esto, obviamente, no sólo era de las bandas en sí, sino de sus sellos discográficos, de los promotores de los espectáculos y de los propietarios de los locales donde éstas actuaban. A la par, Kozik diseñaba portadas para los discos de sus bandas amigas, aunque, sin duda, su exposición al gran público llegó de la mano de Offspring, quienes reclamaron su arte para su álbum Americana, editado por la poderosa Sony. Frank, ojo avizor, sabía que podía sacar tajada de eso, y cedió uno de sus clásicos dibujos por varias decenas de miles de dólares. En sus propias palabras, no hizo otra cosa que “prostituirse”. Y no fue la única vez, ya que también ofreció su buen hacer a campañas publicitarias de empresas ajenas al mundo de la música, como Apple Computer, Absolut Vodka e incluso Nike, para la que hizo una mega campaña publicitaria a escala mundial que recaló incluso en la fachada de los grandes almacenes de El Corte Inglés.

MAN’S RUIN, O CÓMO ARRUINARSE Y CREAR UN MITO

Ferviente admirador del catálogo de sellos independientes como Alternative Tentacles o Estrus, Frank sabía que su aportación al mundo del rock no podía limitarse a crear carteles y portadas de discos, así que decidió que lo mejor que podía hacer era fundar su propio sello discográfico. Así, en 1994, nació Man’s Ruin Records. El objetivo de Kozik era, en un principio, editar un single de siete o diez pulgadas cada mes, utilizando vinilos transparentes y de colores y siendo él mismo el encargado del arte y el diseño de cada disco. Al igual que sus pósteres y serigrafías, cada referencia tendría una tirada limitada y se convertiría en un objeto de coleccionista, algo que Kozik tenía en mente desde el principio. Evidentemente, el precio de estos vinilos era infinitamente más bajo que la cantidad que solía pagarse por algunas de sus obras gráficas, que iban adquiriendo cada vez un valor más alto, superando en ocasiones los dos mil o tres mil dólares.
Si bien Man’s Ruin contaba con distribuidoras en Estados Unidos y Europa, Frank decidió que la mejor manera de publicitar su nueva aventura era mediante Internet. Así, en el ya desaparecido sitio web del sello, uno podía adquirir aquellos singles a partir del irrisorio precio de dos dólares, además de carteles desde cuarenta dólares. Las primeras referencias del sello estaban dedicadas a bandas que Kozik conocía de la escena de Austin, como Pervis, o bien a otros grupos para los que ya había producido carteles de conciertos durante años, como los Dwarves, los Melvins, o sus benditos Kyuss, padres del stoner rock, que no era sino una vuelta al rock pesado, oscuro y psicodélico de los años setenta. Y, si bien las bandas de punk y música “alternativa” predominaban en un principio en el catálogo del sello, lo cierto es que, casi sin darse cuenta, Kozik fue convirtiéndose, poco a poco, en el impulsador y difusor del mencionado stoner rock y del doom rock más lisérgico y más deudor aún de Black Sabbath.



El hecho de que Man’s Ruin ya fuese considerado un sello discográfico de culto desde su nacimiento, ayudó a que muchas bandas noveles que estaban dando mucho que hablar, como The Hellacopters, Gluecifer o Turbonegro, estandartes del nuevo rock duro escandinavo, cedieran temas inéditos o dejaran en manos de Kozik su entrada en el mercado norteamericano. Así, Frank fue quien editó en Estados Unidos el primer larga duración de los suecos Hellacopters y el aclamadísimo Apocalypse Dudes de los noruegos Turbonegro. Eran los tiempos de gloria del sello, y el éxito que estaba obteniendo, aunque fuese a un nivel bastante underground, provocó que Kozik decidiera comenzar a editar discos compactos, y uno de los primeros fue un EP de los suecos Entombed compuesto por versiones de bandas como Captain Beyond, Bob Dylan, Dwarves o Twisted Sister. También reeditó el clásico del glam Tokio-New York, de los anglo-japoneses Vodka Collins, originalmente editado en 1973. Uno de los bombazos llegó cuando los Queens Of The Stone Age de Josh Homme, Nick Oliveri y Alfredo Hernández, todos ellos antiguos miembros de Kyuss, decidieron que fuera Frank quien editara la versión en vinilo de su disco debut, evidentemente con una portada diferente a la versión en formato digital (que también había sido diseñada por nuestro protagonista). El disco contó únicamente con una tirada de unas pocas miles de copias que no tardaron en evaporarse. A día de hoy, sin embargo, siguen haciéndose reediciones piratas de ese álbum, tan bien reproducidas que solamente es posible detectar que son falsas comprobando que el anillo que rodea la etiqueta del disco no contiene el número de serie grabado sobre el vinilo.



En lo referente al tema Kyuss, hay que mencionar también que Man’s Ruin editó las primeras grabaciones de los QOTSA, las últimas de los propios Kyuss, el primer disco de los Unida de John García (cantante de Kyuss), el disco en solitario de Brant Bjork (primer batería de... Kyuss, cómo no) y lanzó los seis primeros volúmenes de las ya clásicas Desert Sessions, que no eran sino unas sesiones de grabación que había montado Josh Homme, el guitarrista de las dos bandas anteriormente mencionadas, junto a colegas de Monster Magnet (otros abanderados del heavy psicodélico de la época), Earthlings, Soundgarden, Eleven y el resto de miembros de la banda madre. En estas sesiones tenía cabida cualquier ida de olla que se le ocurriese al personal, y podíamos encontrar temas pesados y oscuros al uso junto a polkas, bluegrass lisérgico y trallazos punk de dos minutos. Man’s Ruin se había convertido en el sello de referencia del stoner rock y el doom más sabbático, así que Kozik decidió dar cancha a otras bandas como Goatsnake (con el guitarrista de los hoy venerados Sunn O)))), los canadienses Sons Of Otis, los suecos Dozer, los japoneses Church Of Misery, los holandeses Beaver, los sureños Alabama Thunder Pussy, Acid King, Suplecs, Fatso Jetson, los Altamont de Dale Crover (batería de Melvins), Nebula, Fu Manchu, Orange Goblin, Electric Wizard, los High On Fire de Matt Pike (antiguo guitarrista de los seminales stoner/doom Sleep) o los argentinos Natas. Aunque estos grupos se englobaron todos bajo el mismo denominador, lo cierto es que cada uno de ellos era un mundo y poco tenían que ver con Kyuss, salvo algún caso excepcional como Natas, que, en su primer disco, fusilaban el sonido de sus inspiradores. Todas ellas se convirtieron en bandas de referencia para una camada de rockeros que, aunque minoritaria, había encontrado en los herederos de Black Sabbath a sus nuevos ídolos generacionales. Igualmente, el sello seguía editando buenísimos discos de punk rock, como los de Demonics (hoy en día una banda de auténtico culto que sólo parecen conocer unos pocos cientos de personas en el mundo) o los Gaza Strippers de Rick Sims, antiguo miembro de Supersuckers. Parecía que Man’s Ruin iba viento en popa.
Llegó 1999, y con él la época de mayor popularidad para el sello. Durante ese año, las bandas más populares del catálogo recorrieron Estados Unidos y Europa con gran éxito de crítica, aunque la asistencia a los conciertos seguía siendo minoritaria, y las ventas de discos, salvo en contadas ocasiones, no eran las apropiadas. Por aquel entonces, la referencia de mayor éxito del catálogo del sello era sin duda el primer álbum de Unida, un auténtico trallazo de hard rock que se alejaba de las directrices de Kyuss para centrarse en un sonido más propio de los The Cult etapa Electric, aunque algo endurecido. Sin embargo, Kozik no supo aprovechar bien la buena fama que le habían proporcionado hasta el momento sus bandas, y llegado el año 2000, comenzó a editar discos a un ritmo más rápido del que era capaz de asimilar, descuidando la promoción (que ya era, de por sí, bastante deficiente) y, en algunos casos, la calidad de los trabajos. Sea como fuere, el caso es que Frank dijo que sí a demasiadas bandas, las ventas no acompañaron y todo ello desembocó en la bancarrota de Man’s Ruin en 2001, dejando a muchos de esos grupos sin sello y debiéndoles dinero. De hecho, las últimas referencias del sello, como los CD’s de Begotten, Suplecs o Trailer Hitch, a duras penas llegaron a distribuirse.


Hoy en día, los fanáticos de Man’s Ruin están repartidos por todo el mundo. El afán por conseguir la mayor cantidad de referencias posible hace que la búsqueda de cada compacto o vinilo sea una aventura, aunque también hay que decir que, en muchos casos, el motivo no es estrictamente musical, sino que se busca más un disco por el arte de tapa o, sencillamente, por ir tachando referencias del catálogo. Muchos de estos seguidores supieron del sello después de su desaparición, y hoy en día solamente pueden adquirir sus referencias mediante EBay y otros sitios de Internet en los que se piden hasta quinientos dólares, por ejemplo, por las ediciones en vinilo de las Desert Sessions o por el disco compacto compartido por Kyuss y QOTSA. Los que conocimos a Man’s Ruin a finales de los noventa podemos decir, orgullosos, que pudimos comprar la primera referencia, un vinilo de diez pulgadas de Experimental Audio Research (el grupo de ambient de Sonic Boom, mitad de los legendarios Spacemen 3), a sólo dos dólares por Internet, o los vinilos de las Desert Sessions a setecientas pesetas en la ya desaparecida tienda 7 Pulgadas de Barcelona. Muchas de las bandas del sello fueron a parar a discográficas independientes como Small Stone o Relapse y gozan hoy en día de la repercusión que merecen. Man’s Ruin llegó a editar más de doscientas referencias, entre vinilos y compactos, y Kozik, hasta el momento, ha publicado tres libros (el último de 2002), con sus ilustraciones y carátulas, en la editorial Last Gap de San Francisco, además de crear una serie de dibujos animados, Inferno, hecha mediante el programa Flash para wildbrain.com.

jueves, 30 de agosto de 2007

Un descenso al abismo


Es común a todo hombre sentirse sobrecogido ante las manifestaciones de su interior. De ahí el encanto primordial del arte. ¿Qué sensación vertiginosa, qué tañer lejano nos alcanza al imaginar las oscuridades de la psique? ¿Eran éstos los pensamientos de Poe, poseedor sin duda de grandes oscuridades, al titular su cuento El descenso al Maelstrom? ¿Por qué desde siempre hemos vivido la ilusión de un mundo fantasmagórico, incluso incendiario, localizado en los subterráneos del mundo? ¿Quizá porque allí van los muertos? ¿O porque la cualidad primera de la realidad sensible parece tender siempre hacia abajo? ¿Por ello los lugares mitológicos de la divinidad se han visto siempre ubicados en emplazamientos celestiales, hiperbóreos o de las alturas?


Dentro de ese ámbito de lo deslindado, lo convulso y lo caído de la gracia, es donde figuran algunos de esos rasgos sin duda oscuros y que comportan una entera rama vital del hombre. La historia religiosa está plagada de descensos. Si contásemos cuántas veces ha bajado Dios a la Tierra en las exégesis judeocristianas, éste se habría cansado hace tiempo de tanto ir y venir. Quizá por eso envía también a sus corresponsales, los arcángeles. A Jesús lo bajaron de la cruz una vez muerto, y Dios bajó con él de los cielos para aleccionar a los hombres. De emplazamientos en las alturas parece proceder el progreso, así como el conocimiento; el soma vino a la montaña con un águila; el fuego y los cereales los trajo Prometeo directamente del cielo; Adán y Eva cayeron del lugar donde se hallaba el Paraíso... También los dioses mistéricos derrotan en paseos y vivencias por el mundo de los humanos, haciéndoles padecer los autores el sufrimiento de los hombres, los argumentos múltiples de la tragedia griega, el dolor, la fatalidad, el desarraigo, la pérdida de seres queridos, etc. En cierto modo, y al contrario que en el gnosticismo ortodoxo, que eleva al hombre hacia Dios, lo cultos mistéricos pretendían acercar los dioses a nuestro mundo. En ese “volverse carne” del espíritu, el hombre antiguo expresaba sus dudas y flaquezas, el ingrediente de crueldad inherente a la vida, su propia imperfección ante una realidad que lo acoge, en la piedad ocasional del dios, y que lo aniquila, en su condicón de mortal frente a la eternidad.


Hoy en día asistimos a un nuevo tipo de misterio, un nuevo tipo de descenso: la razón, todopoderosa hasta tiempos recientes, ha visto cómo muchas de sus fundamentaciones generales comienzan a tambalearse ante la irrupción de variables y fisuras que alteran la imagen que hasta hace poco teníamos de ella, en un giro cualitativo semejante a la Revolución copernicana. Las representaciones y fórmulas de la ciencia tradicional han resultado o acabarán resultando en un plazo medio falaces. “Los hombres no se contentan con cuentos de dioses y gigantes”, ha dicho el astrónomo premio Nobel Steven Weinberg; pero estrellas enanas, estrellas neutrónicas y agujeros negros son cuentos de dioses y gigantes, o, como mínimo, cumplen la misma función simbólica de unos fenómenos que no comprendemos en lo más esencial de su naturaleza. Los científicos de la actualidad aseguran que el universo, tras expandirse en una noche eterna de frío y calor inconcebibles, vuelve a encogerse y comenzar su ciclo nuevamente. De un modo análogo, un habitante de la Edad Media se decía que tras la batalla final en el Ragnarök, la Tierra era destruida por el fuego y el agua y los hijos de Thor regresaban del Infierno triunfantes y el mundo volvía a comenzar. Todo esto son sólo formas de representación; la fabulación humana se ve lanzada una vez más hacia los abismos de la fantasía y los mundos imaginados, hacia el continente insondable de las imágenes, como un núcleo latente de perpetua actividad, pujante e impaciente por hacernos ver cuán imperfectos nacen nuestros frutos a la sombra incierta de las teorías.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Un homenaje tardío



A poco más de un año y medio del cierre de la revista Lateral, algunos todavía recordamos los estimulantes ratos que dicha publicación nos hizo pasar, y no pasa un día sin que roguemos por la vuelta de sus creadores, como la madre que con nostalgia contempla el retrato de un hijo muerto en una guerra incomprensible. La historia de Lateral encierra el paradigma de una muerte cultural anunciada, y tal vez no está de más traer su caso de nuevo a la palestra, para tratar de dilucidar algo de ese espectro complejo y esquivo que llamamos periodismo cultural, así como su repercusión y su manera de interactuar en el organismo sociocultural. ¿Qué elementos hacen a un objeto de consumo?... ¿En qué medida los aparatos culturales están sujetos a la crítica, al uso, la tradición o la costumbre?... ¿Cómo reaccionan unos a los impulsos y necesidades de los otros?... Lejos de responder a estas relativas cuestiones, el caso de Lateral es uno más entre la infinidad de interrogantes que de dichas cuestiones se derivan, y que, nos guste o no, vienen a componer el espinoso entramado de nuestra cultura.

Durante doce años, Lateral imprimió sin concesiones los más sesudos análisis y opiniones sobre literatura, arte y pensamiento. Lo cierto es que, dado el inexistente eco mediático que una publicación de semejante sesgo suele encontrar entre las estanterías y cabezas de nuestro país, éste es un hecho que debía pasar inadvertido a excepción de los pocos hombres bondadosos que conocían de su existencia. De nada sirvió que en años ulteriores Lateral mejorase su formato, incluyese páginas a color, añadiese secciones de música, cine y cómic (como presuntos temas accesibles a un público no muy elitista en esto de la cultura), tiras humorísticas, que publicitase certámenes y concursos para todos los gustos, que se ocupase de temas y autores de candente actualidad, o que reenfocase ligeramente sus miras para llegar a un público más diverso. Sin escapar de la categoría de revista densa, que lo era con creces, cuyos contenidos generalmente no podían (ni querían) aspirar al reconocimiento popular, Lateral no era sin embargo una revista excluyente o que crease un marco de reflexión alejado de la realidad, pero no cabe duda de que éstos son temas difícilmente mesurables y aún menos transmisibles a una masa de lectores despreocupados, insensibles al transcurso del arte y la cultura como los que cada mañana inundan los quioscos en busca de gacetas deportivas o de las últimas novedades en el circo televisado. Y es que, por más que nos opongamos a la “especialización” de la cultura y tratemos de mostrar su rostro más cotidiano, por más que detestemos el elitismo sustraído del mundo y clamemos porque el objeto de nuestros esfuerzos más arduos y delicados no caigan en saco roto, nada de todo esto logra cristalizar en un fin preciso y que en última instancia (reconozcámoslo) es un fin quimérico.

Casos como éste reabren el debate sobre la sutil línea invisible que desgraciadamente escinde la cultura de masas de la cultura de altos vuelos. Es obvio que una publicación de este tipo jamás daría “el salto” para convertirse en objeto de consumo rápido, lo cual, si bien explica la constante mengua de publicaciones culturales al extremo de ser invisibles o cerrar sus editoriales por déficit de demanda, de ningún modo la justifica. Como si se tratase de una máquina by-pass en línea continua, la clausura de Lateral señaló en su día la dramática defunción del interés cultural que aqueja a una sociedad, la nuestra, demasiado afianzada en los fastos de la trivialidad y el entretenimiento.
Para acabar, Lateral dedicó su último número (publicado solamente en Internet) a la figura del literato japonés Yukio Mishima, lo cual no deja de ser monstruosamente metafórico de un suicidio cultual como es el suyo. El chapucero sappuru llevado a cabo por Mishima y su grupo de pupilos en 1968, donde éste se practicó el hara-kiri antes de ser decapitado por uno de sus ayudantes, pertenece sin duda al imaginario más épico e histriónico de nuestra memoria histórica reciente. El suicidio de Lateral fue más discreto y silencioso, como exigen la racionalidad y templanza occidentales, pero esto no quita que su pérdida signifique una llamada de atención a un mundo oscuro y sumido en la incomprensión como es el de la cultura.

martes, 28 de agosto de 2007

"Billy Wilder y las afinidades vienesas", por Manuel Carballo


Poco más de un siglo después de su nacimiento, la figura de Billy Wilder concita entre las heteróclitas huestes de cinéfilos que confluyen en este principio de milenio, los mayores elogios como uno de los más ilustres, versátiles y, al mismo tiempo, personales forjadores de la época dorada del cine clásico americano. A través de una mirada entre acre e insolente, impregnada de un humor cáustico, a veces procaz, casi siempre sutil, Wilder edificó una obra rica y transgresora, caracterizada por un arraigado e inconformista vitalismo irónico que evidencia, a fin de cuentas, su particular postura ante el mundo que le tocó en suerte.

Se ha interpretado muchas veces la obra de Wilder como el resultado de la colisión entre dos culturas dispares: el choque de la experta y desencantadamente irónica idiosincrasia europea y la ingenua y práctica forma de vida de la, por aquel entonces, inocente América. En este artículo nos centraremos en ese primer rasgo europeo.

Aunque nació en Sucha el 22 de julio de 1906, la familia de Wilder pronto se instaló en Viena, cuando el pequeño Billy (por entonces Billie, aunque su auténtico nombre era Samuel) sólo contaba cuatro años. Billy aterrizó así en el epicentro de una sociedad que dejaría una huella indeleble en él: la Mitteleuropa del Jahrhunderwende (cambio de siglo). Billy se crió en la capital de un imperio, el austro-húngaro, que iba a devenir decisivo en el inmediato panorama sociopolítico y cultural del futuro: la Viena decadente emblema de una época; la habsbúrguica o historiográficamente denominada cacania (término acuñado por Musil, que también le atribuyó una "gran actividad ética y estética"). Una época que se caracterizaba por la ambivalencia de sus tendencias. En su seno hallaba cobijo una cultura revolucionaria pero también una moral liberal y burguesa; al borde del Danubio, la incipiente y acaso abstrusa ciencia psicoanalítica se conjugaba con la opereta y las más frívolas varietés; el rococó vienés se armonizaba con la sobriedad y el sentido de la contención; la aristocracia convivía con el proletariado; la sociedad industrial con el agrarismo, el absolutismo con la constitución, el antisemitismo con el sionismo. En resumidas cuentas, una sociedad multiforme en total ebullición humana. Una rápida e incompleta enumeración de los insignes nombres que se formaron y crearon bajo el influjo de esta farbenvolle dekadent (brillante decadencia) centroeuropea dará sin duda la medida de esta efervescencia cultural a la que aludimos: autores de la talla de Musil, Kafka, Brecht, Mann, Zweig, Hofmannstahl, Rilke y Schnitzler (que junto con el caricaturista Grosz aportaba la conveniente dosis de autocrítica); compositores como Schönberg, Mahler y los Strauss, Richard y Johann; pensadores de la importancia de Einstein o Wittgenstein; o artistas plásticos como Klimt o el arquitecto Gropius, fundador de la Bauhaus.

Austria en general, y Viena en particular, era, en palabras de Hofmannsthal, “la visión europea de la cultura alemana”. Suponía, frente a lo alemán, la apertura a lo otro, a lo ajeno; el lugar donde se combinaban la pasión y la fuerza germánica con la alegría de vivir y el gusto armónico y mesurado de los países meridionales, un punto de encuentro entre Occidente y el oriente europeo, del mundo bañado por las aguas y el espíritu del mediterráneo frente al norte teutón. Aunque también a la inversa, Austria era el lugar donde magiares, eslavos, turcos e italianos ejercían su influencia sobre el espíritu alemán. Un sitio donde primaban la coexistencia y la convivencia de las diversas fuerzas del ser europeo, cuyo eco wilderiano es la adaptabilidad en aras de la supervivencia, el anhelo de buscar aquello que te facilita la vida, "esa capacidad judía de adaptación y fructificación" a la que aludía Wittgenstein.

Las reminiscencias del carácter vienés en la obra de Wilder no se reducen a brillos más o menos superficiales, como pueden ser la tonadilla utilizada en Kiss me, stupid ("Bésame, tonto") 1964, las constantes alusiones paródicas a Freud y el psicoanálisis que pueblan sus películas, las sillas estilo tonet que decoran el salón de The apartment ("El apartamento") 1960 o la ingente cantidad de apellidos centroeuropeos que ornan a muchos de sus personajes; o más evidentes, como el entorno y el argumento de The emperor waltz ("El vals del emperador") 1948, o la procedencia del libreto que inspira Five graves to Cairo ("Cinco tumbas al Cairo") 1943, Hotel Imperial obra del húngaro Lajos Biró y que se desarrollaba durante la Primera Guerra Mundial. Las huellas de la wiener leben (vida vienesa) que recorren sus filmes son también de una naturaleza más honda. Además de la antes mencionada adaptabilidad y la capacidad de supervivencia de la que hacen gala algunos de sus personajes (ya sea en un entorno hostil como el inolvidable Sefton de Stalag 17 ("Traidor en el infierno") 1953, o simplemente con un afán de medro social como el inefable Baxter de The apartment ("El apartamento") 1960, y que pueden entenderse como una proyección de las capacidades del propio Wilder, acostumbrado durante su vida a adecuarse a las más diversas situaciones con el fin de superar sus adversidades económicas, ya fuera haciendo de guía turístico en una ciudad que no conocía, o alquilándose como pareja de baile en los salones del Berlín de entreguerras, o incluso en sus primeros años en Hollywood, ganándose la vida como escritor en un idioma ¡que no dominaba!; aparte de esta adaptabilidad, decíamos, el rastro de esa infancia y primera juventud que transcurre en la ciudad del extremo del imperio se manifiesta en aspectos más arraigados pero no por ello más evidentes. Por ejemplo en el respeto por las palabras, en el cinismo y en la búsqueda de la verdad que movía a los habitantes de la Viena finisecular. En el arte de hacer cosas importantes sin darse importancia; en tomarse la vida y la propia obra con seriedad pero sin grandilocuencias y con sobriedad; en esa sutileza y en esa ironía que tamizan la alegría de vivir; en esa carencia de sentimentalismo frente a la orgullosa suntuosidad del carácter prusiano; en un vitalismo sin ambages que procede de lo más hondo del ser humano; en el rechazo a la autocomplacencia y la autocompasión; en la huida de lo convencional para optar por posturas transgresoras y contracorriente. Características todas ellas propias de esa paradigmática sociedad vienesa y también del apátrida (otro rasgo centroeuropeo) Billy Wilder.

Una prolongación de este ambiente, con matices y variaciones, lo encontró Wilder en la otra ciudad que contribuyó de forma notoria a la hora de tejer su personalidad artística: el Berlín a caballo de la década de los 20 y los 30, inmediatamente anterior a la ascensión de Hitler como canciller (Wilder abandonó la ciudad en los días siguientes al incendio del Reichstag). Un Berlín en su época dorada, sembrado de cabarets y en el que triunfaba el travestismo; "una ciudad educada en la sutileza" según S. Zweig. Wilder, que había comenzado a trabajar como periodista en Viena, llegando a entrevistar entre otros a Schnitzler, R. Strauss y casi a Freud (que lo echó de su casa al saber que era periodista), continuó su labor profesional en Berlín hasta que logró introducirse en la importante industria del cine berlinés. Allí, junto a otros cineastas neófitos que también lograron hacer carrera en Hollywood (Fred Zinnemann, Robert Siodmack y su hermano Kurt y Edgar E. Ulmer) contribuyó a la realización de un film Menschen am sonntag ("Gente en domingo") 1930, que terminó siendo pionero de un cine realista que utilizaba actores no profesionales. Tras un breve paso por París, donde incluso llegó a dirigir una película Mauvaise graine ("Curvas peligrosas") 1934, Wilder viajó a Hollywood con un contrato de la Columbia por un guión suyo, Pam Pam, que nunca llegó a realizarse. Con casi treinta años, y una personalidad que se había tejido en los ambientes descritos anteriormente, Wilder arribó a la tierra prometida, al lugar donde siempre quiso llegar: La ciudad de los sueños. El choque estaba servido. A partir de ahí, el resto es historia...

En Hollywood, Wilder impregnó cada una de sus películas, fueran éstas comedias, films noirs, profundos dramas psicológicos, películas de suspense o intriga, o incluso filmes de ambiente bélico, de una causticidad y una hondura nada evidente, difíciles de alcanzar. Los filmes de Wilder no poseen el aliento épico de John Ford, ni el furioso lirismo que atraviesa las obras de Nicholas Ray, ni el barroquismo visual y conceptual de las películas de Orson Welles, pero neutralizan estas aparentes carencias con una maravillosa arquitectura narrativa, una excelsa eficacia, y un ¿sano? sentido del humor que las eleva a la misma altura artística de esas obras.

Ambrose Bierce



"Adiós; y si oyes por ahí que me han puesto frente a un
paredón mexicano y me han hecho trizas a balazos, quiero que
sepas que veo con buenos ojos abandonar esta vida de esa manera.
Es mejor que morir de viejo, por enfermedad o caerse por las
escaleras del sótano. Ser un gringo en México,
¡ay, eso sí que es eutanasia!"

Berta Clark Pope; The letters of Ambrose Bierce, Nueva York, Gordian Press, 1967 (San Francisco, 1922), pág. 194.

De esta suerte el señor Bierce comunicaba su despedida a su sobrina Lora, en una carta fechada el 1 de octubre de 1914. Eran los días de la revolución mexicana, que llevaría al derrocamiento del feudalismo porfirista y a la independencia de México de la mano de los insurgentes villistas. Ni un vikingo hubiera expresado mejor su legendaria aversión a la vejez y la muerte deshonrosa, a la que los pobladores escandinavos se referían con desprecio como “muerte de paja”. Aunque es cierto que semejante colofón a una vida ya plagada de audacias dotaría a la figura del escritor ohiense de un cariz lindante con lo mitológico, ello no puede añadir más mérito a la calidad excepcional de Bierce como escritor, y el que en su país fuera conocido como “la pluma más temible de la costa Oeste” no se debe a otro hecho que al de su refinada prosa y acerado cinismo.

Bierce pertenece de lleno a la nueva cultura finisecular norteamericana de finales del XIX y principios del XX, que parte del racionalismo escéptico anglosajón y bebe de los grandes autores cínicos en habla inglesa (Jonathan Swift, Thomas DeQuincey, etc), como harían en mayor o menor grado Nathaniel Hawthorne, Mark Twain o Jack London. Más tarde, autores como Bruce Jay Friedman o Tom Wolfe ejemplificarían el “nuevo cinismo americano", lejos de la influencia neorrealista de autores como William Faulkner o Truman Capote.

Aunque con frecuencia se ha llamado al estilo de Bierce “naturalismo”, su capacidad creativa abarca en verdad muchas otras ramas, desde, en efecto, el cuento naturalista, hasta el género fantástico (con su brillante aparición en Los mitos de Cthulu: “Un habitante de Carcosa”), pasando por la fábula o la sátira periodística. La figura de Bierce rehuye toda analogía o parentesco con sus contemporáneos, ya sea por el talento espinoso a la par que elegante de sus opiniones, como por la maestría narrativa con que éste se combina en sus relatos. Según Bierce, el ingenio es “un puñal que se clava, pide perdón, y luego se retuerce en la herida”, en contraposición a lo que él llama “humor americano”, incapacitado a su modo de ver para el verdadero ingenio. 
No se sabe que cultivara la novela, aparte de una transcripción titulada “El monje y la hija del verdugo”, pero en sus numerosos compendios de cuentos y opiniones queda clara constancia de su personalidad intensa, de sus recursos y evocaciones de gran viveza, en narraciones memorables como “El puente sobre el río del Búho”, en la que se concibe la inusual impresión de que la acción transcurre sola, sin la mediación subjetiva del narrador. El club de los parricidas, tal vez su obra más perturbadora, es un libro cáustico capaz de herir y sacudir no sólo a la moral puritana que era su principal objetivo, sino también a la de cualquier persona dotada de sensibilidad. Y es que parece que Bierce se propusiese terminar con todos y con todo en este libro, logrando ese raro logro de los artistas consumados que es remover, de manera contundente aunque de exquisita y precisa ironía semejante a la de un bisturí bien afilado, cada uno de los niveles y coloraciones de la ética. En su Diccionario del Diablo Bierce continuó su labor de demolición de una sociedad marcada por la hipocresía, entre sucintas e hilarantes definiciones que logran arrancar al lector carcajadas de regocijo cósmico. A pesar de esto, la obra de Bierce se diferencia de la de otros autores cáusticos y a menudo lindantes con lo irreverente, ya que en él todas esas ideas gamberras o intencionadamente malignas se expresan a través de un preciso dominio del lenguaje, en ese estado álgido de literatura, parecido a una “prosa-poética”, que fue el signo de un tiempo y una forma de escribir irrepetibles.

"Freakonomics" y la cosmogonía del caos


El “economista” Steven D. Levitt, coadyuvado por el escritor y articulista del New York Times Magazine Stephen J. Dubner, publicó hará cosa de dos años un libro que llama la atención por su sensatez y brillante razonamiento sobre temas tan importantes y arduos como la influencia de la criminalidad en la economía mundial, la ley del aborto o la legalidad de armas de fuego en Estados Unidos. Este libro, cuyo nombre significa algo así como “economía de lo raro”, pone en práctica un extraño método casuístico basado en factores tan poco equitativos entre los seres humanos como son la lucidez y una aguda percepción de los hechos, para lo cual es necesario desprenderse de cualquier apego hacia las explicaciones señaladas por la generalidad o que gozan de mayor crédito entre la opinión pública. De este modo, Levitt logra dilucidar, en la conjunción inesperada de fenómenos inverosímiles o aparentemente inconexos, el origen de muchos problemas de la actualidad que por regla general pasan por alto la siempre obtusa mirada del sentido común así como los intereses particulares de multinacionales y partidos políticos que no dudan en manipular estas causas en favor de su índice de votos.

La descripción de sistemas causales complejos, de modo que estos mecanismos puedan ser comprendidos por el lector medio habituado a la prensa divulgativa, es un tema difícil cuya tarea exige un privilegiado don de observación, así como una clara disposición del lenguaje y los ejemplos tratados para el caso. Levitt y Dubner poseen estas raras cualidades. La clave de su originalidad radica en el distanciamiento de las explicaciones tradicionales o sistemáticas, para recabar en las muchas y caóticas circunstancias que son el fundamento real de la mayoría de fenómenos complejos, tales como la economía y las causas del crecimiento demográfico. A partir de un análisis supuestamente económico (pero que trasciende sus límites para convertirse en filosófico), Levitt bucea en la organización interna de esos fenómenos hasta sugerir en el lector la imagen de una suerte de cosmogonía del caos.

Los autores de Freakonomics se jactan de no poseer “un tema central claro”, ni un plan retórico estructurado, pero es precisamente esta falta de metodología lo que hace su libro más convincente a la hora de mostrar los auténticos orígenes de hechos cuya explicación a través de sistemas racionales más convencionales resulta abstrusa y falsa. El capítulo 5 (“¿Qué hace perfecto a un padre?”) es una viva muestra de este esquema.

Uno de los casos expuestos en el libro trata del auge de la criminalidad en la ciudad de Nueva York durante las décadas de los 70 y los 80. En 1989, el alcalde de la ciudad Rudolph Giuliani y el jefe de policía Bill Bratton pusieron en práctica un afanoso y espectacular programa para la contención del crimen, basado principalmente en una mayor contratación de agentes de policía. En efecto, la mayor contratación de agentes de la ley conlleva, según los estudios, a la disminución del crimen en aquellas ciudades donde (previo paso a unas elecciones) se había implantado dicha medida, con efectos notorios a corto plazo, y en concreto para los emporios policiales de Nueva York que a raíz del programa de Giuliani y Bratton ganaron enteros. Pero, si indagamos más en este hecho, tenemos que retroceder a 1968, cuando la ley que permitía el aborto fue establecida de forma pionera en la ciudad de Nueva York, los estados de California, Washington, Alaska y Hawai. Entre 1988 y 1994 (es decir, cuando los criminales potenciales nacidos en 1968 habría
n alcanzado su edad óptima), en dichos lugares se experimentó un descenso notable de la criminalidad, en torno a un 13% y un 23% en relación al resto del país. Levitt y Dubner señalan con tino que la tenencia de hijos no deseados fomentaría el malestar y la educación precaria que son el origen de gran parte de conductas criminales, indicando de paso un componente afectivo habitualmente silenciado en este tipo de análisis. De este modo, lo que en su momento se atribuyó sin vacilar a un logro del efectista plan para la contención del crimen ideado por Bratton y Giuliani, hundía sus causas en realidad en razones de orden demográfico mucho más difíciles de entrever, y que por ende señalaban con acierto la prohibición del aborto como factor negativo para la sociedad.

"Hemos evolucionado con una tendencia a vincular la causalidad con las cosas tangibles, no con algún fenómeno distante o complicado. Creemos sobre todo en las causas cercanas: una serpiente muerde a un amigo nuestro, éste chilla de dolor y muere. La mordedura de serpiente, concluimos, ha matado a nuestro amigo. La mayor parte del tiempo, semejante parecer resulta correcto. Pero en lo que se refiere a causa y efecto, una idea tan incuestionable a menudo tiene trampa. Ahora sonreímos cuando pensamos en culturas antiguas que abrazaban causas equivocadas; los guerreros que creían, por ejemplo, que lo que les proporcionaba la victoria en el campo de batalla era la violación de una virgen. Pero nosotros también abrazamos causas equivocadas, por lo general ante la insistencia de un experto que proclama una verdad por la que tiene un interés personal." (Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner; Freakonomics; 4.)

Levitt analiza las cuestiones desde un punto de vista racional, aunque no por ello sistemático, en el sentido de que sus observaciones no se ciernen a estructuras convencionales. Hace acopio de datos, compara, infiere, deduce, intuye, y finalmente incide sobre su objetivo de un modo semejante a las rápidas estocadas laterales de un esgrimista. De este modo, los autores sugieren que la causalidad, cuando no es interrogada a fondo, es también una forma de autoengaño y puede asimismo convertirse en una peligrosa arma de manipulación. El modelo propuesto por estos analistas es semejante al que hace servir la economía: “Comprende (la economía) un conjunto de herramientas extraordinariamente poderoso y flexible, capaz de evaluar de manera fiable un montón de información y determinar el efecto de cualquier factor individual, o incluso del efecto global”, dice Dubner en la introducción al libro. No ha de extrañarnos, pues, que no sólo economistas, sino asesores de la General Motors, los Yankees de Nueva York, senadores e incluso la CIA hayan interrogado a Levitt con el fin de que despejase sus dudas más apremiantes. Este hombre apocado y escuálido, que viste camisas a cuadros y gafas de pasta caducas ha logrado una pequeña panacea para descriptores del mundo, así como una pesadilla para racionalistas recalcitrantes. Definir los mecanismos del caos, y por tanto del mundo, más aún, de la naturaleza humana, resulta un asunto de primera magnitud no sólo para físicos y filósofos, sino para politicastros y legisladores que presuntamente habrían nacido con el poder de iluminar los sinsentidos de la existencia. Demás está decirlo: no hagan caso de estos últimos.  

Lo viejo y lo nuevo


"¿No se ha abusado acaso de todas las posibles formas de expresión y se han utilizado ya todas las composiciones? Pues no, caballeros; el alma humana es aún la misma y sigue siendo capaz de encontrar nuevas experiencias para sus ideas y sentimientos. Pero para poseer ese poder creativo, debe existir una conciencia interior del mismo, de su ubicación y de los esfuerzos requeridos para dotarlo de vida. Debemos encontrar esa creatividad a través de un conocimiento preciso de las obras de nuestros antecesores. No es que tal conocimiento deba llevarnos a imitarles ciegamente, sino más bien a revelarnos y a poner a nuestra disposición todas las técnicas secretas de nuestros predecesores. La mismísima multiplicidad de tales técnicas hace sin duda que su uso hoy en día resulte difícil. Pero cuando uno descubre esos secretos que subyacen a las mejores obras en el seno de las más grandes y hermosas civilizaciones, no tarda en reconocer que todos esos secretos pueden reducirse a sólo unos pocos principios, y que como resultado de la clase de fermentación iniciada cuando se combinan, lo nuevo puede y debe aparecer sin cesar."

Eugène Viollet le Duc

Conferencia en la École des Beaux Arts; París, nov. 1863.